Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
—¿Tú quieres que venga papá? —me pregunta Mateo.
—Mami, yo quiero que papá viva aquí, porfa —añade Pablo al oírlo.
Me dejan sin opción, sin respuesta posible, e intento salir de allí ganando tiempo.
—Bueno, ya veremos qué pasa.
No es suficiente, los niños quieren darme argumentos para que yo entienda que papá debe estar en casa.
—¡Mamá, es que tú nunca estás!
Los niños tienen un poder infinito para destrozarte sin aparente esfuerzo. La frase de Mateo me ha hecho tanto daño que he estado un buen rato noqueada. Les contaría a mis hijos un montón de cosas, pero todas sonarían a justificación por no estar el tiempo suficiente con ellos. Les diría que no puedo hacer más. Tengo dos trabajos para sacar yo sola una casa adelante y mantenerlos a ellos sin ninguna ayuda económica de su padre: efectivamente, me estoy justificando. Ya, pero no pienso pedir disculpas por dedicarme a vivir mi vida unas horas al día, no voy a sentirme culpable por irme algún sábado a tomar algo, o a lo que me dé la gana. Tengo treinta y cinco años y mi vida no puede consistir sólo en trabajar y cuidar niños: otra vez me estoy justificando.
—Cariño, mamá está cuando puede. Es que tengo mucho trabajo.
—Ya, pero la abuela dice que el sábado por la noche no se trabaja.
—Joder con la abuela de los...
—¿Qué dices, mamá?
—Nada, cariño, que yo intento estar con vosotros todo lo que puedo, pero hay veces que tengo que salir a divertirme un poco.
—¿Y por qué no te diviertes con papá?
—También me divierto con papá. Él y yo somos buenos amigos.
—Los padres no pueden ser amigos, son padres.
—Bueno, pues nosotros somos padres y amigos.
—¿Pero os queréis?
—Claro que nos queremos, cariño.
—Entonces sois padres.
Llamo a Luisma para que sea él el que le diga a su madre que no les vuelva a hablar a los niños de ninguna futura vuelta, que además nunca se va a producir. O se lo dice él, o se lo digo yo.
—¿Luisma?
—Hola, cariño, mi madre te ha hecho croquetas.
—A mí no me llames cariño...
—Vale.
—Y dile a tu madre que no vuelva a decirles a los niños que tú y yo vamos a volver a estar juntos.
—¿Y qué tiene que ver mi madre en eso?
—Pues eso digo yo. ¿Por qué se mete?
—¿Que mi madre se mete?
—Claro que se mete. Si hasta ha llamado a la mía para decirle que vamos a volver.
—¡Esta mujer!
—¡Ni esta mujer ni leches! La culpa la tienes tú por contarle lo que no debes.
—Ya sabía yo que al final yo siempre tengo la culpa de todo.
—¡Pues tú dirás quién la tiene!
—La tengo yo. Ya te lo estoy diciendo.
—Claro que la tienes tú.
—¿Vas a venir a por las croquetas o qué?
—¿Qué croquetas?
—Pues las que te ha hecho mi madre, que no me escuchas.
—¡Que yo no quiero croquetas!
—Pues te ha hecho tres tarteras. A ver qué hacemos ahora aquí con tantas croquetas.
—¡Y yo qué sé!
—A ti te encantaban las croquetas de mi madre.
—No tanto.
—Pues siempre le decías que te encantaban.
—¿Pero por qué estamos hablando de croquetas?
—No sé. ¿De qué quieres que hablemos?
—Adiós, Luisma.
A
estas alturas no puede pasarme a mí esto. Es para matarme. No puede ser tan difícil rehacer mi vida. Lo estaba intentando, me levantaba cada mañana con ganas de vivir, convenciéndome de que me gusta lo que tengo y que me interesa lo que hago. Estaba a punto de lograrlo y ahora me pasa esto. No lo quiero ni pensar, pero da igual lo que yo quiera porque este test lo dice bien claro. No puedo superar esto, no seré capaz de hacerlo bien. Lo mejor es que se pare el mundo. Esa sería la única solución. Si eso no pasa, que alguien me explique qué puedo hacer yo. Es una tontería engañarme para ganar tiempo, porque el tiempo seguirá corriendo.
