Los caracoles no saben que son caracoles (9 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Hablamos sin parar hasta ser las últimas que quedamos en el restaurante. Menos mal que llevo la falda larga, porque estoy tan llena que creo que voy a reventar. Estamos a gusto, de la botella de vino no queda ni rastro y además le pedimos al camarero dos gin-tonics con mucho hielo en copa grande.

—Tenemos que ir cerrando ya, señoritas. Si no les importa, me van abonando.

—Le abonamos, le abonamos.

Seguimos un ratito más y en el momento en el que apuramos las copas, Esther se confiesa.

—¿Sabes? Me muero por echar un buen polvo.

—Jo, tía.

—¿Tú no?

—Pues...

—Venga, mujer. Como cuando acabamos en el hotel de la Nacional II.

—A ti ese día te fue bien, ¿no?

—¿No te lo conté?

—No entraste en detalles.

—Vamos a tomar otra copa y te lo cuento con un gin-tonic.

No sé si con nuestra actitud damos muchas pistas de nuestras intenciones o es que estamos realmente guapas, pero en este bar de rock no paran de entrarnos tíos. A la cuarta pareja de amigos dejamos de tentar a la suerte y decidimos que se queden. Lo decide más que nada Esther, que después de hacerles unas cuantas preguntas los considera los más adecuados.

—Estos son —me dice guiñándome un ojo.

—La verdad es que están bien.

—Y además están casados.

—A mí eso no me hace tanta gracia, la verdad.

—Clara, es imprescindible que estén casados o que tengan una pareja estable.

—¿Pero por qué?

—Porque los casados son mejores amantes. Tienen más tiempo para corregir defectos y aprender. Los que van de cama en cama se ocupan sobre todo de sí mismos.

—Eres una fuente inagotable de sabiduría.

—Después de lo que me has contado que te pasó con el Charly ese, a ver quién es aquí la fuente inagotable.

Las parejas se forman de manera muy natural. El mío es moreno y un poco más bajito y el de Esther tiene la cabeza rapada y pinta de ir mucho al gimnasio. Son representantes de no sé qué empresa de Valencia que están en Madrid asistiendo a un congreso. Un par de horas más tarde estamos Esther y yo en las habitaciones del hotel en las que se hospedan nuestros respectivos representantes. Creo en Esther y en su intuición con los hombres. No sé cómo estará resultando su calvo, pero este moreno bajito hace las cosas muy bien. Le gusto, no para de decírmelo, y además se le nota en la manera de tocarme. Necesitaba una buena dosis de autoestima. Cumpliendo a rajatabla la teoría de Esther, este señor casado está muy pendiente de mí y yo se lo agradezco poniendo también bastante de mi parte. No me ha pasado lo que con Charly, pero ha estado muy bien. Los dos estamos descansando del esfuerzo, tumbados desnudos encima de la cama.

Todavía estamos sudando.

—Tía, me gustaría volver a verte.

—Pero si estás casado.

—Bueno, pero es que no me va bien.

—Claro, claro.

—Yo vengo casi todos los meses a Madrid a hacer un cursillo, ¿podría llamarte?

—Vale. Luego te paso el teléfono.

—Es que me encantáis las tías así.

—¿Así cómo?

—Pues así. Como tú.

—¿Liberadas?

—No. ¡Rellenitas!

Jonathan tiene que cantar
¡Ay, pena, penita, pena!
en la próxima gala, pero en los ensayos no lo está haciendo bien. Está triste porque se ha muerto su abuela. Al parecer, la señora estaba viendo a su nieto por la tele en el último programa y no pudo superar la emoción. Hemos mandado un equipo hasta su barrio de Sevilla para hacer un vídeo y emitirlo en el programa antes justo de que cante el niño. Los redactores han entrevistado a todo el mundo que estaba junto a la abuela en el momento de su fallecimiento, eran todos familiares de Jonathan que estaban en casa viendo el programa. «"¡Ole, mi niño!", fueron sus últimas palabras», declara en el reportaje una prima que estaba sentada a su lado, «antes de quedarse como un pajarillo, la pobre».

