Los caracoles no saben que son caracoles (18 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Tengo que cuidarme y una buena forma de empezar a hacerlo es asumiéndolo. Debería haber venido desde el día que lo sé, pero todavía tenía la esperanza de que se produjera un milagro.

Don Gonzalo está mirando la pantallita en la que aparece mi interior en blanco y negro y me pregunta por las fechas de mi última menstruación, que, por cierto, es una palabra que me parece espantosa. La verdad es que no me acuerdo, pero ahora ya da igual. Mi ginecólogo mide en la pantallita y me informa de que estoy embarazada de más o menos quince semanas. Es imposible precisar con más exactitud, pero me debí de quedar a mediados de abril. Tumbada en la camilla, con mis piernas abiertas apoyadas en el potro y delante de mi médico y su ayudante, me pongo a llorar sin consuelo. Me dejan sola para que me vista y don Gonzalo me espera en la consulta para recetarme no sé cuántas vitaminas. Salgo de la consulta, otra vez con ganas de llorar y con más miedo aún del que entré. Tengo qué asumir definitivamente que estoy embarazada y además...

Cuando enciendo el móvil tengo catorce llamadas perdidas de mi madre, de mi padre, de Roberto, de Miguel, de Esther, de Luisma, de Sornitsa, de yo qué sé cuánta gente. Da igual lo que quieran. Nada tiene importancia, nada puede tenerla ahora. Para mí estar embarazada no es una mala noticia, es un drama.

Mediados de abril, desde esa fecha estoy embarazada. Le doy vueltas a la cabeza una y otra vez y es imposible precisar la fecha.

La gente ha salido en desbandada nada más comenzar agosto y la ciudad está casi desierta. El calor abrasa tanto que casi duele. Seguro que va a haber tormenta. En casa puedo estar sola porque los niños siguen en el pueblo con Luisma y mis suegros. Lo mejor será ir allí porque no me apetece hablar con nadie. Me gustaría desaparecer, a lo mejor tengo suerte y me derrito con este calor. No puedo parar de llorar y si pudiera sería peor, porque volvería el miedo. No puedo mantener al niño, no tengo tiempo para ocuparme de él, tampoco tengo fuerzas para hacerlo.

Cuando llego a casa Sornitsa todavía sigue allí. Iba a seguir trabajando un par de semanas más hasta que yo cogiera las vacaciones y pudiera irme con los niños a la playa. Esos eran los planes, aunque ahora ya no sé lo que va a pasar.
Efecto Martínez
arranca la próxima semana en emisión diaria y después de todos estos días manejándolo, a todos nos empieza a gustar el título. Esther se ha quedado definitivamente en la productora y lo compaginará con el libro que sigue escribiendo.

—¡Clarra, vaya carra!

—No me encuentro bien, Sornitsa.

—Ser normal.

—¡Si tú supieras!

—Yo saber muchas cosas.

—Me voy a mi habitación a descansar.

Antes de terminar de decir la frase llaman a la puerta. Sornitsa abre y es mi madre, que entra con mucho brío.

—¿Dónde están mis niños?

—Estar en el pueblo con su padre, señorra.

—¡Es verdad! ¿Y Clara?

Mi madre se abre paso por el pasillo delante de Sornitsa sin escuchar su respuesta. Me encuentra al entrar al salón.

—Es que no me acordaba de que...

Ella misma se interrumpe al verme.

—Clara, hija, ¿qué te pasa?

—¿A mí? A mí, nada.

—Te conozco: tú has llorado.

Vuelve a sonar el timbre y Sornitsa abre mientras le digo a mi madre que se me ha metido una cosa en el ojo.

—¡Hola, Sorni, cariño!

—¡Hola, Esther!

—¿Está Clara?

—Estar en salón.

Esther nos encuentra a mi madre y a mí sentadas en el sofá. ¡Y yo que lo que quería era estar sola!

—Hola, Esther, hija, pasa.

—Si no es buen momento, ya vengo luego.

—No te vayas. A ver si nos cuenta esta niña qué es lo que tiene.

Estoy sentada en el centro del sofá y mi madre, Esther y Sornitsa me rodean esperando que diga algo. Antes de hablar, otra vez me pongo a llorar.

—¿Qué pasa? —dice Esther con tono preocupado.

—¿Tienes algo, hija mía? —pregunta mi madre.

—¡Tiene, tiene! —comenta Sornitsa.

Las dos vuelven la cara hacia mi asistenta, que mete la cabeza entre los hombros. Mi madre se dirige a Sornitsa con escasa paciencia.

—¿Qué coño pasa?

—Que se lo diga ella —dice mi asistenta pidiendo auxilio.

—¡Estoy embarazada! —sale mi voz entre sollozos.

—¡Por fin lo soltó! —se alivia Sornitsa, que es evidente que lo sabía.

—¡Joder! —exclama Esther.

—¡Virgen María! —se altera mi madre.

Las tres se callan y yo sigo haciendo ruido con el soponcio incontrolable que tengo. Esther es la primera que se atreve a desdramatizar.