Acabar con esto es lo único que se me ocurre. Siento que no tengo más fuerzas para seguir luchando, ni ganas de parar de llorar. Eso voy a hacer, meterme en la cama a seguir llorando, hasta que me consuma de tanto llorar. No quiero pensar que al final todo se va a arreglar, porque eso es lo que siempre pienso y mira luego lo que pasa. No me lo creo. Ahora sólo quiero meterme en la cama y no salir de ahí.
P
or fin ha llegado la última gala de
Menudo Talento
. Ha sido un programa fantástico para mí, pero ya voy teniendo ganas de que acabe. Ha sido mucho trabajo todos estos meses y necesito bajar un poco el ritmo. Hoy todos estamos un poco atacados. Desde «arriba» hasta las señoras de la limpieza, pasando por Roberto, Miguel, Carmen, Esther, yo misma, todo el equipo técnico, el coreógrafo, los bailarines y los tres niños finalistas. Ellos se están jugando un premio de trescientos mil euros y lo que creen que será una carrera triunfal en el mundo del espectáculo.
El favorito es Jonathan y por eso es el que más presión tiene. Los otros dos son Emilio, de catorce años, que toca el violín, y Elisa, de trece, que es humorista y que se metió por los pelos en la final superando a Marieta, la niña ciega que tocaba la bandurria. Me dio rabia porque Elisa, que reconozco que es una niña muy guapa, a mí me parece un espanto de niña. Una de esas que demuestran arte y salero a todas las horas del día, tan resuelta, tan lista, tan maruja prematura, tan antinatural, tan vieja, tan cargante, tan exagerada para llorar, tan falsa para reír...
Jaime llegará poco antes de empezar el programa, porque trabaja y no puede coger el Ave hasta las siete. Esther no ha parado de preguntarme los últimos cuatro días si estoy segura de que mi hermano se vendrá después a Zielito, la discoteca en la que celebraremos la fiesta de fin de programa.
Esther dice que se alegra de que esté saliendo con Miguel, pero yo no la noto muy contenta. A mí, con la que tengo encima, esas cosas me dan bastante igual.
Roberto sigue con Carmen, aunque sigo sin saber cuánto van a durar. Carmen se merece tener más suerte con los hombres de la que ha tenido hasta ahora. Tuvo un novio durante tres años que la maltrató y después se casó con un hombre que murió a los diez meses de matrimonio en un accidente de tráfico. Yo sufro por ella cada vez que la veo hacerse ilusiones con Roberto, porque es imposible que eso llegue a ninguna parte.
Todo el público de esta noche serán familiares y amigos de cada uno de los tres concursantes y los colocaremos en tres gradas distintas. Además, están previstas conexiones con cada una de las ciudades de los niños para que la gente anime desde allí a su vecino artista a través de una pantalla gigante. La sala VIP de invitados esta noche en el plató estará repleta porque va a venir todo el mundo de «arriba» y algunos incluso de «más arriba», a éstos casi nadie les conoce de cara, pero si alguien pronuncia su apellido, la gente parece ponerse firme.
Emilio va a hacer una versión con el violín de «Smoke on the Water» de Deep Purple, acompañado de un batería y dos guitarras eléctricas; Elisa va a hacer un monólogo sobre el desgaste de las parejas cuando llevan muchos años juntos; y Jonathan cantará
Yo soy ésa
, que era la preferida de su abuela.
Luisma me ha llamado esta mañana para preguntarme si podía venir al programa y luego apuntarse a la fiesta de después.
—Así te acompaño.
—¿Y por qué me tienes que acompañar?
