Todo pueblo que dominase los estrechos del Helesponto y el Bósforo estaba en condiciones de controlar el rico comercio del mar Negro. Podía cobrar peajes por el paso, y hasta elevados peajes.
En tiempos micénicos, la región estaba gobernada por la ciudad de Troya, ubicada sobre la costa asiática, en el extremo sudoeste del Helesponto. Los troyanos se enriquecieron e hicieron poderosos gracias al comercio del mar Negro, y los griegos micénicos se sintieron cada vez más descontentos por esa situación.
Finalmente, decidieron apoderarse de los estrechos por la fuerza, y aproximadamente en el 1200 a. C. (1184 a. C. es la fecha tradicional que daban los griegos posteriores) un ejército griego puso sitio a Troya y, por último, la destruyó. El ejército griego, según la tradición, estaba conducido por Agamenón, rey de Micenas y nieto de aquel Pélops de quien había recibido su nombre el Peloponeso.
El relato de algunos episodios de ese sitio lo realizó (o le dio su forma final) un poeta a quien la tradición llama Homero y que vivió y escribió por el 850 a. C. El largo poema épico
La Ilíada
(de Ilión, otro nombre de la ciudad de Troya) relata la historia de la querella entre Agamenón, jefe del ejército, y Aquiles, el mejor de sus guerreros.
Otro poema,
La Odisea
, presuntamente también de Homero, cuenta las aventuras por las que pasó Odiseo (o Ulises), uno de los guerreros griegos, durante los diez años en los que deambuló después de terminar la guerra.
Tal es la grandeza de los poemas homéricos que viven hasta hoy y han sido leídos y admirados por todas las generaciones posteriores a Homero. Son considerados no sólo las primeras producciones literarias griegas, sino también las más grandes. El relato de Homero está lleno de sucesos sobrenaturales. Los dioses intervienen constantemente en el curso que toman las batallas y a veces hasta se unen al combate. Hasta hace un siglo, los sabios modernos consideraban que los poemas homéricos eran sólo fábulas. Estaban seguros de que nunca había existido realmente la ciudad de Troya ni se había producido sitio alguno. Estaban convencidos de que todo ello era invención y mito de los griegos.
Pero un joven alemán llamado Heinrich Schliemann, nacido en 1822, leyó los poemas homéricos y se sintió fascinado por ellos. Estaba seguro de que eran historia verdadera (excepto en lo concerniente a los dioses, claro está). Su sueño era excavar las antiguas ruinas en las que había estado Troya y hallar la ciudad descrita por Homero.
Se dedicó a los negocios y trabajó duramente a fin de obtener la fortuna que necesitaba para realizar la investigación, y estudió arqueología para tener los conocimientos necesarios. Todo ocurrió como lo había planeado. Se hizo rico, estudió arqueología y la lengua griega, y en 1870 se marchó a Turquía.
En la región noroeste de ese país había una pequeña aldea que era su objetivo, pues su estudio de La Ilíada lo había convencido de que los montículos cercanos cubrían las ruinas despedazadas de la antigua ciudad.
Comenzó a excavar y descubrió las ruinas, no de una ciudad, sino de una serie de ciudades, una encima de otra. Comparó la descripción de La Ilíada con una de esas ciudades, y hoy ya nadie duda de que Troya existio realmente.
En 1876, Schliemann inició excavaciones similares en Micenas y descubrió rastros de una poderosa ciudad de espesas murallas. Gracias a su labor, ha visto la luz buena parte del conocimiento moderno sobre la época de la guerra troyana.
Argivos y aqueos
En sus poemas, Homero usa dos palabras para referirse a los griegos: argivos y aqueos. Evidentemente, se trata de nombres tribales. El gobierno de Agamenón se centraba en las ciudades de Micenas, Tirinto y Argos. En tiempos de Homero, Argos se había convertido en la más poderosa de las tres, de modo que era natural que considerase a Agamenón como un argivo.
Aunque Agamenón dirigió el ejército griego, no gobernaba a todos los griegos como rey absoluto, pues otras regiones tenían sus propios reyes. Pero los otros reyes, en particular los del Peloponeso, concedían a Agamenón el primer lugar. La ciudad de Esparta estaba gobernada por Menelao, hermano de Agamenón. Más aún, Agamenón suministró barcos a las ciudades del interior del Peloponeso, las cuales, al no poseer acceso al mar, no tenían barcos propios. El término argivos, pues, quizás incluyera a todos los habitantes del Peloponeso.
Pero ¿qué ocurría con los aqueos? A unos 80 kilómetros al norte del golfo de Corinto, hay un sector de la costa egea que forma la parte más meridional de una gran llanura habitada antaño por gentes llamadas aqueos. Jasón era un aqueo, según la leyenda, y lo mismo Aquiles.
Al parecer, los aqueos no estaban tanto bajo la férula de Agarnenón como los argivos del Peloponeso. Aquiles riñó con Agarnenón y se retiró altaneramente del combate cuando sintió que sus derechos no habían sido respetados. Actuó como si fuera un aliado independiente, no como un subordinado.