—Si va a ser verdad que los niños traen un pan debajo del brazo.

—¿Y eso? —se interesa mi madre.

—Yo venía a contarte que eres la nueva jefa de producción del programa. Te han ascendido.

—¡Anda, mira! —dice mi madre intentando animar.

—Te hemos llamado un montón de veces para contártelo, pero no lo cogías.

Esa noticia me hubiera hecho dar saltos de alegría en cualquier otra situación, pero ahora...

—¿Qué hago?

—Hija, no sé. De todo se sale.

—Es que no puedo tenerlo.

—Eso es lo que piensas ahora, pero luego no es para tanto.

—Es que hay otra cosa...

—¿Son gemelos? —dice Esther haciendo de guionista.

—¡Cállate, Esther! —refunfuña mi madre, a la que no le ha hecho gracia el chiste.

Yo me pongo a llorar otra vez como una niña de cinco años. Sornitsa intenta romper el hielo ofreciéndose a hacer un café, pero nadie le hace caso. Mi madre, Esther y mi asistenta están a la espera de descubrir exactamente qué más hay que saber. No puedo demorar más la espera. Lo suelto y que pase lo que tenga que pasar.

—¡No sé quién es el padre!

Capítulo 27

N
ecesito a Lourdes y aún falta mucho para que vuelva. También echo de menos a los niños y estoy deseando que llegue el viernes para ir a verlos. Se me hace largo estar toda la semana sin ellos. Menos mal que con mi nuevo puesto no tengo demasiado tiempo para pensar. El trabajo me está ayudando a afrontar tanto cambio con cierto optimismo. Ya llevo una semana como jefa de producción y creo que no lo estoy haciendo nada mal. Me gusta y como tengo tanto trabajo, ha habido ratos que hasta se me ha olvidado que estoy embarazada.

Efecto Martínez
tiene una pinta fantástica. Los vídeos que he visto montados son increíbles y los guiones de todos los pilotos que hemos hecho tienen muchísima gracia. Lo único que puede ser un problema es la presentadora, Nuria Martínez, que me parece que su imagen no tiene nada que ver con un programa de humor. Es muy guapa, pero a mí me resulta un poco sosa. Lo de Nuria está claro que es una imposición de la cadena.

Aquí ya lo sabe todo el mundo. Aquí y en todas partes. Mi madre se lo contó a mi padre, que se lo contó a Maite, que se lo contó a Jaime, que ya lo sabía porque se lo había contado Esther, que además se lo contó a Carmen, que se lo contó a Roberto, que se lo contó a Miguel, que ya lo sabía porque se lo había contado yo.

Voy a tener al niño. Y he decidido tenerlo sola. No puedo hacerlo de otra manera porque no sé si el padre es Miguel o es Luisma. No le contaré la verdad a ninguno para no engañar a los dos.

Me da mucho miedo tenerlo, pero mucho más no tenerlo. Hay veces que he pensado ir a una clínica y acabar con el problema. Hasta llamé por teléfono para saber cómo se hacía. Cuesta cuatrocientos cincuenta euros y la intervención dura entre cinco y ocho minutos. A las dos horas te vas a casa y a seguir con tu vida. Dicen que abortar es un acto de cobardía. No lo creo. A mí abortar es lo que de verdad me da miedo. Miedo por mí, de mi conciencia, por mi salud, de un futuro en el que ese recuerdo me destroce. Es mayor el miedo a ese miedo que el miedo a no poder.

Miguel me ha dejado. Dice que de momento no lo puede soportar. Le dije que estaba embarazada y que Luisma es el padre. No le di detalles, simplemente le expliqué que mi ex y yo habíamos tenido algunos encuentros y que de ésos nacerá nuestro tercer hijo. Miguel aguantó el tipo mientras se lo contaba y yo me sentí despreciable al ver sus esfuerzos por no llorar. Creo que jamás se me olvidará el beso que me dio antes de desaparecer de la cafetería en la que hablábamos. Me sonó al último beso, el que me regalaba sin merecerlo. Como una limosna. Al oído, con la voz entrecortada un instante antes de marcharse, se despidió diciendo «¡qué pena!» en vez de adiós.

Luisma es el único que todavía no se ha enterado porque sigue en el pueblo con los niños en casa de mis suegros. El próximo fin de semana me armaré de valor y se lo contaré a él y a los niños. Ellos son lo único bueno de mi embarazo. Estoy segura de que se van a alegrar de tener un nuevo hermanito. Aunque también se hubieran alegrado si les regalo una videoconsola, así que tampoco eso es un consuelo.

Tengo una reunión con los responsables de la cadena en la que se emite a partir del próximo lunes
Efecto Martínez
. Es la primera que tengo en mi vida con gente a la que podemos denominar «arriba» y además es en las instalaciones de la cadena y no en la productora. La sala de juntas tiene una mesa alargada en la que me siento junto a ellos. Estoy muy nerviosa. No debería estar aquí, no me corresponde. Seguro que van a descubrir que no valgo para este puesto. Por parte de la productora estamos Roberto y yo, y por parte de la cadena un montón de gente: el director de programas, el subdirector de programas, el productor delegado del programa, el director de producción de la cadena, el subdirector de producción de la cadena y una chica que está al final de la mesa de juntas con un cuaderno y que no sé quién es. Del resto conozco el cargo, pero de los nombres no me acuerdo en este momento.

