Los caracoles no saben que son caracoles (8 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Con los dos niños en casa y yo todo el día en la productora con el estreno del programa, Sornitsa ha echado esta semana más horas de las deseables y lleva tres noches quedándose a dormir. Luisma me ha dicho que ahora él no puede ayudarme, que anda metido en muchos líos y que no está para niños. Mi madre echa una mano, pero ya no está para muchos trotes, así que mi asistenta búlgara es la que se está currando la convalecencia de los niños en casa y la casa entera. Sornitsa, al margen del exceso de erres y la ausencia casi siempre de artículos, tiene más particularidades en la utilización del castellano. Una de ellas es que confunde los refranes y la otra es que no comprende la contundencia de algunas frases o palabras sacadas de contexto.

—Hola, Sornitsa, ¿qué tal el día?

—¡Estoy hasta el conejo, señorra!

El programa me quita mucho tiempo, pero estamos contentos porque la audiencia del estreno ha ido fenomenal. En la tele depende casi todo de la audiencia y si es mala el ambiente de trabajo es bastante irrespirable. No ha sido el caso porque la de
Menudo Talento
ha superado la media de la cadena y todos estamos felices, sobre todo «arriba». Quiero compartir mi alegría con Sornitsa, que ayer se quedó en casa a acostar a los niños y después se mantuvo despierta hasta las dos de la mañana para ver el final del programa. Además, me dijo que le gustó mucho: «¡Sobre todo, niño gordo de pelo narranja!».

He quedado con mis padres para contarles mi conversación con Carlos, aunque ellos no saben de qué se trata. No era fácil encontrar un sitio para reunimos. Yo sólo puedo en fin de semana y en casa estarán los niños; a mi padre le da igual, pero mi madre dice que en su casa no tiene por qué entrar «ese señor» y que en la de «ese señor» no tiene por qué entrar ella. Un sitio público tampoco es buena idea porque sé que los tres acabaremos llorando y no me apetece hacerlo delante de más gente. Así que le he pedido a Esther la llave de su casa y allí he quedado con ellos. A mi amiga le he puesto en bandeja la bromita de «las amigas dejan las casas para acostarse con alguien, no para quedar con sus padres». A pesar de lo obvio del chiste no podía evitar decirlo, que para eso es guionista de humor. Después me ha abrazado fuerte para animarme y con un beso me ha deseado suerte antes de marcharse de su casa y dejarme allí esperando a mis padres.

Los dos suben juntos porque se han encontrado en el ascensor. Mi madre me besa dejando claro que está de mi parte y mi padre lo hace un poco a la defensiva. No quiero que nada contamine la conversación, así que lo explico desde el principio, antes de que se sienten: «He quedado con vosotros para hablar de María. Ni de Maite, ni de su hijo, ni de todo eso que ya solucionaremos en otro momento».

No hace falta que insista porque nada más comenzar a hablar de mi hermana el dolor les iguala tanto que es imposible que se reprochen nada. Heredar de un hijo es antinatural, es la última cosa que querrías hacer en la vida. Les cuento lo bien que les iba económicamente a María y a Carlos, les enumero sus propiedades y les digo que por ley les corresponde la mitad de todo. Lloran con mucha pena, y todavía más orgullo, por todo lo que había logrado su hija mayor. Yo, que muchas veces no elijo la ocasión oportuna para dar rienda suelta a mis sentimientos, empiezo a ponerme celosa. No es el momento adecuado y mis celos son injustos, pero no los puedo evitar. El éxito de mi hermana, tan evidente y cuantificado en esas cifras abrumadoras, me hace sentir muy pequeña. Intento explicarles que la intención de Carlos es venderlo todo para poder marcharse, pero no atienden a lo que les digo. Sólo hablan de María.

—¡Cuánto valía mi niña!

—¡Siempre se van los mejores!

