Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
Y
a se está acabando este julio tan raro. Sigo sin contárselo a nadie, aunque ya no podré esperar demasiado. Creo que si nadie lo sabe es que no ha ocurrido y de esa manera sigo cada día viviendo con una aparente normalidad. Muchas veces se me olvida y ese rato vivo bien, pero cada vez que vuelve la realidad a mi mente me entra un miedo insuperable.
A Mateo le quitarán los puntos después de diez días con ellos en los que no ha podido ir a la piscina. Le he prometido que en cuanto salgamos del ambulatorio recogemos a Pablo y nos vamos los tres a pasar todo el día al parque acuático. En el restaurante nos vamos a pedir una pizza para comer y si quiere le voy a dejar beber Coca-Cola. Mateo necesita que le haga más caso y yo necesito que no esté enfadado conmigo. El reproche que ha repetido dos veces en los últimos días, ése de «mamá, es que nunca estás», me ha dejado herida y pensar que no lleva razón tampoco me libra de la pena. No está nada cariñoso conmigo y cada vez que me acerco para besarle me corresponde por compromiso, cuando lo que me gustaría es que se abalanzara sobre mí y me dijera que me quiere.
Me parece que Mateo ha sufrido estos meses más de lo que me he dado cuenta. Él adoraba a su tía María, hablaba por teléfono con ella casi a diario y cuando la veía ya no tenía ojos para nadie. Cantaban y bailaban canciones con el karaoke, jugaban a mil cosas, reían y hablaban. La manera en la que Mateo hablaba con mi hermana era lo que más me sorprendía. Parecía un niño mayor, que razonaba, que cedía, que comprendía. Mateo se sentaba con mi hermana en su sofá y se pasaban media hora hablando con una tranquilidad que mi hijo nunca ha logrado conmigo. A lo mejor es porque le sigo tratando como a un bebé y cada vez que el niño dice algo que a mí me parece extraordinario, le interrumpo y me pongo a darle besos sin ton ni son. «¡Ay, mi niño, qué listo es, que me lo como!». Así la conversación no fluye. Pablo, que todavía es muy pequeño, no es consciente de la muerte de María y es posible que se le olvide su cara antes de comprender que nunca volverá.
Los dos están de vacaciones y, hasta que yo las coja, han pasado las mañanas de esta segunda quincena repartiéndose en casa de las dos abuelas y las tardes con Sornitsa. Alguno de estos días Mateo se ha venido conmigo a la productora y me ha acompañado al estudio donde he tenido que fotografiar uniformes, material escolar y libros de texto para la campaña de vuelta al colé. Le he dejado tirar algunas fotos y algunas las ha hecho con mucha idea. Está claro que a Mateo le gusta la fotografía y estoy pensando en comprarle una cámara. Ahora mismo sería una de las cosas que más ilusión le haría y una buena forma de ganarme unos cuantos puntos frente a él.
La fiesta en Zielito debió de ser memorable. Esa noche se enrollaron, que se sepa, un operador de cámara con una guionista, uno de sonido con una auxiliar de producción, dos redactoras entre sí y Esther con Jaime. Era algo que se veía venir porque desde el día que los presenté es evidente que se gustaron. Yo misma provoqué lo que ha pasado invitando a Jaime a la fiesta de Zielito, sabiendo que esa noche mi mejor amiga y mi hermano nuevo la iban a acabar juntos. Si les va bien, yo debería alegrarme, pero ahora no me apetece nada que Esther y Jaime mantengan una relación. Está bien que se enrollen unas cuantas veces y después que lo dejen. Está claro que Jaime es un tipo fantástico, que cae bien a la gente y que todo el mundo quiere estar con él, pero hace sólo un par de meses que le conozco y está demasiado dentro de mi vida. Tiene más confianza con mi padre que yo, y ahora puede convertirse en el novio de mi mejor amiga. Es demasiado.
Lourdes se irá de vacaciones dentro de un par de semanas y yo tengo que aprovechar estas últimas sesiones para ver si dejo de tener el sueño que se me repite con María, ése en el que en mitad de nuestra risa ella desaparece. Ahora se ha convertido en una pesadilla porque las primeras veces me despertaba en el mismo momento en el que María desaparecía, pero los últimos días que lo he soñado no me he despertado y en el sueño me quedo sola en la habitación con un pánico que me deja paralizada, sin poder gritar porque la voz no me sale y con la certeza de que algo terrible va a ocurrirme. Yo no quiero que ese sueño vuelva a repetirse, aunque Lourdes dice que es un avance muy importante que no me despierte nada más desaparecer María porque es bueno sentir el miedo que me da su ausencia. Los psicoanalistas tienen la manía de complicarlo todo.
—¡Me hace tanta ilusión estar saliendo con alguien!
—Será que te hace ilusión estar saliendo con Miguel.
—Claro, eso he dicho.
—Has dicho con alguien, no con Miguel.
—Miguel es alguien, ¿no?
—Miguel es Miguel.
