Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
El bebé está bien. Me lo ha dicho don Gonzalo esta tarde en la ecografía. Cada vez tengo más conciencia de estar embarazada y no sólo porque ya tenga dos tallas más de sujetador. Hasta ahora mi embarazo era un accidente, un suceso, algo que no me había pasado a mí. Ahora no. Quien se mueve en la pantalla no soy yo. Y aunque deformes, tiene manos, pies, tronco y cabeza. Y le late el corazón. Y lo escuchas a todo volumen por la máquina esa. Cuando ponen el sonido del corazón de un bebé por el altavoz en una ecografía, los padres suelen llorar, pero yo creo que es del susto que se meten.
Su corazón late perfectamente y todo le mide lo que le tiene que medir. El bebé está bien.
—Te veo más contenta, Clarita.
—Don Gonzalo siempre me llama así.
—Las cosas van mejor, don Gonzalo.
—Yo también le llamo siempre así.
—Cuídate y no hagas muchos esfuerzos, Clarita.
—Don Gonzalo, quería hacerle una pregunta sobre eso.
—¿Sobre qué?
—Sobre los esfuerzos.
—Dime, Clarita.
—Es que últimamente he conocido a alguien y... bueno, en los otros embarazos yo con Luisma no... pero ahora con este chico es que... bueno ya me entiende...
—Sin problema, Clarita. Con tal de que tú estés contenta.
La revisión ha sido un poco larga y llego tarde a la productora. Me hubiera gustado pasarme a comprar la tarta y ternera para hacer un redondo para el sábado. Es el plato que mejor sé hacer, así que más vale apostar por algo seguro. Después de que el metro tuviera una nueva avería he llegado a trabajar casi a las cinco. Al ver las caras de la gente me doy cuenta de que eso ya no es muy importante. Roberto, Esther, dos guionistas y una redactora están bebiendo café de máquina en la redacción comentando la noticia que todos esperábamos de un momento a otro: la cadena ha decidido quitar
Efecto Martínez
. La audiencia no ha mejorado y se han cansado de esperar. Esther se va definitivamente a acabar su novela y a trabajar como guionista en una película. Roberto, que estaba contratado para el programa, se irá de la productora, y yo dejaré de ser jefa, que, la verdad, no me ha aportado nada. Lo más probable es que vuelva a ser la segunda de Carmen, que sigue en la serie de abogados. Eso sí, será después de dos semanas de vacaciones que me voy a tomar a partir del lunes. Ahora, como aquí ya no hay nada que hacer y es pronto para regresar a mi casa, me voy a ir con Roberto a la suya a tomarnos algo y a lo que surja. Que como dice don Gonzalo, es bueno para el bebé que yo esté contenta.
M
is hijos han sido los primeros esta mañana en cantarme el
Cumpleaños feliz
. Me ha encantado, pero ahora no puedo con el estrés. Sornitsa está limpiando y ocupándose de los niños, pero yo no doy abasto entre el redondo, partir el queso, el lomo, sacar las aceitunas. Y que no se me olvide meter las cervezas en la nevera, que si no están muy frías mi padre se pone de mal humor.
Los primeros en llegar son Esther y Jaime, que traen vino y pastelitos. Esther se viene conmigo a la cocina y Jaime pronto conecta con los niños, que ignoran por completo que ese señor pelirrojo es su tío. Mi padre, que es el siguiente en llegar, también ha decidido traer vino y pastelitos. Me da un beso y me mira a los ojos para decirme felicidades. Al mirarnos, entendemos que los dos estamos pensando en María, pero hacemos un esfuerzo para no empezar tan pronto con las lágrimas. «¿Cómo va ese redondo?, que me muero de hambre», dice antes de saludar a Esther, en la que no había reparado todavía. Pronto se va con Jaime y los niños al salón. La mesa está casi puesta cuando llaman al timbre mi madre y Luisma, que se han encontrado en el portal.
—¡Mira qué casualidad! —dice mi madre—. Luisma y yo hemos traído lo mismo: vino y pastelitos.
—Sí que es casualidad, mamá.
—¡Felicidades, cariño! Estás guapísima.
Antes de terminar la frase ya tiene los ojos a punto de estallar en lágrimas. Pero hay que seguir. «¿Dónde están mis niños?», dice a voces para que la oigan. Los niños se abalanzan sobre ella con entusiasmo, lo que le hace reír. Pronto se recompone porque ha llegado el momento.
—Mamá, éste es Jaime.
—Encantada, Jaime.
—Encantado, señora.
—No me llames señora, que me haces mayor. Me llamo Clara.
—De acuerdo, Clara.
—¿Tú has probado ya el redondo de mi hija?
—Todavía no he tenido el gusto.
—Entonces todavía no eres de la familia.
—Pues ya falta poco para eso, porque huele desde aquí.
—Pues bienvenido a la familia. De corazón.
Mi padre y yo hemos asistido estupefactos al diálogo y yo estoy a punto de ponerme a llorar. Si no fuera porque no es momento para escenitas, me habría abrazado a mi madre para decirle que gracias, que qué pedazo de señora, que qué suerte que sea mi madre.