No puedo reconducir la conversación para que me digan si piensan vender o no, y yo decírselo a Carlos. Me estoy poniendo nerviosa con tanto llanto. Hace un momento mis padres ni se hablaban y ahora están cogidos de la mano recordando que María aprobó Medicina a curso por año. Creo que si en este momento saliera del salón ni se darían cuenta.

—Bueno, ¿qué?, ¿qué vais a hacer?, que yo tengo que irme a casa que me están esperando los niños.

—No sé, hija —dice mi madre secándose las lágrimas.

—Pues habrá que decidirlo y dejarse de tanto llorar.

—No hables así a tu madre —interviene mi padre.

—Tú, mejor cállate, que a ti ya te vale esparciendo niños por el mundo.

—Clara, hija, ¿qué te pasa? —pregunta mi madre.

—¿A mí qué me va a pasar?, ¿qué insinúas?

—Nada, nada, cariño. Estábamos hablando tranquilamente de tu hermana y como te has puesto así...

—¿Así cómo? ¿Estás diciendo que estoy loca?

—Nosotros mejor nos vamos —dice mi padre cogiendo de la mano a mi madre camino de la puerta.

—Eso, mejor nos vamos y ya hablaremos —se despide mi madre.

Cuando por la tarde Esther abrió la puerta de su casa, yo seguía llorando en su sofá, reprochándome ser una persona horrible.

Capítulo 14

E
sta noche hacemos en directo la tercera gala de
Menudo Talento
. Estoy disfrutando mucho en este programa porque las cosas están saliendo de maravilla. La audiencia del segundo programa fue aún mejor que la del estreno y eso que los segundos programas habitualmente nunca salen bien. Ir a trabajar me está resultando una vía de escape y si no fuera por estar más tiempo con Mateo y Pablo, no me apetecería que llegara el sábado.

Todas las mañanas voy a la productora con esa ilusión que tienes de adolescente por ver a alguien que te gusta y saber que tú le gustas a alguien. Cuando tenía siete años, estaba enamoradísima de Quique, un niño rubio monísimo de ojos azules y con el pelo largo y liso que se sentaba a mi lado. Nos dejábamos los lápices, pintábamos corazones con flechitas atravesadas y él me levantaba la falda para ver mis braguitas: las cosas normales en este tipo de relaciones. Quique, como todos los niños rubios monísimos de ojos azules y pelo largo y liso, tenía enamoradas a todas las niñas de la clase. Eso era lo más importante, que Quique sólo tenía ojos para mí pudiendo haber elegido a cualquiera. A Quique le cambiaron a un colegio de pago al curso siguiente y allí murió nuestro amor, pero siempre recordaré lo feliz que fui aquel curso yendo cada mañana a mi clase de 2. ° B. Por cierto que Quique, como todos los niños que de pequeños eran rubios monísimos de ojos azules y pelo largo y liso, ahora está calvo, ha engordado mucho y tiene pelo en los hombros. Lo sé porque todavía sigue viviendo en el barrio con sus padres.

Cada mañana me pongo guapa para ir a trabajar porque sé que allí voy a ver a un tipo que me gusta y a un tipo al que yo le gusto. La felicidad sería completa si fueran la misma persona, pero la felicidad completa yo no la he vivido con los hombres desde que iba a 2. ° B. Ya es oficial que Roberto está liado con la niña de redacción rubia y estupenda. Era normal, aunque algunas no lo quieran ver, especialmente Carmen, que no termina de entenderlo. «Pero si es una niñata», dice.

Miguel me invita todas las mañanas a un café de máquina e intercambiamos algunos cotilleos del programa que el otro desconoce. Me lo paso bien en ese rato y me siento halagada cuando a punto de regresar cada uno a nuestra tarea, me propone todos los días ir a cenar a un japonés nuevo que han abierto en el centro y yo le contesto siempre que ya veremos, que no es el momento. Miguel ha mejorado algo su aspecto. El pelo lo tiene un poco más largo y hay algunos días en los que lleva camiseta y no sus perpetuas camisas de cuadros. Un día Miguel llegó a trabajar sin afeitar y con una camiseta verde, que, cosa inusual en su ropa, parecía fabricada en esta misma década. No tengo ni idea de dónde vendría, pero he de reconocer que ese día me gustó. Lo malo es que me gustó porque parecía otro.

