Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
—¡Bueno, que quiero un despacho y punto!
Al final pusimos allí una mesa, una silla y un flexo para que Luisma cumpliera su sueño hasta que poco a poco lo fuimos llenando de un montón de cosas inservibles. Allí había, entre otras cosas, colchonetas de playa, un cochecito de bebé al que le falta una rueda, una colección de latas de cerveza que tenía Luisma, balones pinchados, un ordenador roto de principios de los noventa y una enciclopedia que mis padres nos compraron a plazos a María y a mí cuando éramos pequeñas y que ya no sirve para nada. La semana pasada localicé una ONG que se dedica a recoger trastos y en una mañana me dejaron el cuarto vacío. Ahora lo difícil será convertirlo en un lugar agradable para el bebé. Cuando nazca, dormirá conmigo, pero a los tres meses no puedo llevarlo a la habitación de sus hermanos porque allí no cabe. Creo que vuelve a estar de moda empapelar y en una tienda he visto unos papeles preciosos, que parecen como de tela y que pueden quedar de maravilla con una alfombra de colores que he comprado para que el bebé esté a gusto jugando en el suelo.
Esta mañana me he levantado un poco triste. No me siento bien. Debe de ser normal, teniendo en cuenta que estoy embarazada, va a cumplirse un año desde que no está María, falta muy poco para Navidad y en la tele no paran de poner anuncios en los que salen todo el rato buenas personas.
Estoy hablando de todo esto en mitad de mi última sesión con Lourdes hasta después de Reyes.
—¿Y a ti eso cómo te deja?
—¡Mierda!
—Clara, ¿qué pasa?
—Que creo que me estoy poniendo de parto.
—Pero si te falta un mes.
—Tres semanas.
—¡Mierda!, ¿y yo qué hago?
—Lo primero, tranquilizarte.
—¡Qué fácil lo ves tú todo!
—Lourdes, soy yo la que estoy de parto.
—¡Es verdad! Respira, respira.
—¡Hostia! Esto es una contracción. ¡Ay, joder, cómo duele...! Mira, eso es otra.
—¡No me puede estar pasando esto a mí!
—¿A ti?
—Perdona, pero es que estoy muy nerviosa.
—¿Tienes coche?
—Sí.
—Pues llévame al hospital.
—Voy.
—¡Aaaahhhh!, ¡aaaayyyyy!
—¡Aguanta, Clara!
E
n los anteriores me dio tiempo a llevarme la canastilla con todo preparado y a ensayar con Luisma el camino de la clínica y sus posibles variantes si había demasiado tráfico. Ahora, he estado a punto de parir en el coche de Lourdes, que me ha traído al hospital a toda velocidad desde su consulta. Me duele mucho y tengo miedo. Es el tercer parto, pero a esto nunca te acostumbras.
Me han dado una habitación enorme para mí sola. Además, parece más amplia porque tiene una terraza a la que se sale por dos puertas correderas de cristal que ocupan casi toda la pared. Desde mi cama veo el cielo, que esta mañana es bastante claro, ha salido el sol y, aunque fuera hace frío, desde aquí parece un día de primavera. Las enfermeras están esperando a que venga don Gonzalo mientras comprueban mi dilatación cada veinte minutos. Lourdes no se separa de mí y aguanta sin inmutarse mis gritos histéricos cada vez que viene una contracción. Le he pedido que avise a mi madre y que ella se encargue de llamar a mi padre y a Luisma para que se quede con los niños.
—Clarita, hija, ¿cómo estás?
—Don Gonzalo, menos mal que ya ha venido.
—Menuda prisa tiene este bichito por salir.
—Póngame la epidural, se lo suplico.
—Tranquila, Clarita —dice mirando debajo de mi camisón—, que todavía es pronto.
Don Gonzalo se marcha de la habitación y ordena a las enfermeras que me vayan controlando, pero cree que por lo menos faltan dos horas. No es que dude de la experiencia de don Gonzalo, pero al ritmo que van estas contracciones no creo que esto vaya a durar tanto.
Estoy nerviosa, tengo muchas ganas de parir para que termine el dolor, pero me da pánico que llegue el momento. Mi madre tiene el móvil apagado, así que Lourdes sólo ha podido dejarle un par de mensajes. Me dice que no me preocupe porque se quedará conmigo el tiempo que sea necesario. Desde su teléfono ha llamado uno a uno a los pacientes que tenía hoy para decirles que no habrá consulta.
