Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
—Mi padre es mi padre. Ya lo solucionaré con él.
—Tu padre vive conmigo, niña. Y tú eres la hermana de mi hijo. Lo único que pido es respeto y tú ya me lo has faltado dos veces. No habrá una tercera.
E
fecto Martínez
va mal de audiencia. Después de dos semanas en antena, el programa no termina de despegar y estamos bastante por debajo de las expectativas que había. La competencia es muy dura en otras cadenas, que a esa hora tienen programas del corazón y de sucesos que arrasan y nos dejan casi sin opción. El caso es que el ambiente de trabajo no es muy bueno porque ya han echado a dos guionistas y la cadena nos ha exigido un nuevo casting para cambiar a algunos colaboradores. Roberto está preocupado por si el siguiente es él, y yo no sé si prefiero que continúe el programa o que lo quiten definitivamente. Esa sería la manera más directa de cogerme las vacaciones que no he tenido en verano. La verdad es que cuando los programas no funcionan, trabajar en la tele no es algo muy agradable.
Esther tiene la mente en su libro y en Jaime, ambas cosas muy alejadas de
Efecto Martínez
, programa del que en teoría es coordinadora de guiones. Roberto estaba muy venido arriba con el éxito de
Menudo Talento
y ahora anda de bajón con lo que ya es un inevitable fracaso profesional. Yo, para una vez que soy jefa, me da igual lo que pase, porque bastante tengo con lo que tengo... Las cosas nunca son casualidad y echando un vistazo a los que hacemos el programa, hay que reconocer que el milagro sería que tuviera audiencia. Hay que ser sinceros. Por lo menos en lo profesional, ya que en otras cosas no podemos. Roberto y yo no podemos contarle a nadie lo nuestro. Se lo he pedido por favor. Sobre todo, es importante que no se lo cuente a Miguel, que es su amigo. El día que discutí con Maite y mi padre en la cafetería llegué a la productora casi llorando. En la puerta me encontré a Roberto, que salía triste de allí después de haber tenido que comunicarle a un guionista que estaba despedido.
—¿Qué tal?
—Fatal. ¿Y tú?
—De pena.
—¿Nos vamos?
—¿Adonde?
—Yo qué sé.
—Vale.
Fuimos al centro a beber vinos él y Coca-Colas yo. Bueno, yo también me tomé un par de riojitas, que no perjudican al bebé, pero me servían como coartada si sucedía lo que finalmente sucedió. Yo con Luisma apenas lo hice durante los embarazos, y no por falta de ganas, sino porque él decía que no era bueno para el niño. Yo me conformaba, a pesar de la excitación que me provocaba la revolución de mis hormonas durante el embarazo. La verdad es que yo en esa época me conformaba con casi todo.
Roberto es un tipo con el que te tienes que dejar llevar. No puedes tomar la iniciativa, porque sabes que va a hacer las cosas bien, mejor que tú. Tienes la certeza en cuanto le besas. Es mejor no esforzarse por parecer lo que no eres. Roberto vive en un piso en el centro, en una calle estrecha en la que hay camellos y prostitutas. Es un edificio antiguo sin ascensor y una escalera de madera, desgastada por el tiempo, casi derruida. En el segundo piso hay una pensión y en el tercero una señora vieja en el descansillo, que debe de pasar allí más tiempo que en el interior de su casa.
—Hola, Robertito.
—Hola, doña Tere.
—¿Qué, otra nueva, no?
—¿No tiene usted nada que hacer?
Lejos de molestarme, el comentario de la tal doña Tere me quitó un poquito de presión. Un piso más arriba, el último del edificio, vive Roberto. Al llegar, mi respiración era fuerte y sonora y aunque le eché la culpa al esfuerzo de subir tantas escaleras, el caso es que los nervios tenían mucho que ver en que casi no me salieran las palabras.