Los aqueos, que vivían bastante más al norte que los argivos, estuvieron menos expuestos a la influencia civilizadora de Creta y eran más salvajes. Aquiles es descrito como un hombre colérico, que no vacilaba en abandonar a sus aliados en un ataque de furia. Más tarde, cuando el enemigo provoca su ira nuevamente, se lanza a la batalla de la manera más feroz. Los miembros de una de las tribus aqueas se llamaban a sí mismos helenos, y la región en que vivían era la Hélade. Aunque sólo son mencionados casualmente en un verso de La Ilíada, probablemente es un indicio de la temprana importancia de los aqueos el que esos nombres se difundieran hasta incluir a toda Grecia.
A lo largo de toda la historia, desde la Epoca Micénica, los griegos han llamado a su tierra la «Hélade» y a sí mismos helenos. Aún ahora el nombre oficial del moderno reino de Grecia es la Hélade
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Nuestras palabras «Grecia» y «griego» fueron heredadas de los romanos. Ocurrió que un grupo de helenos emigró a Italia algún tiempo después del Período Micénico (la parte más meridional de Italia está separada de la Grecia noroccidental por una extensión de mar de sólo unos 50 kilómetros). Los miembros de la tribu que emigró a Italia se llamaban a sí mismos «graikoi», que en la lengua latina de los romanos se convirtió en «graeci».Los romanos aplicaron este nombre a todos los helenos, perteneciesen o no a la tribu de los graikoi. En castellano, esta palabra se ha convertido en «griegos».
Los sabios que estudian la historia griega usan también el término más antiguo. Por ejemplo, al período más primitivo de la historia griega, hasta la guerra de Troya y un poco después, es llamado el Período Heládico. Lo que he llamado la Edad Micénica, pues, puede llamarse también Período Heládico Tardío.
La lengua griega
Si bien los griegos aun desde los tiempos más antiguos reconocían la existencia de tribus separadas, también comprendían que había un parentesco entre todas las tribus que hablaban griego. La lengua siempre es importante, pues los grupos de personas, por diferentes que sean en algunos aspectos, pueden comunicarse entre sí mientras hablen una lengua común. Ello les da una literatura común y una comprensión mutua de sus tradiciones. En suma, comparten una herencia similar y sienten un parentesco natural.
Por ello, con el tiempo los griegos tendieron a dividir a todo el mundo en dos grupos: ellos, los grecoparlantes, y los extranjeros, los que no hablaban griego. Para los griegos, los extranjeros parecían proferir sílabas sin sentido, que eran como decir «bar-bar-bar-bar» por el significado que tenían (al menos para los griegos). Así, los griegos llamaban a todos los que no eran griegos
barbaroi
, que significaba algo así como «gente que habla de manera extraña». Nuestra versión de esa palabra es «bárbaros».
Al principio, esa palabra no significaba «no civilizado»; sólo significaba «no griego». Los sirios y los egipcios, que poseían elevadas civilizaciones mucho más antiguas que la griega, eran, sin embargo, «bárbaros».
Pero en siglos posteriores, la civilización griega alcanzó grandes alturas, y los más profundos pensamientos de los filósofos y los literatos llegaron a estar plasmados en la lengua griega. Los griegos elaboraron un vocabulario muy complicado y un modo flexible de formar nuevas palabras (para expresar nuevas ideas) a partir de las viejas. En efecto, aún decimos comúnmente «los griegos tienen una palabra para eso», lo cual significa sencillamente que, cualquier nueva idea que se nos ocurra, siempre podremos hallar una palabra o frase en la lengua griega para expresarla. El vocabulario científico moderno ha tomado muchísimas voces del griego para expresar términos y nociones que ningún griego de la antigüedad oyó jamás.
Comparadas con la lengua griega, otras lenguas parecen habitualmente defectuosas y torpes. Comparadas con la civilización griega, las de otros pueblos parecían atrasadas. Como consecuencia de esto, a medida que transcurrieron los siglos, un bárbaro (uno que no hablaba griego) llegó a ser considerado como totalmente incivilizado. La gente incivilizada tiende a ser cruel y salvaje, y éste ha llegado a ser el significado de «bárbaro».
Los griegos, aunque reconocían su lengua común, también se percataban de que existían varios dialectos de esa lengua. No todos los griegos hablaban el griego exactamente del mismo modo.
En la Edad Micénica, los dos dialectos griegos más importantes eran el jónico y el eolio. Parece probable que en tiempos de Agamenón los argivos hablasen un griego jónico, mientras que los aqueos hablaban una forma de griego eólico.
En tiempos micénicos, sin embargo, había un grupo de griegos que hablaban un tercer dialecto, el dórico. Mientras Agamenón, el jonio, y Aquiles, el eólio, se coaligaban para destruir a la ciudad de Troya, los dorios vivían lejos, en el Noroeste. Alejados de la influencia del Sur avanzado, permanecieron atrasados e incivilizados.