El redondo me ha salido riquísimo. Se nota porque todo el mundo repite y porque esas cosas se notan. Hasta Luisma me ha dicho que como mi redondo no hay ningún redondo en el mundo. Desde que tiene la idea de un nuevo negocio quiere estar a buenas conmigo y ya no le importa tanto lo de mi embarazo. Ha llegado a decir incluso que un niño siempre es una bendición. De todas formas, intento ser amable porque no me siento bien cuando reparo en que él es el único de la mesa que no sabe que a lo mejor es el padre. Me da un poco de pena, aunque me dura poco, sobre todo cuando sé con certeza que no le falta nada para meter la pata de una manera dramática.
—Fermín, ¿te he contado el nuevo negocio que he pensado?
—¿Negocio? —dice mi padre alarmado.
—¿Alguien quiere más redondo? —interrumpo intentando evitar lo inevitable.
—Una tienda de bicicletas. Voy a montar una tienda de bicicletas.
—¿Bicicletas? —se indigna mi padre.
—No puede fallar. Con lo del cambio climático se van a poner de moda —contesta Luisma sin darse cuenta de que mi padre se ha indignado.
—¿Y cómo vas a pagar tú la tienda de bicicletas?
—Pues ahora que se va a solucionar lo del piso podemos pedir un préstamo pequeño y...
—Mira, Clara, tu madre y yo habíamos tomado una decisión que no te habíamos dicho, pero me parece que éste es un buen momento.
—¡Ahora no, Fermín! —le interrumpe mi madre.
Mi padre está decidido a contar algo y para eso le dice a los niños que se vayan a jugar a la habitación hasta que soplemos las velas de la tarta. Los niños aceptan y se marchan. Esther, muy inteligente, permanece callada, pero Jaime intenta ser agradable.
—¿Y tú, Luisma, sabes mucho de bicicletas?
—Hombre, sé lo que hay que saber.
Cuando los niños desaparecen por fin en su habitación, mi padre vuelve a la carga. Se dirige a mí.
—Tu madre y yo asumimos la deuda de ciento veinte mil euros del embargo de esta casa con la condición de quedarnos con la mitad.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunta Luisma.
—Que tú nos vas a dar tu mitad a nosotros. Una parte será nuestra y la otra de Clara. O es así o no quitamos el embargo.
Luisma no sabe qué decir. Yo, tampoco. Esther y Jaime deciden permanecer callados.
—Entonces yo me quedo sin nada —dice Luisma para llenar el silencio.
—Eso es. Esta casa deja de ser tuya porque no quiero que mis nietos se queden en la calle.
Luisma se vuelve a callar, asumiendo la humillación. Suena el teléfono, pero nadie hace caso. Será alguien para felicitarme.
—Luisma, tienes que entenderlo —interviene mi madre—, piensa que en realidad ese dinero no es nuestro, es de María.
—Gracias a él —sigue mi padre— vamos a solucionar un problema que tú has causado —concluye.
—Venga, ya está bien —digo yo.
El teléfono vuelve a sonar y a callar cuando nadie responde. Luisma se recompone en la silla y saca no sé de dónde una dignidad muy difícil en su situación.
—¡Pues nada de bicicletas! Bueno, ¿soplamos las velas o qué? —dice, tragando saliva.
—Las soplamos, las soplamos —digo yo.
—¡Qué tiempo tan bueno para estas alturas del año! —interviene Jaime.
—¡Espléndido! —dice mi madre.
—¡Bueno de verdad! —comenta Esther.
—¡Una maravilla de tiempo! —añade mi padre.
—¡Parece verano! —concluye Luisma por fin.
Los niños vuelven al salón poniendo un poco de ruido en el ambiente, que es muy necesario. Yo aparezco con la tarta, que, como siempre, lleva dos velas. Una por mi cumpleaños y otra por el de María. Los niños me ayudarán a soplarlas. El teléfono vuelve a sonar y Pablo corre a cogerlo.
—¡Mamá, es para ti!
—¿Quién es, cariño?
—No sé, un señor.
—¿Diga?
—¿Clara?
—Sí, soy yo, ¿quién es?
—Soy Luis... el hermano de Carlos... el cuñado de María. ¿Te acuerdas?
—Sí, claro, Luis. Dime.
—He tardado en encontrarte porque no tenía tu teléfono, pero creo que debías saberlo.
—¿Saber qué?
—Carlos se ha suicidado.
Luis me cuenta que su hermano se tomó dos frascos de pastillas en el apartamento en el que vivía en la calle Cincuenta de Manhattan. Ha dejado una nota en la que dice que no lo soportaba más, que pensar en su muerte era lo único que le hacía feliz. Ahora su cuerpo viene de regreso a España y dentro de un par de días será el entierro.