Roberto, por su parte, me trata con mucha amabilidad, condescendencia más bien. Me atribuye el mérito de haber recuperado para el programa a Jonathan, el niño gordito pelirrojo, que se está convirtiendo en la estrella de
Menudo Talento
. Jonathan es un niño amanerado que vive en una barriada marginal de Sevilla y canta copla con mucho sentimiento. Esther dice que antes de los dieciocho ese niño se habrá puesto tetas, pero ahora mismo es sin duda el preferido de la audiencia.

Roberto y yo estamos encantados de haber acertado con nuestra elección, hablamos de lo bien que va el programa, me cuenta con detalle cómo serán cada una de las actuaciones de los niños para que consigamos en producción todo lo que hace falta; me dice los vídeos de apoyo que necesita cada concursante para que yo coordine los equipos; me pide a los familiares que quiere que acompañen en el plató a cada niño para que prepare sus viajes... Todo eso y más. Roberto y yo nos entendemos de maravilla, me hace reír, me alucina su capacidad de trabajo, lo mucho que sabe de tele y su talento. Roberto me considera, estoy segura, pero no me mira como quiero que me mire. Roberto no me hace ni caso y tengo que asumirlo. Para eso me estoy dejando yo una pasta con mi psicoanalista, para superar este tipo de cosas. Soy una tía madura, separada y con dos niños, como para perder ahora los papeles por un tío. Aunque me muera porque me invite a salir, aunque cada noche sueñe con besarle, aunque algo revolotee dentro de mí cuando lo veo, aunque me haga la encontradiza con él por los pasillos, aunque haya vuelto a escuchar las mejores baladas de Michael Bolton, Roberto es sólo un compañero de trabajo. Uno más de tantos tíos buenos que hay por el mundo. Yo ya estoy por encima de eso.

Lourdes lleva pidiéndome demasiadas semanas que ponga más de mi parte en la consulta, que deje de dar rodeos, que afronte las cosas que me pasan.

—¿Qué tal el otro día con tus padres?

—No estuve a la altura. Monté un numerito de celos con mi hermana y lo jodí todo. No sé lo que me pasó.

—Tú misma lo has dicho: celos.

—Ya, pero es que mi hermana está muerta...

Hay sesiones con Lourdes en las que el sufrimiento te sirve para mejorar. Mi psicoanalista lleva razón. Hace muchas semanas que vengo necesitando abrirme en la consulta.

—Y ni muerta me puedo librar de ella.

—Eso que dices es muy duro.

—Tú siempre dices que la verdad es a veces muy dura.

—Sí que lo digo.

—Mi hermana nunca me ha dejado en paz con tanta perfección y ahora, después de muerta, viene y nos soluciona la vida a todos con su gran herencia.

—No es malo heredar.

—Pues yo no quiero su dinero, que se lo queden mis padres y se lo gasten... O que lo herede el otro hijo de mi padre, que para eso lo tiene.

—Es una opción.

—O que se lo den a una ONG, que hay mucha hambre en África, pero yo no quiero nada de María...

Menos mal que por fin estoy sacando lo que llevo dentro, ese sentimiento al que no me atrevía a enfrentarme. Estoy haciendo lo que Lourdes me estaba pidiendo todas estas semanas: ser sincera conmigo misma.

—Mi hermana está muerta, ¿no? Pues que nos deje en paz —concluyo.

Lourdes se calla un rato. Esos silencios en la consulta se me hacen eternos. Me ponen muy nerviosa.

—¡Muy bonito, te ha quedado fenomenal!

—No te entiendo.

—Sí me entiendes... Estás jugando a hacerte la chica mala, la mujer valiente capaz de enfrentarse con su interior y descubrir sus sentimientos más inconfesables.

—De eso se trata, ¿no?

—Eso es de primera semana de tratamiento y tú llevas aquí más de dos años.