«Los Pueblos del Mar»
Ya en pleno florecimiento de la Edad Micénica, se gestaban graves conmociones; los pueblos que habitaban fuera del ámbito civilizado estaban agitándose y desplazándose.
Esto ocurre periódicamente en la historia. En alguna parte de Asia Central, quizá, transcurre una larga serie de años de buenas lluvias durante los cuales las cosechas y los rebaños se multiplican y la población aumenta. Pero a esos pueden seguir años de sequía, durante los que la población puede enfrentarse con el hambre. No tíenen más remedio que marcharse en busca de pastos para sus rebaños y una vida mejor para ellos.
Las tribus que reciben el primer embate de los invasores deben a su vez huir, y esto pone en movimiento a un nuevo grupo de pueblos. Con el tiempo, las tribus migrantes provocan grandes trastornos en vastas regiones. Esto fue lo que ocurrió en la Era Micénica.
Los dorios, que eran los que vivían más al norte de todos los griegos, fueron también los primeros en sufrir la presión. Se desplazaron hacia el Sur, contra las tribus de lengua eólica, las que a su vez debieron moverse hacia el Sur.
Los miembros de una de las tribus eolias recibían el nombre de tesalios. Poco después de la guerra de Troya (1150 a. C., quizá) se desplazaron hacia el Sur, a la llanura donde vivían los aqueos y de la cual forma parte la Ftiótide. Allí se establecieron en forma permanente, por lo que desde entonces esa región (del tamaño del Estado de Connecticut, aproximadamente), ha sido llamada Tesalia.
Otra tribu eólia, los beocios, se desplazaron aún más al sur por el 1120 a. C., a la llanura un poco menor que rodea a la ciudad de Tebas. Esa región fue llamada Beocia.
Bajo la presión de sus congéneres eolios, los aqueos se vieron obligados, a su vez, a marcharse hacia el Sur. Invadieron el Peloponeso y expulsaron a la población jonia, acorralándola en la región que rodea a Atenas: una península que sobresale hacia el Sur desde Grecia central. (En verdad, esto puede haber ocurrido antes de la guerra de Troya, y quizás el ejército de Agamenón se vio obligado a llevar la guerra a Asia por la presión de las conmociones que se estaban produciendo en la misma Grecia.) A lo largo de la costa septentrional del Peloponeso, bordeando el golfo de Corinto, hay una región que llegó a ser llamada Acaya, como resultado de esta invasión.
La continua presión que sufrían desde el Norte forzó a los jonios y los aqueos a lanzarse al mar. Se desbordaron hacia el Este y hacia el Sur, sobre las islas, y contra las costas de Asia y Afríca, devastando y trastornando los asentamientos humanos que encontraban.
Desembarcaron en Egipto, por ejemplo, donde los sorprendidos egipcios los llamaron «los Pueblos del Mar». Egipto sobrevivió al choque, pero la invasión contribuyó al derrumbe de un gran Imperio, que ya por entonces se hallaba en decadencia. (En
La Ilíada
, Aquiles habla respetuosamente de la capital de este Imperio Egipcio y la llama la ciudad más rica del mundo).
En Asia Menor, la llegada de los aqueos migrantes fue aún más desastrosa. Allí el Imperio Hitita, desde hacía tiempo ya en decadencia, fue destruido por la invasión.
Pero otra parte de los aqueos llegó a la costa siria a través de Chipre y se estableció en ella. Eran los filisteos, tan importantes en la historia primitiva de los israelitas.
La invasión doria
En la misma Grecia, las cosas fueron de mal en peor, pues a los aqueos siguieron los dorios aún salvajes. Se detuvieron durante unos años en una zona de Grecia Central situada a unos 25 kilómetros al norte del golfo de Corinto. Allí fundaron la ciudad de Doris.
El lector podría pensar que las rudas bandas guerreras dorias no tenían posibilidad de superar a los ejércitos organizados de la Grecia Micénica, ejércitos descritos con tanta admiración por Homero. Pero no fue así, pues, entre otras cosas, los dorios tenían una importante arma nueva.
Durante la Edad Micénica, las armas se hacían con la aleación de cobre y estaño que llamamos bronce. Los héroes de La Ilíada arrojaban lanzas con puntas de bronce contra escudos de bronce y esgrimían espadas de bronce, según la cuidadosa descripción de Homero. El bronce era a la sazón el metal más duro del que disponían los griegos, y el período en que se usó en la guerra es llamado la Edad del Bronce.
El hierro era conocido por entonces y los hombres comprendieron que se lo podía tratar de tal modo que fuera más duro que el bronce. Pero no se conocían métodos para obtener hierro de los minerales que lo contenían, de manera que el único hierro disponible provenía del ocasional hallazgo de hierro metálico en la forma de un meteorito. Por eso, los micénicos lo consideraban un metal precioso.