—Mujer, para que no vayas sola.
—No voy a ir sola, voy a ir con mi chico.
—¿Qué chico?
—No tengo por qué darte explicaciones.
—Entonces es que no tienes chico.
Me cruzo con Miguel, que va como loco por los pasillos intentando solucionar algunos problemillas con las conexiones con las ciudades de los niños y me dice que luego me llama. Yo tampoco paro, porque me han fallado un par de autocares para traer a los familiares al plató y además no vale el cátering que tenía previsto y tengo que contratar otro mejor para que atienda como es debido a los de «muy arriba»: mejor jamón, canapés selectos, pastelitos variados y buen Rioja. En la sala VIP tengo que instalar una pantalla plana, que no tengo ni idea de dónde la voy a sacar.
—¿Diga?
—¿Clara García?
—Sí, soy yo.
—Tranquila, que su hijo está bien, pero...
—¿Mi hijo?, ¿qué pasa?, ¿quién es usted?
—Tranquila, señora. Le llamo del campamento urbano. Es que su hijo Mateo se ha hecho una brecha jugando en el patio y está en el hospital público Virgen María de la Sagrada y Purísima Concepción de Nuestro Señor Jesucristo.
—¿Y qué tiene?
—Ocho puntos en la coronilla, pero está muy bien. El tema es si puede venir alguien a recogerlo.
—Claro, claro. Ahora voy yo.
No encuentro a Luisma, que ha debido de apagar el móvil después de nuestra conversación. No sé ahora mismo cómo me voy a marchar de aquí con la que tengo encima, pero me imagino la cara de mi niño allí sólito en el hospital y me quiero morir. Tengo que irme ya y así me da tiempo a llevarlo a casa antes de las cinco y venirme corriendo otra vez al plató. Lo mejor será que me vaya en taxi y así puedo hablar por el móvil para contratar un cátering nuevo, dos autocares y una pantalla en las próximas dos horas. ¡Pobrecito mío, el golpe que se ha tenido que dar! Dónde se habrá metido Luisma. Nunca está cuando se le necesita, qué desastre de hombre.
—Hola, por favor vamos al hospital Virgen de la Sagrada Concepción de Nuestra Señora María.
—Será Virgen María de la Sagrada y Purísima Concepción de Nuestro Señor Jesucristo.
—¡Eso!
Nadie coge el teléfono, ni la empresa de autocares, ni los de la pantalla, ni el cátering. Sólo lo cojo yo a todo el mundo que no para de bombardearme con preguntas que no sé contestar sobre los vestidos de las bailarinas, sobre a qué hora come el equipo, a qué hora citan al presentador y que dónde está el dinero de la caja para comprar una plancha nueva a sastrería, que la vieja se ha roto. Hace mucho calor, hay atasco y este taxi huele fatal. Carmen me ha llamado nueve veces desde que salí de la productora hace diez minutos para preguntarme si ya estaba todo a punto y para asegurarse de que a las cinco estoy de vuelta.
Mateo está tumbado en la camilla con una venda en la cabeza a modo de turbante. Le han hecho radiografías que confirman que no tiene nada importante salvo la herida y me lo puedo llevar a casa cuando quiera. Mateo está mimoso y quiere que le lleve en brazos hasta que cojamos el taxi camino a casa. Compruebo lo mayor que se ha hecho porque no puedo con él de lo que pesa. Con mi hijo encima no consigo coger el móvil, que no para de sonar dentro del bolso. En cuanto llegue a casa me tengo que volver a duchar porque estoy empapada de sudor. No me va a dar tiempo.
Por fin llegamos a un taxi y recupero mi actividad telefónica, con mi hijo con la cabeza vendada mirándome como si fuera una loca. Contrato los autocares, discuto el precio del jamón de bellota, saco una pantalla de treinta y tres pulgadas al precio de una de veintinueve, tranquilizo a Carmen, no encuentro a Luisma y respondo a las tres llamadas perdidas que tenía de Miguel para ver dónde me había metido, que no me encontraba en el plató.