Roberto abrió la pesada puerta y pasó él primero para encender una lamparita antes de darme paso. Nada más entrar me quedé fascinada. Era un piso enorme, completamente diáfano, sólo interrumpido por algunos pilares de hierro. Los techos altos, alguna pared de ladrillo, cuadros de vírgenes y ángeles, fotos eróticas, casi pornográficas, en blanco y negro en el espacio en el que estaba la cama. En el otro extremo de la casa había una pantalla enorme rodeada de altavoces, dos ordenadores portátiles y otros aparatos electrónicos que no sé muy bien para qué servían. Cuadros alucinantes, alguna escultura rara que sólo podría estar en esa casa, antigüedades al lado de algún mueble de diseño. La cocina parecía de exposición porque no daba la sensación de que allí se cocinara mucho y el baño era lo único que tenía paredes. Había una librería de más de cinco metros repleta de libros viejos cuyo desorden componía inexplicablemente un espacio armónico. Esa casa era el sitio más maravilloso del mundo para pasar las siguientes dos horas. Roberto era el hombre con el que me apetecía pasarlas. Me senté en un sofá rojo y él fue a poner música.
—¿Te gusta el jazz?
—Sí, mucho... ¡ Muchísimo!
—¿Ella Fitzgerald o Bessie Smith?
—Claro.
—Sí, pero ¿cuál pongo?
—Pues esa que has dicho.
Una voz maravillosa salía de alguno de aquellos altavoces mientras Roberto cerraba las contraventanas de los balcones para dejar la casa casi a oscuras antes de encender un par de velas que había encima de una mesa. Yo le miraba desde el sofá, deseando que se abalanzara sobre mí, pero con un poco de vergüenza por la situación y porque desnuda mi tripa ya va teniendo un tamaño considerable. Roberto se puso de pie delante de mí y se descalzó. Después se quitó la camiseta y se quedó sólo con los vaqueros, de los que abrió un par de botones. Con el torso y los pies desnudos cogió un cojín del sofá en el que yo estaba sentada y lo tiró al suelo entre mis piernas, que abrió para arrodillarse justo en medio. Con un suave empujoncito llevó la parte superior de mi cuerpo hacia el respaldo del sofá y la inferior hacia el borde del asiento, donde me esperaba arrodillado frente a mí. Abandoné mi cabeza en el respaldo y dejé que Roberto me descalzara, abriera mi blusa botón a botón y me quitara el pantalón muy despacio y con una inexplicable facilidad. Hay veces que la suerte se alía con una y aquella mañana el destino había querido que del cajón hubiera cogido un tanga verde muy digno y no las bragas gigantes de embarazada que ya he empezado a ponerme. Además, ahora me ha crecido un poquito el pecho y el sujetador negro que me puse me lo hacía precioso. Roberto lo desabrochó y me lo quitó a la vez que la camisa. Cuando me desnudó del todo, me puse nerviosa y a punto estuve de parar. Roberto lo notó y me pidió que me relajara. Me acarició con deseo y noté que lo que estaba viendo le gustaba. Recobré la seguridad y volví a excitarme como al principio. Tuve la tentación de tumbarme en el sofá, pero Roberto me retuvo sentada y me invitó a levantar la cabeza para ver cómo, arrodillado ante mí, se deslizaba con su boca desde mis pechos hacia abajo. Muy despacio, muy suave, muy seguro. Mientras bajaba, no apartaba su mirada de la mía y mi excitación se convirtió casi en histérica cuando sus labios y su lengua se metieron por el interior de mis muslos. Desde ese momento, y hasta el final, no se me ocurre otra manera de describir nuestra relación sexual como la mejor que he tenido en toda mi vida. Que yo recuerde. Roberto sabe hacer las cosas, eso es indiscutible, pero no creo que todo el mérito fuera suyo, ni de la cantante de jazz esa a la que no había oído en mi vida, ni de esa casa maravillosa en el centro. Me parece que la responsable de haber disfrutado tanto del sexo fui yo, que fui más yo que nunca.