La vida ha de continuar y a Jonathan le acompañarán esta semana todos sus familiares en el plató, el abuelo viudo incluido, que seguro que se emocionará mucho al ver cómo su nieto dedica el «¡Ay, pena, penita, pena!» a su difunta esposa. Esther dice que si el abuelo se muere en directo, batimos récord de audiencia. Todos lo hemos pensado, aunque sólo ella se ha atrevido a decirlo.

A la espera de lo que suceda en la gala, Miguel sigue a la espera de lo que suceda conmigo. Después de lo que me dijo aquel representante valenciano en su habitación del hotel, no volveré a estar segura de mí misma hasta que no pueda abrocharme los vaqueros. Por eso se agradece gustarle tanto a alguien que tienes permanentemente al lado. Lo que más me gusta de Miguel es lo mucho que le gusto. Es algo que me hace sentir bien y en este momento es lo que más necesito. Me parece que es hora de aceptar la invitación de mi realizador y quedar algún día con él a cenar en el japonés ese nuevo que han abierto en el centro. Tendrá que ser dentro de un par de viernes porque ahora me tocan los niños dos fines de semana seguidos.

Veo a Miguel encima del escenario colocando la posición de las cámaras y tiene su punto, claro que sí. Ni sus pantalones de pinzas son capaces de echarme atrás. Está decidido, mañana mismo le digo después de tomarnos nuestro café de máquina que dentro de dos viernes cenamos juntos. Estoy sentada en una grada del público en el plató vacío viendo a Miguel dirigir a sus operadores y aparece Roberto, que va a hablar con él. ¡Qué bueno está! Hoy lleva gorra y le queda de maravilla. Por cierto, que el último rumor que corre por la productora es que él y la redactora rubia estupenda lo han dejado. Al parecer, Roberto ya está coqueteando con la chica nueva de recepción, igual de estupenda, pero morena. ¡Cómo le puede quedar a alguien tan bien una camiseta tan vieja! Es que tiene el cuerpo que a mí me gusta, delgado, fibroso... De todas formas, viéndoles desde aquí a los dos juntos, Miguel parece más alto. A lo mejor es porque los pantalones tan subidos le hacen patilargo... ¡Que no, Clara!, no te hagas líos: tú dentro de dos viernes cenas con Miguel y no hay más que hablar. Tú por tu camino y Roberto por el suyo.

Jonathan está a punto de salir a actuar en la gala de esta noche de
Menudo Talento
. Todos estamos más nerviosos de lo normal porque no sabemos si el niño podrá terminar la canción con tanta emoción acumulada. Justo cuando va a salir al escenario, el móvil me vibra en el bolsillo por cuarta vez consecutiva. No sé quién me llamará ahora precisamente. En la pantalla pone «número desconocido».

—¡Diga!

—¿Clara?

—Sí, soy yo. ¿Quién eres?

—Hola, soy Jaime y me gustaría hablar contigo.

—Lo siento, es que ahora no puedo. Va a cantar Jonathan.

—¿Cómo?

—¡Mira, el abuelo ya está llorando antes de empezar la canción!

—¿Qué canción?

—«¡Ay, pena, penita, pena!».

—Disculpe, creo que me he equivocado.

Mientras Jonathan sigue con su copla ante el llanto de toda su familia, no puedo dejar de pensar en que esa conversación tan estúpida que acabo de tener es la primera que mantengo con mi hermano. Hay cosas en la vida que tendrían que ser de otra manera y las primeras palabras que intercambio con el hijo de mi padre deberían haber tenido algo más de profundidad.