—No sé qué quieres decir.

—Quiero decir que no me creo nada.

—Y entonces, ¿qué crees?

—Que es imposible medir el cariño, pero sé que es muy difícil querer a alguien como tú querías a María. Eso es lo que yo creo.

—Mierda, Lourdes, no me hagas esto.

Esa frase ya no soy capaz de pronunciarla sin sentir cómo mis ojos se llenan de lágrimas.

—Por ahí vamos mejor, Clara.

—Siento un ahogo inmenso en mi pecho, no puedo soportar cómo me duele.

Me hundo en el diván y me abandono. Lloro sin consuelo y sin poder contenerme hasta el final de la sesión. Lloro porque me da miedo vivir sin volver a verla. Lloro porque no puedo soportar que María no esté.

—Sigue llorando, Clara... y si no te importa, yo voy a llorar contigo. Esta sesión es gratis.

Capítulo 15

O
me pongo a dieta o esto se me escapa de las manos. Quiero decir a dieta de verdad, no a cenar ensalada y a las dos horas comerme cuatro rebanadas de pan de molde con Nocilla. No sé por qué motivo no hay algún gobierno que prohíba la venta de Nocilla en los supermercados. En mi lista de comidas preferidas la Nocilla ocupa posiblemente el primer lugar, seguida de la paella, el solomillo de ternera, las cabezas de las gambas y las ensaladas con pepino. Lo del pepino es un descubrimiento bastante reciente porque toda mi vida lo había odiado hasta que un día lo probé por error y me enganché. No es con lo único que me ha pasado. Las aceitunas negras son otro claro ejemplo de lo mismo, que antes no podía ni olerías y ahora se las pongo a todo. Ése es otro de los problemas, que cuando me da por comer algo una temporada lo hago hasta que me acabo hartando.

Ojalá me hartara de la Nocilla, así me ahorraría muchos disgustos, como el que tengo ahora mismo delante del espejo. He quedado con Esther para salir esta noche y los pantalones no me entran. Tengo la tentación de echarle la culpa a que están recién lavados, pero es una tontería engañarse. Me subo a la báscula y certifico que el motivo son los cinco kilos de más que he vuelto a coger. Los kilos de más tienen la manía de no repartirse por todo el organismo, sino de concentrarse entre mi culo y mis muslos. Son muy poco solidarios con el resto de mi anatomía. Un día de éstos tendré que asumir que los cinco kilos de más no son de más, sino que son míos, y que si los perdiera, lo que tendría serían cinco kilos de menos.

Estoy sudando en mi habitación, haciendo flexiones para dar de sí los pantalones y no hay manera. Tengo la tentación de llamar a Esther para decirle que no salgo, que he decidido quedarme en casa viendo un programa del corazón mientras me acabo enterito un bote de Nocilla, pero pienso en esa imagen y me produce tanta pena que decido solucionarlo con una falda larga y la promesa firme de que el lunes mismo empezaré una dieta que me va a dejar irreconocible. Aunque todavía falta, este año no me pienso pasar el verano escondida detrás del pareo.

Esther y yo nos vamos a cenar a un asador, que como el lunes empiezo, habrá que despedirse con un buen jamón y un solomillo con foie y patatas. Dudamos si pedir una botella de vino, que es mucho para nosotras solas, pero la pedimos y si sobra, que sobre. Nos contamos cosas de nuestros trabajos, de
Menudo Talento
y de su programa de sketches, que no termina de tener mucha audiencia, pero que le ha servido para que una editorial le haya propuesto escribir un libro de monólogos sobre mujeres. Está muy ilusionada con eso, aunque a ella lo que verdaderamente le apetece escribir es una novela. Esther y yo hablamos de nosotras, de María y su herencia, de mi hermano nuevo y su pelo rojo, de lo mucho que me gusta Roberto, de lo mucho que me gustaría que me gustara Miguel y de no sé qué técnico de sonido con el que se está acostando Esther y que yo no termino de identificar.

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