L
os niños están a punto de empezar el colegio ahora que están a punto de quitar el programa y que yo estoy a punto de cumplir treinta y seis años. Falta muy poco para que todo eso suceda y posiblemente lo primero que pase es que quiten
Efecto Martínez
, que cada vez es peor y cada vez se nota más. Es un informativo de humor en el que no te enteras de nada y que cada vez tiene menos gracia. La gracia, toda la del mundo, la tiene el libro de Esther. Ahí está volcando todo su talento y no se guarda nada para el programa. Al final, lo mejor de
Efecto Martínez
está siendo la presentadora, que está haciendo la pobre lo que puede con un programa tan escuálido de contenido. Estoy deseando que «arriba» decidan definitivamente suprimirlo y me pueda dedicar por entero, aunque sea sólo una semana, a Mateo y a Pablo, a los que veo todos los días para acostarlos, pero echo muchísimo de menos.
Luisma está enfadado desde que se enteró de que estoy embarazada. Lo entiendo. No quiere que sus hijos tengan un hermano del que él no es el padre, un niño con el que él no se pueda ilusionar. Intenta hacerme sentir culpable, algo que consigue a medias, porque culpable ya me siento yo sólita sin que él intervenga. Hay veces que me gustaría desprenderme de mi culpa con una mentira que a lo mejor es verdad y decirle que él es el padre. Hay otras incluso en las que pienso que volver con él sería la mejor opción para poner orden en mi vida. Si esto me pasa hace algunos años, creo que lo hubiera hecho. Lo malo de hacerte mayor es que cada vez puedes engañarte menos y eso complica mucho las cosas.
Una de las cosas que me reprocha Luisma es el disgusto que tiene su madre cada vez que se acuerda de que estoy embarazada de otro que no es él. Dice que se pasa los días llorando, algo que me creo de Elisa, que es una señora que llora muchísimo. Luisma es una buena persona, así que el daño que es capaz de hacer siempre es un daño limitado. Eso sí, su capacidad para sacarme de quicio sigue siendo bastante notable.
—Ya que tus padres nos van a ayudar con el embargo del piso, he pensado...
—Perdona que te interrumpa, pero mis padres no «nos» van a ayudar, me van a ayudar a mí.
—Bueno, eso... El caso es que he pensado montar un negocio al que llevo dándole vueltas un tiempo...
—¿Pero tú estás bien de la cabeza?
—Mujer, si no puede fallar... ¿Adónde vas?... Espera que te diga lo que es... ¡Encima que se lo iba a contar! ¡Hay que ver cómo se ha puesto!
No sé si era real, pero mi impresión hace no mucho tiempo era que mi vida le pasaba desapercibida a todo el mundo. Tampoco sé si es real ahora, pero últimamente creo que todo el mundo está demasiado pendiente de mí. Mi intención de que nadie se enterara de mi lío con Roberto no ha sido posible. Yo sólo se lo conté a Esther, y Roberto, al parecer, sólo se lo contó a Carmen. Roberto presume de llevarse muy bien con todas sus ex —no sé si con esa declaración ya me está preparando el terreno para cuando yo lo sea—. El caso es que ya lo sabe todo el mundo. Hasta Miguel, que sigue con sus documentales, se ha enterado de que su amigo y su ex están liados. Eso también me hace sentir culpable. No he vuelto a ver a Miguel desde el día que le dije que estaba embarazada en la cafetería, pero pienso en él muchas veces al día. No sé, pero si tuviera la certeza de que él es el padre no me sentaría nada mal. No puedo evitar pensarlo. Me encantaría que me llamara y poder tomarme algo con él, pero respeto que él no quiera hacerlo. Ojalá sea cuestión de tiempo.