No podía creer que mi cuñado acabaría suicidándose por amor. En realidad, no sé si Carlos lo ha hecho sólo por eso, aunque a mí me gustaría pensar que sí. La locura tiene muchas formas distintas y a lo mejor esta vez se ha disfrazado de amor. Como en las películas que no son buenas, pero que tanto me gustan. Me da tanta pena por Carlos. Qué inmensa debe de ser la tristeza antes de tomarte dos frascos de pastillas. Cuánto debe de doler esa soledad. Lo imagino como un dolor sin el consuelo de la emoción. Un dolor seco. Qué miedo me da ese dolor.
Las velas casi se han consumido antes de colgar el teléfono, pero todavía puedo soplarlas. Los niños arrancan el cumpleaños feliz y todos les siguen, ajenos a la noticia que acaban de darme.
Hoy sí tengo claro el deseo que quiero pedir antes de soplar. Miro a todos los que hay en la mesa y pido con toda mi alma que alguien a quien yo quiera nunca sufra ese dolor.
En estas dos semanas de vacaciones he podido estar con los niños todo cuanto he querido. El resto del tiempo me lo he pasado entre el banco y el notario. Mis padres lo tenían todo preparado y en diez días se ha levantado el embargo sobre la casa y ahora comparto propiedad con ellos y no con Luisma. No había opción. Si queríamos solucionar el problema, teníamos que acatar su decisión. Luisma lo ha aceptado y no se ha enfadado. Demasiado. Lo único que me ha pedido es que no se lo cuente a sus padres y que pueda seguir entrando a casa para estar con los niños. Eso, por supuesto, es algo que le he rogado yo que nunca deje de hacer. Nada tiene por qué cambiar, salvo él, que debería empezar a hacerse mayor.
Todos estos días he llevado y he recogido a los niños del colegio. Por fin van juntos, porque Pablo el curso pasado iba todavía a la escuela infantil. Las primeras semanas le costó un poco, pero ésta ya no ha llorado. Mateo ejerce de hermano mayor protegiéndolo. Yo les dejo en la puerta y Mateo coge de la mano a Pablo y le lleva hasta su clase antes de irse él a la suya. Me encanta verles alejarse de espaldas hasta que doblan la esquina del patio. Me gusta mucho observarles cuando no saben que les miro. Así puedo verles mejor. Después del colegio he estado con ellos algunas tardes en el parque. Hoy también hemos venido. Pablo no para de tirarse por el tobogán y Mateo está jugando en la hierba.
—¡Mira, mamá, un caracol!
—Hijo, no lo toques que me da cosa.
Pablo pretende hacer un alarde y bajar de pie por la pendiente del tobogán con un resultado fatal. Una señora grita.
—¡Ay, el chiquillo, qué porrazo se ha pegao!
—¡Pablo, hijo!
Pablo tiene un chichón en la frente que ya es del tamaño de un huevo. No parece más que eso, pero voy a llevármelo a urgencias para que le miren bien. Arranco a toda prisa y cuando estoy a punto de salir:
—¡Mateo! ¿Y Mateo?
Mateo sigue absorto al lado del matorral mirando al caracol. Al cuarto grito por fin me oye y corre a montarse en el coche para llevar a su hermano al médico. Al entrar, se ríe del chichón de su hermano, que ya empieza a teñirse de morado.
Como estoy embarazada, no me dejan entrar con Pablo para las radiografías. Me quedo fuera con Mateo.
—Pobre Pablo, qué huevo tiene.
—Os he dicho mil veces que por el tobogán hay que tirarse sentados.
—Yo nunca me tiro de pie.
—¡Ya! ¡Como te vuelva a ver hacerlo, verás!
—¿Mamá?
—¿Qué?
—¿Los caracoles saben que son caracoles?
—Y yo qué sé. ¿Qué pregunta es ésa?
Un celador con zuecos verdes sale con Pablo en una mano y las radiografías en la otra. Me pide que le acompañe a la consulta donde está el traumatólogo. Mientras él mira las radiografías por la ventana de luz, no sólo me acuerdo de María, también de Carlos. El médico dice que Pablo no tiene nada, un chichón que se pondrá negro y un buen susto. Nada más. De vuelta a casa, Pablo se duerme en su silla del coche mientras Mateo mira pensativo por la ventana.
—Yo creo que no, mamá.
—¿Que no qué?
—Que los caracoles no saben que son caracoles.
—¿Por qué?
—Porque no pueden verse.
C
ada vez estoy más gorda. Y no sólo de la tripa, que es donde crece el bebé, sino toda yo me estoy redondeando peligrosamente para estar de siete meses. En estas últimas semanas Roberto y yo lo habíamos hecho mucho menos, bueno concretamente no lo habíamos hecho nada en los últimos diez días. Y no por falta de ganas. Me refiero a las mías, que el embarazo me ha provocado un furor impropio de una señora decente. Roberto es el que ha tenido problemas.
—Te juro que es la primera vez que me pasa.
—No te preocupes, es algo normal.
Dije esa frase porque es la que se dice en las películas, pero salida de mi boca sonó como si yo fuera una mujer de una enorme experiencia en gatillazos.
—Es que es el embarazo, que...
—¿Qué?
—Que creo que le voy a hacer daño y me desconcentro.
—No te preocupes, que don Gonzalo me dijo que...
—¿Quién es don Gonzalo?