—¡Mamá, quédate conmigo esta tarde, por favor!
—No puedo, cariño. Tengo que trabajar, pero te prometo que...
—¡Jo, mamá! Es que nunca estás.
—¡Mierda, Mateo! ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿No ves que no paro?
Eres un niño mimado.
Mateo se pone a llorar sin consuelo y noto cómo el taxista me mira por el retrovisor con cara de desprecio. Me siento fatal e intento consolar a mi hijo, al que acabo de gritar de forma desproporcionada. Le coloco su cabecita encima de mi pecho y le pido mil veces perdón.
—No te preocupes, mamá. Si tienes que trabajar, vete, que no pasa nada.
Eso me hace sentir aún peor y de regreso al plató tengo un sentimiento de culpa que me resulta insoportable. He dejado a Mateo tumbado en el sofá con Sornitsa y no me ha dado tiempo a ver a Pablo, que no llega del campamento en el autocar hasta las cinco y media. A ver si se acaba ya la gala de esta noche y vuelvo a casa, porque con Mateo así, yo no voy a ir a Zielito.
Jonathan, Emilio y Elisa están muy nerviosos en la parte trasera del escenario, el público está sentado en las gradas, han llegado los de «arriba» y los de «muy arriba», que comen jamón en la sala VIP, el presentador se ajusta la pajarita, las conexiones están dispuestas, suena la música, entra cabecera, salen las bailarinas y comienza la gala final de
Menudo Talento
.
Jaime, que llegó con la hora justa, está viendo el programa junto a Esther en un monitor que hay detrás del escenario. Yo me estoy ocupando sobre todo de los caprichos de los cuatro artistas invitados que vienen a actuar esta noche al programa, y Carmen no para de un lado para otro con la carpeta de los datos de las llamadas que decidirán cuál de los tres niños se llevará los trescientos mil euros a casa.
En la primera pausa para la publicidad llamo a casa para saber de mis niños y Sornitsa me informa de que ya están los dos dormidos, que se han portado bien, que Pablo se ha comido todo el pescado y que a Mateo no le dolía nada la herida y se ha ido a la cama muy contento. Me dan ganas de decirle a mi asistenta lo mucho que la quiero, pero se acaba la pausa y es el turno de Jonathan. Suena «Yo soy ésa»...
Ha sido espectacular. Todo el plató está en pie y los planos del abuelo llorando tienen tanta fuerza que mañana volvemos a batir récord de audiencia. Emilio también ha estado fantástico porque es un prodigio con el violín. Lo que pasa es que no sé yo si lo que ha tocado es muy del gusto del público que vota por teléfono. Elisa a mí no me ha hecho ninguna gracia, pero reconozco que mucha gente del público se ha reído bastante. El programa se completa con las actuaciones de los artistas invitados, recuento de llamadas, entrevistas con los familiares, conexiones con las ciudades, impresiones de los finalistas, muchísima publicidad y, por fin, el sobrecito con el veredicto.
Música de tensión, todo el plató en silencio, los tres niños cogidos de la mano y el presentador abre el sobre: «Los espectadores han decidido que el ganador de la primera edición de
Menudo Talento
sea: ¡¡¡Jonathaaaaannnn!!!». La música por todo lo alto, el público que aplaude en pie, los papelitos que caen del techo, el abuelo que llora, el padre que llora más, el niño que se abraza a los perdedores, yo que me emociono y lloro, «arriba» y «muy arriba» que se felicitan entre sí, Jaime da saltos al lado de Esther, las bailarinas siguen bailando en el fin de fiesta y el presentador que por fin se despide agradeciendo al maravilloso equipo que hay detrás de las cámaras y que ustedes no ven desde casa. «Sin ellos —concluye—, esto no hubiera sido posible».