Lo de Jonathan tampoco ha sido lo esperado. Ha terminado su actuación con una normalidad que nos ha frustrado un poco a todos. Ha superado la emoción, ha cantado sin equivocarse y el abuelo lo único que ha hecho ha sido llorar, ni se ha muerto, ni nada. Cuando el presentador está dando paso a la siguiente niña, que es ciega y toca la bandurria, en el plató hay cierta sensación de desánimo. Yo lo que tengo es ansiedad porque vuelva a sonar el teléfono y explicarle a Jaime que yo también quiero hablar con él aunque no sepa muy bien qué tenemos que decirnos.

Cuando vuelvo a casa después del programa son más de las dos de la madrugada. Mateo está en mi cama y Sornitsa está durmiendo en la habitación de Pablo. Todo está a oscuras y en silencio. Estoy agotada, un poco triste y me vuelvo a sentir sola. Esta noche ni me desmaquillo. Me voy a tumbar en el sofá tal cual estoy, no me apetece ponerme el pijama. Me gustaría quedarme dormida aquí y soñar algo bonito. Soñar con María sería maravilloso. Irme de compras con ella al centro y comernos luego una hamburguesa triple. Podríamos ir al cine a ver una comedia romántica y comer palomitas y llorar. O mejor una de miedo y reírnos luego del miedo que nos da. Quedar en una cafetería para contarle lo mucho que le gusto a Miguel y lo mucho que me gusta Roberto. Podríamos hacer juntas el viaje a Nueva York que siempre íbamos a hacer y que nunca hicimos. Ir de compras por la Quinta Avenida, pasear por Central Park, ver un musical en Broadway... María conocía muy bien Nueva York y a mí me encanta, aunque nunca he ido. Lo conozco más que nada por la serie de televisión
Sexo en Nueva York
y por las pelis de Woody Allen. El Madison Square Garden, Broadway, Soho, Times Square... Tenía pendiente este viaje con María y puedo hacerlo ahora mismo soñando en este sofá. Esta noche voy a recorrer Manhattan con mi hermana y me da igual lo que pase mañana.

Capítulo 16

Ú
ltimamente me he aficionado a la comida japonesa. Me da la sensación de ser ligera y creo que no engorda mucho. Además, he aprendido a manejar los palillos con cierta soltura, que para comer en un restaurante japonés es imprescindible. No pasa como en los chinos, donde el noventa por ciento de los clientes come con cuchillo y tenedor. Si eso lo haces en un japonés la gente te mira como si hubieras llegado ayer del pueblo. Es una cuestión de imagen y cenar en un japonés tiene mucho más glamour que hacerlo en un chino por muy bueno que esté el arroz tres delicias, que lo está. Este nuevo que han abierto en el centro es muy bonito y lo suficientemente grande como para que las mesas no estén demasiado pegadas.

Miguel es un experto en comida japonesa, sabe el nombre de los platos y de algunos conoce hasta su traducción al castellano. Sobre ese tema va la primera parte de nuestra conversación durante la cena. Miguel está loco por mí y yo lo voy a aprovechar. Cada mañana tomando nuestro café de máquina, Miguel ha intentado seducirme y conquistarme. No se ha puesto demasiado pesado, ha bromeado con soltura cada vez que le he dicho que no íbamos a quedar y todas las mañanas me ha dicho que cada día estaba más guapa. Hace un par de semanas le dije que no me terminaba de gustar que los hombres llevaran joyas y al día siguiente ya no llevaba puesto el cordón de oro que siempre colgaba de su cuello. Me parece que son motivos suficientes como para aceptar por lo menos una invitación a cenar.

Lo malo es que, a pesar de la mejoría que para mi gusto supone no verle con ese cordón de oro apretando su nuez, en el resto del vestuario no ha mejorado en absoluto. Todo lo contrario. Lleva un pantalón de pinzas marrón clarito y una camisa perfectamente metida por dentro exactamente del mismo color. Un poquito más oscuros, no mucho, son los zapatos, que a su vez tienen idéntico color que el cinturón de hebilla dorada, que hace juego con el dorado de la cadenita que adorna el empeine de los mocasines.