Desde que he llegado al hospital no paro de acordarme de María. Cuánto me gustaría que estuviera aquí para que me apretara la mano y para que me dijera todo lo que tengo que hacer, ella que nunca lo había hecho. Pienso que no está y lloro sin consuelo. Lourdes cree que se trata de una nueva contracción.
—¿Tanto duele?
—¡No sabes cuánto!
La comadrona entra por la puerta, todavía vestida de calle, y una enfermera la sigue con unas toallas y una maquinilla de afeitar para prepararme antes del parto. A eso le llaman las enfermeras preparar. No me acuerdo del nombre de la comadrona, pero la conozco porque es la que siempre trabaja con don Gonzalo y ya me atendió con Mateo y con Pablo.
Las contracciones son cada vez más fuertes y más frecuentes. Duelen tanto que mientras duran es imposible pensar en nada. Lo único bueno es que con el dolor se me olvida María. Don Gonzalo vuelve a pasarse por mi habitación y nada más levantarme el camisón, lo tiene claro.
—Clarita, nos vamos al paritorio.
—¿Y la epidural?
—No va a dar tiempo.
—Si ya se lo decía yo.
Todavía no hemos dado con mi madre, así que Lourdes se ofrece a acompañarme. La veo tan asustada que le digo que no, que lo mejor es que espere en la habitación por si acaso llama alguien.
Un camillero me lleva por un montón de pasillos y ascensores hasta que entramos en el quirófano. La comadrona me ayuda a subirme al potro.
—¿No va a pasar el papá?
—En esta ocasión no hay papá.
—¡Lo siento, hija!
En el quirófano no cabe nadie más. Yo no sé qué hace aquí tanta gente. Que yo identifique están don Gonzalo, la comadrona, dos enfermeras, un anestesista, una pediatra y su ayudante. No puedo con el dolor y lo que hace un momento eran sólo gritos, ahora son insultos e improperios. Está claro que es imposible ser educada mientras pares: «¡Mecagoenlaputadongonzalomirequeledijelodelaputaepiduraldeloshuevos!». La comadrona intenta ayudarme con la respiración y procura distraerme hablando de algo.
—¿Y tu hermana la médico tampoco viene?
—Mi hermana murió.
—¡Vaya día que llevo!
Lo único que quiero es que termine este dolor que me rompe por dentro.
Creo que si duele más me voy a morir de dolor. Es insoportable. Don Gonzalo me pide que empuje, que falta muy poco, una enfermera me limpia el sudor y me anima diciéndome que soy una campeona, la comadrona se sube literalmente encima de mi tripa, don Gonzalo dice que ya está a punto y yo empujo con la ayuda de un último grito que dura lo suficiente para ser primero dolor y después alivio. Por fin está aquí. En unos segundos eternos de placer siento cómo me roza su cuerpo saliendo del mío y se juntan mi llanto con el suyo.
El mismo enfermero de antes me mete de nuevo por pasillos y ascensores camino de mi habitación. Desde la puerta escucho que mi madre por fin ha llegado.
—Hija mía, ¿cómo estás?
—Ahora mejor.
—¿Dónde está?
—Ahora viene.
Lourdes, que sigue en la habitación, me da la enhorabuena porque todo haya salido bien. Llaman a la puerta.
—¿Se puede?
—¡Esther!
—¿Cómo estás, Clara?
—Ya ves, recién parida.
—¿Y dónde está la cosita?
—Ahora la suben.
De nuevo la puerta que se abre.
—¿Dónde está mi reina?
—Pasa, papá.
—He venido en cuanto me ha llamado tu madre. Es que estaba en Toledo con Maite.
—¿Y dónde está ella?
—Se ha quedado abajo esperando.
—Pues dile que suba.
—¿No te importa?
—¿No seremos muchos? —dice mi madre desde los pies de la cama.
—No pasa nada, mamá.
—Es que José también está abajo.
—Pues que suba también.
—Pues claro que sí —se le escapa con satisfacción a Lourdes.
Mi madre y mi padre se apresuran a llamar cada uno desde su móvil a cada uno de sus novios para que suban. Menos mal que la habitación es grande. Falta va a hacer porque de nuevo se abre la puerta: es Luisma, que viene con sus padres.
—¿Y los niños? —pregunto a mi ex, que debería estar con ellos.
—Están con Sornitsa. Dice que luego los trae.
Mis suegros me besan con cariño y me preguntan cómo estoy después del parto.
—Es que se han empeñado en venir —se justifica Luisma.