Mi novio se pasó toda la fiesta de Zielito mandándome mensajes para decirme lo mucho que me echaba de menos. Se fue pronto, apenas si se tomó un par de copas para cumplir con el equipo y se fue a su casa. Me gustó que se aburriera sin mí. Estos días nos hemos visto menos porque yo he estado más pendiente de los niños, pero el sábado, que no tengo boda y que los niños se van con Luisma al zoo, mi novio y yo nos vamos a ir de compras a ver si le doy otro aire a su forma de vestir.
Nunca me ha gustado abrir el correo. Me da mucha pereza y cuando tengo que ponerme a ordenar las cartas del banco, de la compañía de la luz, del agua, del gas, estoy de mal humor toda la tarde. Tengo la evidencia de los gastos que tenemos y de los que no deberíamos tener. Sin embargo, lo peor no es abrir ese montón de cartas que se acumulan semana tras semana, sino abrir cualquier carta que llega a casa certificada. Me da pánico. Nunca me ha llegado un certificado con buenas noticias, siempre han sido multas de tráfico o esas cartas que manda el ayuntamiento en las que no entiendes nada, salvo que tienes que pagar ciento y pico euros por no sé qué impuesto, más veinte de intereses por demora. Nunca lo entiendo, pero una vez al año me vuelan del banco doscientos euros y yo nunca he sabido por qué. El cartero acaba de llamar al telefonillo y sube con un certificado. Será otra vez del ayuntamiento, porque últimamente cumplo todas las normas de tráfico.
—¿Doña Clara García Sanz?
—Sí. Soy yo.
—Firme aquí. Es un certificado del Juzgado número 3.
—¿Seguro que no es del ayuntamiento?
Es un sobre grande del juzgado que me da miedo abrir. Lo hago en la mesa de la cocina mientras Sornitsa pone el lavavajillas. El documento tiene un montón de hojas, pero todo se resume en un parrafito breve que hay en la primera. Es la ejecución del embargo de mi casa por el impago reiterado del préstamo que pidió Luisma.
Esther me llama para contarme que Jaime y ella están pensando en irse a Londres cuatro días. Yo la escucho con desgana con el sobre del juzgado en mi mano. Además, ella tampoco le presta mucha atención a mi relación con Miguel, así que no puede pretender ahora que yo le haga una fiesta. Mientras hablo con ella, también aparece en la pantalla la llamada en espera de Jaime, que no me apetece contestar, pero que me sirve como excusa para colgar a Esther.
—¿Sí?
—Hola, soy Jaime.
—Ya lo sé.
—Te quería contar que Esther y yo nos vamos a ir a Londres cuatro días.
—Ya lo sabía.
—Joder, si lo hemos decidido hace diez minutos.
—También lo sé.
—¿Te pasa algo?
—Estoy bastante fastidiada porque esta mañana me ha llegado una carta del...
—Clara, perdona, es que me está entrando otra llamada. Ahora cuando cuelgue te llamo.
Necesito una ducha y necesito ir a ver a mi madre. Quiero que me acurruque y contarle que tengo mucho miedo; pedirle que me ayude, que no sé qué hacer con la deuda. Y mucho menos con lo otro. A lo mejor se lo cuento hoy. De repente, me he vuelto pequeña. Es la primera vez que tengo ese sentimiento desde que murió María. Me pasa cuando necesito una caricia y la única que puede dármela es mi madre. Me gustaría tener cinco años, llegar a casa llorando con miedo y escuchar a mi madre diciéndome que no me preocupe, que a mí no puede pasarme nada mientras ella esté. Como yo ya no tengo cinco años, encuentro a mi madre en el móvil y me dice que ya hablaremos con más calma, que ahora está tomando una cerveza con José, el relojero, en una terraza del parque del Retiro.
—¿Diga?
—¡Hombre, papá, menos mal que tú sí que estás!
—¿Qué pasa?
—Pues no sé, que quería hablar con alguien.
—¿Ha pasado algo?
—No, bueno, es que me ha llegado la notificación del...
—¡Ay, cariño!, espera un momento que me está entrando una llamada de Jaime. Ahora mismo te llamo.
—¿Papá?, ¿papá?
Apago el móvil y le digo a Sornitsa que se ocupe de los niños cuando lleguen que yo me voy a meter un rato en la bañera. Me gustaría tener una grande como las de las películas, donde cada vez que a la protagonista le pasa algo se sumerge en una bañera de espuma que la cubre enterita a olvidar sus problemas. Mi baño tiene una cortina de plástico de Mickey Mouse besando a Minnie y los botes de gel y champú colocados en una repisa de plástico que ya le dije a Luisma en su día que colocara más arriba porque siempre que me baño me pego con ella en la cabeza. De todas formas, aquí no se está mal. Es agua calentita y espuma, así que no hay tanta diferencia con la de las películas. Me pongo los cascos e intento por un rato olvidarme de todo.
—¡Mamá, mamá! —entra gritando en el baño Mateo.
Otra diferencia de mi baño con el de las películas es que en el mío el pestillo no funciona.
—¡Dime, cariño!
—¡Mira lo que me ha comprado papá!