Llevamos hablando diez minutos del calor que hace. Ni hablando del tiempo se me pasan los nervios y tengo pánico a hablar delante de esas personas. Me están sudando mucho las manos. O me relajo, o cuando me toque hablar no voy a ser capaz. El jefe de programas corta la conversación meteorológica y comienza a hablar sobre
Efecto Martínez
durante largo rato mientras el resto de la mesa escucha sin intervenir. Lleva diez minutos explicando cosas sobre el programa, aunque a mí me parece que no explica nada. Seguro que es culpa mía y no le entiendo porque estoy muy nerviosa. Es imposible que un hombre con tanta responsabilidad diga tantas obviedades en tan poco rato.

Algunas de las frases que está diciendo las he escuchado sistemáticamente en todos los programas en los que he trabajado desde que empecé en esto hace más de diez años. Son frases que cualquiera que se precie de saber algo de televisión ha de decir a todo el que se cruce en su camino. Una de ellas, quizá la más usada, es: «Falta guión»; otra muy frecuente también es: «El plató da muy bien por cámara»; y la última y más repetida en cualquier análisis televisivo es: «Al programa le falta ritmo». Si alguien coloca alguna de esas frases en cualquier conversación, puede considerarse por propio derecho un experto en tele. El jefe de programas ya ha metido las tres en su charla y va concluyendo esta reunión en la que nadie ha intervenido. Siento mucho alivio porque aquello acabe, aunque me da un poco de rabia haber pasado tantos nervios para que luego no haya hablado ni una sola palabra. El jefe de programas concluye la reunión dirigiéndose a Roberto y a mí con una frase tan inconcreta como el resto de su conversación: «Hay que mejorar mucho en algunos aspectos». A partir de ese momento todos vuelven a intervenir para hablar otra vez del calor que hace mientras abandonamos la sala de juntas. Vuelve cada uno a su sitio y Roberto y yo nos vamos a tomar algo antes de regresar a la productora.

—¿Esto es siempre así?

—La reunión previa al estreno sí.

—¿Y después?

—Depende de la audiencia. Si es buena, nos reunimos de nuevo para hablar de tópicos como que al programa le falta ritmo y que hay que mejorar el guión, pero no pasará nada.

—¿Y si es mala?

—Te obligan a echar a un par de guionistas y a sustituir a algunos colaboradores.

—¿Y si es muy mala?

—Entonces yo ya no iré a la reunión porque me echarán a mí antes de quitar el programa una semana después.

—Pues yo estaba muy nerviosa en la reunión.

—Lo que estabas era guapa.

—¿Cómo?

—Que estabas guapísima. Bueno, que lo estás.

Roberto me mira directamente a los ojos y yo no soy capaz de aguantar la mirada. Busco mi Coca-Cola intentando que no se note que mi cara está a punto de incendiarse.

—¡Clara, me muero por besarte!

He debido de oír mal. El chico que me vuelve loca me acaba de decir que quiere besarme. No sólo lo dice, sino que allí mismo en la barra del bar me agarra de la cintura y cumple su deseo. Me besa y me dejo besar, suave y despacio. Estoy tan sorprendida que casi no lo disfruto. Al separar nuestros labios me propone ir a su casa. Me explica que lo desea desde hace un montón de tiempo y yo no soy capaz de contestarle. No sé qué decir ni qué hacer. Su propuesta me deja fuera de sitio, hasta me enfada no tener ganas después de tanto tiempo imaginándolo. Pero no era así como yo lo quería. Son las doce de la mañana y acabamos de salir de una reunión. Así no se hacen las cosas.

—Mejor no.

—Pensé que te gustaba.

—Y me gustas. Pero...

—¿Es por el embarazo?

Según le escucho decirlo, me doy cuenta de que no me he acordado en toda la mañana de que estoy embarazada. La verdad es que me encuentro fenomenal, no he tenido ni un vómito y ya han pasado casi cuatro meses. De todas formas, el embarazo me viene bien como excusa.

—Sí. Es que no me encuentro muy bien.

Roberto entiende mi rechazo a su propuesta y me dice que hoy no vaya a trabajar. Lo mejor, me propone, es que vaya a casa a descansar. Así que cada uno nos disponemos a coger un taxi en una parada cercana a la cafetería. Hacia allí vamos caminando, pero yo no estoy a gusto. No hay ni cincuenta metros hasta la parada, pero no me gusta hacer lo que voy a hacer. No quiero huir a esconderme en mi casa cuando lo que quiero hacer es otra cosa.

—¡Roberto!

—¿Qué?

—No, nada.

—Mujer, no seas tímida. Dime.

—Que no es verdad que no me acueste contigo porque esté embarazada, ni porque me encuentre mal.

—¿No?

—No me acuesto contigo porque no me apetece.

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