Miguel me ha pedido que me fíe de él al elegir la comida y ha acertado de pleno. Todos los platos son para compartir y cada uno supera al anterior. Miguel tiene la virtud de saber escuchar y no me ha resultado difícil hablar con él de todas las novedades que se han producido en mi vida en los últimos meses. Cuando nos servimos la última copa de vino después de los postres me doy cuenta de lo a gusto que he estado cenando con Miguel. Qué acierto aceptar la invitación. Muy al final, mientras esperamos la cuenta, hablamos algo del programa, del buen ambiente de trabajo que hay con todos los compañeros y Miguel me cuenta algún cotilleo.

—¿Sabes que en la productora están todas las tías loquitas por Roberto?

—¿Ah, sí?

—No entiendo qué le ven. Con esas pintas que lleva, tan desastrado.

Salimos del restaurante y en el coche hablamos de mi otro trabajo. Madrid está repleto de marquesinas que anuncian ofertas de un supermercado que ha lanzado la «Semana Fenomenal» para la que yo he hecho todas las fotos de la campaña. Se venden langostinos a uno noventa y nueve el kilo; detergentes que pagas dos y te llevas tres, y calcetines que si compras unos negros te regalan unos blancos. Miguel y yo nos reímos de un cartel en el que aparece la foto de una botella de vino tinto que vale un euro veinte y al lado pone: «Delicatessen para su mesa». Entre bromas, Miguel ha ido conduciendo hasta la puerta de mi casa sin que yo me diera apenas cuenta. Me desconcierta, porque sabe que a mi casa no podemos subir porque están los niños con Sornitsa. Ni siquiera para el motor del coche.

—Bueno, Clara, me lo he pasado de maravilla. Nos vemos el lunes.

No sé qué decir y abro la puerta para salir. Me acerco para despedirme y Miguel me da dos castos besos en las mejillas.

—Gracias por la invitación.

—De nada. Hasta el lunes.

Cierro la puerta y Miguel continúa su camino hasta que se pierde cuando dobla la primera a la derecha. Me quedo un rato sola en la acera con cara de no saber qué cara poner. Es viernes, son las doce y media de la noche y subo las escaleras del portal camino del sofá a ver qué ponen en la tele y preguntándome si quedará Nocilla en la despensa. Esta noche caen, por lo menos, un par de rebanadas.

Luisma lleva dos días que ni me coge el teléfono. Tengo que hablar con él sobre si mantenemos a Mateo en clases de fútbol o le apuntamos a música, que es lo que yo quería hacer desde el principio. Me parece que el fútbol no le gusta nada y que no lo pasa bien en las clases porque no debe de ser demasiado bueno. Esto se lo diré a Luisma con cuidado para no herir su orgullo de padre.

Mi ex tiene el teléfono apagado y la tienda de móviles debe de estar cerrada porque allí nadie contesta. Elisa, mi suegra, me dice que su hijo no está y que ya le dirá que me llame cuando vuelva. Así lleva tres días. Mi suegra es una mujer que me cae bien, aunque no la puedo soportar. Reconozco que Elisa es una suegra fantástica, pero para ser la suegra de otra. A mí me agobia. Hay veces que me dan envidia esas mujeres que tienen motivos para llevarse mal con su suegra. Yo no tengo ninguno y me da mucha rabia. Elisa es pura amabilidad, se desvive en atenciones, le parezco la mujer ideal para su hijo y creo que ella es la persona que peor lo pasó en nuestra separación. Mi suegro, que se llama Luis Mariano, como Luisma, es igual de insoportablemente servicial. Dos años después de estar separada de su hijo no puedo decirle que tengo que colgar un cuadro en mi casa porque se presenta a los diez minutos con la taladradora y las alcayatas. Elisa me sigue haciendo torrijas por Semana Santa, «que sé que te gustan, hija». El año pasado me trajo sesenta y dos torrijas repartidas en tres tarteras, que, se mire por donde se mire, son una desproporción de torrijas.

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