Mateo me enseña la maravillosa cámara de fotos que le ha comprado su maravilloso padre al que a partir de ahora adorará todavía más. La misma cámara que yo pensaba comprarle mañana. Estoy a punto de estropearlo todo aún más con mi hijo. Lo sé, sé que me voy a arrepentir, pero no me puedo contener.
—Lo siento mucho, cariño, pero papá tendrá que devolver la cámara.
—¿Por qué?
—Porque no tenemos dinero para pagarla.
—Papá sí que tiene.
—¿Papá? Papá no tiene dónde caerse muerto.
Mateo se ha marchado llorando del baño y ha tirado la cámara al suelo del pasillo. Yo suspiro dentro de la bañera y me dan ganas de ahogarme a mí misma. No será porque no me lo merezco. Oigo llorar a Mateo y yo lloro también. Cuando salgo de la bañera, me golpeo en la cabeza con la repisa del gel y del champú y maldigo el día que conocí a Luisma. Es una manera de compartir con él el desprecio que en este instante siento hacia mí por haberle hecho eso a Mateo.
El miedo a lo que me pasa me está poniendo muy nerviosa. Lo malo es que lo están pagando los niños y eso me deja mal. Me siento culpable por lo que me ha pasado y tengo una horrible sensación de que todo lo estoy haciendo mal. Ayer llamé a Luisma para que se llevara a los niños al zoo, porque sé que Mateo lo estaba deseando. No me he apuntado el tanto de decirle que la idea había sido mía, así que Luisma se ha llevado todos los méritos de la excursión.
Pablo estaba contentísimo porque iba a ver los delfines y Mateo se ha abalanzado sobre su padre al verle con la única intención de darme celos. Ha repetido cinco veces «cuánto te quiero, papi» en los cinco minutos que Luisma ha estado en casa para recogerlos. He despedido a los tres en la puerta y me he quedado sola hasta que mañana vaya a recoger a los niños a casa de mi suegra.
Esta tarde he quedado con Miguel para ir de compras, pero todavía es pronto para arreglarme. Me gustaría quedarme en casa toda la tarde viendo películas y sin hacer nada, pero tengo que salir porque me vendrá bien. Puede ser divertido ayudar a Miguel en su cambio de imagen. Sólo hace falta que se deje.
Miguel ya no es mi compañero de trabajo desde que terminó
Menudo Talento
. Se marcha a la competencia para realizar un docushow, periodismo de calle en el que llevará la cámara al hombro buscando prostitutas, traficantes y estafadores de todo tipo. Yo creo que finalmente voy a trabajar en un nuevo programa diario en el que se analizará la actualidad con humor. Quieren que empecemos a prepararlo la próxima semana para emitir en septiembre. El programa también lo va a dirigir Roberto, aunque de jefa de producción no va a estar Carmen. El lunes me contarán más cosas, entre otras, que me he quedado definitivamente sin vacaciones.
Miguel y yo nos hemos ido a un centro comercial de outlet, donde se pueden comprar marcas a mejor precio. Qué bueno tener un novio que te diga lo guapa que estás cuando sales del probador y que no proteste porque tardas en elegir entre los doce vestidos que has decidido probarte. Al final, he elegido dos de corte imperio que me van a venir muy bien. Ahora es el momento de que Miguel comience a comprarse su ropa. Me ha dicho que necesita un par de camisas de manga corta y unos pantalones fresquitos para el verano. Miguel hablando de ropa es una madre.
—¿Sabes que Carmen y Roberto han roto?
—¿Cuándo?
—Ayer. Me ha llamado Roberto para contármelo.
—¡Qué cabrón! Si es que se veía venir.
—Pero si le ha dejado ella.
—Algo habrá hecho para que Carmen tome esa decisión.
—¿Te gusta esta camisa?
—¿No tienes ya muchas de cuadros?
—Es que me gustan.
—Mira qué pasada de vaqueros.
—¿Hablas en serio?
—Son preciosos.
—Pero si están rotos.
Me cuesta mucho, pero después de dos horas mirando tiendas he logrado que Miguel se compre un par de camisetas, un pantalón vaquero que se deberá abrochar por debajo del ombligo y unas zapatillas negras italianas que había visto yo en algún especial Vogue de hombre que son una pasada.
—Voy a parecer otro.
—Así me encantas.
Miguel es incapaz de comprender cómo por una simple camiseta se puede pagar el doble de dinero que por sus camisas de siempre, que esas zapatillas cuesten más que cuatro pares de sus zapatos y que los vaqueros medio rotos valgan más que un traje. Está indignado, pero con tal de complacerme se ha puesto todo lo que se ha comprado para la cena de esta noche. Me lo he pasado bien de compras. Ha sido un acierto salir y no quedarme en casa comiéndome la cabeza por lo del embargo, por el enfado de Mateo y por lo mío. Hoy no vamos a ir al japonés del centro, sino a comer marisco a uno nuevo que han abierto y que, al parecer, está muy bien de precio. Mientras tomamos unas cañas antes de ir para allá me llama Esther desde Londres.