—No me importa.
—Era por si necesitabas algo —dice Elisa.
Lejos de molestarme, me parece muy digno que mis suegros hayan venido a verme sin hacerlo como abuelos. Me parece un acto de amor que no todo el mundo sería capaz de hacer.
José y Maite entran en la habitación a la vez y les reciben mis padres.
Se presentan de manera educada y cada uno de ellos acompaña a su pareja hasta mi cama.
—¡Qué guapa estás! —dice José mientras me besa.
—¡Enhorabuena, Clara! —me dice tímida Maite.
—Lo siento, Maite —le digo un poco emocionada.
—Gracias por dejarme subir —me contesta todavía más emocionada.
—¡Pues claro que sí! —se le escapa otra vez a Lourdes.
—¿Y Jaime? —le pregunto a su madre.
—Viene para acá —se anticipa Esther.
—¡Esther, no te había visto! —le dice Maite a su nuera.
—¡Con tanta gente!
—¿Has llamado a Carmen? —le pregunto a Esther.
—Sí. Creo que también está viniendo.
Efectivamente, Carmen es la siguiente en entrar por la puerta. Ella tampoco lo hace sola. Al enterarse, llamó a Roberto para contárselo y éste decidió avisar a Miguel. Los tres han venido en el mismo coche.
En la habitación hay ya tanta gente que empiezan a formarse corrillos. Los que se conocen hablan de sus cosas y los que no se presentan entre sí.
—Hola, tú debes de ser Luisma.
—Sí. ¿Y tú eres?
—Yo soy Miguel.
—¡Hombre, enhorabuena!
—¡Hombre, enhorabuena!
—¿Cómo?
—¿Cómo?
—¡Luisma, ven corre! —grito desde la cama
—¿Qué? —me pregunta Luisma, todavía confuso.
—No, nada. Sólo quería que vinieras.
Entre el bullicio veo que Jaime se abre paso entre la gente para darme un beso. Después se va junto a Maite y Esther. La mitad de la gente decide ponerse los abrigos y salir a la terraza para que el ambiente sea más respirable.
—¡Mamá, mamá!
Mateo y Pablo entran corriendo a la habitación y se suben encima de la cama a besarme. Sornitsa entra detrás.
—¡Esto parecer metro!
—¿Has visto?
—Clarra, ser normal tanta gente.
—¿Tú crees?
—A ti querrer mucho la gente.
Ya no falta nadie por venir. Tumbada en la cama pienso que daría media vida porque se abriera una vez más la puerta de la habitación y apareciera María. Hace casi un año que murió y posiblemente hoy es el día que más la he echado de menos. Con ella se murió también una parte de mi fragilidad, se murió mi manera de quererla, se murió una forma de reír que es imposible sin ella. Todavía ha pasado muy poco tiempo para que todo eso deje de doler. La vida es imprevisible, dura, insoportable y maravillosa.
—¿Se puede? —grita desde la puerta don Gonzalo, que empuja un cuco con ruedas.
Todos se agolpan a su alrededor. Sornitsa, Mateo, Pablo, Jaime, Carmen, Miguel, Roberto, Maite, José, Luis Mariano, Elisa, Luisma, Lourdes, mi padre y mi madre miran el interior del cuco antes de que yo pueda coger a mi hija.
—¡Pero si es una niña! —se sorprende Luisma.
—¿Todavía no te habías enterado? —le responden unos cuantos.
—¿Y cómo se va a llamar?
—¿Tú qué crees? —contesta el resto.
Por fin la tengo entre mis brazos y puedo besar a mi hija. Abre los ojos y me mira mientras los míos se llenan de lágrimas. Me acerco a su oído para decirle con todo el amor que soy capaz de dar.
—¡Te quiero, María!
A
Miryam Galaz y a Olga Adeva, por su entusiasmo, por su apoyo y por su luz todo el tiempo que he tardado en escribir este libro. Olga, sin ti este camino no habría empezado; Miryam, no sabes cuánto me has ayudado. Gracias a las dos.
A «la Rayo», Patricia, Lydia, Cristina, Anita... por transmitirme vuestra emoción por Clara, inspirarme y citar ahí. Tengo mucha suerte.
A Carmen, por escucharme al teléfono tantas horas leyéndole a Clara y, sobre todo, porque eres un ser maravilloso.
A Ruth, porque es tuya la risa de este libro, porque eres mi hermana del alma y porque te quiero.
Y a Juan, porque sin tu ayuda este libro no existiría.