Roberto me hace reír, Roberto es muy inteligente, Roberto está seguro de sí mismo, Roberto está buenísimo. Me encanta estar con Roberto porque es el chico que siempre he pensado que nunca estaría conmigo. Me recuerda a Quique, aquel novio de 2.° B, el niño con el que querían estar todas las niñas y que me eligió a mí. Con Luisma siempre he sido un poco su madre y a Miguel le he querido transformar para que fuera el que yo quería. A Roberto no hay que hacerle nada, sólo dejarse llevar a donde quiera llevarte. Sobre todo en la cama, donde hasta lo más común con él parece nuevo.
Sornitsa se ha separado de su marido porque está «segurra» de que se ve con otra mujer, aunque él, Estanislao, creo que se llama, lo niega una y otra vez. Suele pasar cada vez que está alguna semana de vacaciones, que vuelve a casa con la certeza de que su «marrido» la engaña. En esta ocasión, al parecer, es con una «cajerra» del supermercado de debajo de su casa. También «búlgarra», pero con papeles. Mi asistenta está triste y eso es algo que se nota en la casa. Cuando Sornitsa está contenta los niños son más obedientes y yo estoy más segura. Si ella está bien, todo estará bien. Lo único malo cuando Sornitsa es feliz es que habla por los codos y no para de contar anécdotas de todo lo que sucede, vengan a cuento o no, que te pone la cabeza loca y no sabes cómo decirle que pare. Es divertido ver a los niños reír de su forma de contarlas y a ella misma, que ríe aún más sin saber qué palabra habrá dicho mal en cada momento.
—Clarra, mi móvil no sueña.
Ahora lleva algunos días que apenas habla y me reprocha casi todo lo que hago. Es una característica de Sornitsa, que cuando se enfada saca lo peor de una asistenta y lo peor de una madre: no limpia bien y te dice como nadie lo mal que lo haces todo. Espero que Estanislao se centre pronto, se canse de la cajera y Sornitil vuelva.
Me ha llamado Jaime para ver cómo estaba y me ha dado una alegría. No sólo por su llamada, sino porque no tenía ni idea de la discusión que yo había tenido con Maite. Me parece que eso dice mucho de ella. Podría haberme descalificado por mi comportamiento, pero todo lo contrarío: «Mi madre me contó que estuvo contigo y que muy bien. Me alegro mucho».
Jaime y Esther siguen juntos y va para tres meses. Todo un récord para mi amiga, a quien nunca le he conocido ningún chico que le durara más de dos semanas. Ella decía que una relación tiene que durar lo que te duren las ganas de hacer sexo con ese chico, porque para ir al cine ya están las amigas. En eso Esther siempre ha sido muy hombre. Con Jaime, sin embargo, va al cine, y a cenar, y a pasear por el parque cogidos de la mano, y a la playa a ver una puesta de sol.
He invitado a Jaime a casa a comer el próximo sábado, que es mi cumpleaños. Es una celebración familiar y me apetece que esté. Sé que a mi madre le va a costar un poco, pero le he dicho que lo vea como al novio de Esther, que también quiero que esté. Además estarán mis padres, Luisma y los niños.
Este será el primer cumpleaños sin María, así que prefiero que haya mucha gente a la que atender para no tener la tentación de encerrarme en mi cuarto a llorar acordándome de ella. Mi cumpleaños es el 5 de octubre, y el de María al día siguiente, el 6. Ella hubiera cumplido treinta y nueve. Siempre los celebrábamos juntas y apagábamos dos velas de un mismo soplido después de pedir un deseo, que a mí nunca se me ocurre en ese momento. Me pasa todos los años frente a las velas o cuando alguien tiene una pestaña en el meñique y antes de soplarla te dice: «¡Corre, piensa un deseo!». Yo me bloqueo y el primero que se me ocurre nunca está a la altura. Debo pensar en estas cosas y tener algunos deseos preparados para cuando llegue el momento: que me deje de gustar la Nocilla, por ejemplo. Espero que todo salga bien ese día y si estoy de humor, Luisma se quedará esa noche con los niños y yo lo terminaré de celebrar por la noche en casa de Roberto.