La llíada
refleja los prejuicios del 850 a. C. Los héroes son todos nobles. Son reyes, desde luego, pero del tipo de reyes que surgió en los siglos posteriores a la invasión doria, y no realmente reyes micénicos. Es decir, eran «padres del pueblo» que vivían sencillamente, araban sus tierras, consultaban a los nobles antes de tomar decisiones y evidentemente eran «uno de los muchachos».
Por otra parte, el pueblo común no aparece con claridad. En La llíada sólo hay una breve escena en la que habla un hombre común. Es Tersites, que eleva su voz para objetar la política de Agamenón. Lo que dice tiene sentido común, pero Homero lo describe como un hombre deforme y grosero, y hace que el noble Odiseo lo derribe altivamente (de un golpe) ante las risas del ejército. Sin duda, el público olígárquico también reía.
En
La Odisea
, poema posterior y más bondadoso, aparece Eumeo, un esclavo y humilde porquero que, sin embargo, es uno de los personajes más dignos y encantadores del poema. Y los pretendientes de Penélope (la esposa de Odiseo), unos repugnantes villanos, son todos nobles.
El partido de la gente común fue tomado por la otra gran figura literaria de esa época, Hesíodo, quien vivió alrededor del 750 a. C. Sus padres emigraron de Eolia, en Asia Menor, a Beocia, por lo que Hesíodo era beocio de nacimiento. Era un campesino que trabajaba duramente, y su principal obra literaria se titula Los trabajos y los días. En ella, enseña la buena administración de una granja, y la más importante moraleja del libro es el valor y la dignidad del trabajo.
Otra obra importante también atribuida a Hesíodo es la Teogonía. Esta palabra significa «el nacimiento de los dioses» y es un intento de organizar los mitos que circulaban entre los griegos por ese entonces. Los relatos de Hesíodo sobre Zeus y los otros dioses (junto con los cuentos menos sistemáticos sobre los dioses que se encuentran en Homero) fueron la base de la religión oficial de los griegos de épocas posteriores.
Los lazos de unión
El desarrollo de la polis y las constantes guerras que había entre las ciudades-Estado griegas no hicieron que los griegos olvidasen su origen común. Hubo siempre algunos factores que los mantuvo unidos aun en medio de las más enconadas guerras.
Por una parte, todos hablaban griego, de modo que siempre se sentían helenos, en contraposición con los bárbaros que no hablaban griego. Por otra, conservaron el recuerdo de la guerra de Troya, cuando los griegos formaron un solo ejército; y allí estaban los magníficos poemas de Homero para recordárselo.
Además, tenían un conjunto común de dioses. Los detalles de las festividades religiosas variaban de una polis a otra, pero todas reconocían a Zeus como dios principal, y también rendían homenaje a los otros dioses.
Había santuarios que eran considerados propiedad común de todo el mundo griego. El más importante de ellos estaba en la región llamada Fócida, que está al oeste de Beocia. En tiempos micénicos hubo allí una ciudad llamada Pito, al pie del Monte Parnaso y a unos diez kilómetros al norte del golfo de Corinto. Allí había un famoso altar dedicado a la diosa de la tierra, atendido por una sacerdotisa llamada la «Pitia». Se creía que tenía el don de actuar como médium por la cual podían conocerse los deseos y la sabiduría de los dioses.
Era un «oráculo». El oráculo de Pito es mencionado en
La Odisea
.
Las bandas guerreras dorias devastaron la Fócida, v cuando pasaron al Peloponeso, Pito cambió de nombre por el de Delfos y se convirtió en una ciudad-Estado independiente. Entonces fue dedicada a Apolo, dios de la juventud, la belleza, la poesía y la música, y a las Musas, un grupo de nueve diosas que, según el mito, inspiraba a los hombres el conocimiento de las artes y las ciencias. (La palabra «música» proviene de «Musa»).
A medida que transcurrieron los siglos, el oráculo de Delfos aumentó su reputación. Todas las ciudades-Estado griegas, y hasta algunos gobiernos no griegos, de tanto en tanto enviaban delegaciones para obtener el consejo de Apolo. Y como cada delegación llevaba donativos (pues Apolo no era inmune al soborno), el templo se enriqueció. Puesto que era territorio sagrado, que los hombres no osaban atacar o robar, las ciudades y los individuos depositaban allí tesoros para su custodia.
Las ciudades focenses se resentían de la pérdida de Delfos, sobre todo porque resultó ser una magnífica fuente de ingresos, y durante siglos trataron de recuperar el dominio sobre el oráculo. Los intentos de los focenses provocaron una serie de «Guerras Sagradas» (sagradas porque involucraban al santuario) en siglos posteriores, pero siempre fracasaban, finalmente.
La razón de este fracaso es que Delfos podía llamar a otras ciudades-Estado para que la defendieran. De hecho, se convirtió en una especie de territorio internacional y estuvo bajo la protección de una docena de regiones vecinas (incluso la Fócida).
Otras actividades en las que intervenían todos los griegos eran las fiestas que acompañaban a ciertos ritos religiosos. A veces animaban estas fiestas carreras y otros sucesos atléticos. También se realizaban a veces torneos musicales y literarios, pues los griegos valoraban los productos del espíritu.
La principal de esas competiciones era los juegos Olímpicos, que se realizaban cada cuatro años. La tradición hacía remontar los juegos a una carrera a pie en la que intervino Pélops (el abuelo de Agamenón) para conquistar la mano de una princesa. Según esto, habría sido originalmente una fiesta micénica, y tal vez lo fue. Sin embargo, la lista oficial de los ganadores de torneos comienza en el 776 a. C., y por lo común se considera ésta la fecha de iniciación de los juegos Olímpicos.
Tan importantes llegaron a ser estos juegos para los griegos que contaban el tiempo por intervalos de cuatro años llamados Olimpíadas. Según este sistema, el 465 a. C. sería el tercer año de la Olimpíada LXXVIII, por ejemplo.
Los juegos Olímpicos se realizaban en la ciudad de Olimpia, situada en la región central occidental del Peloponeso. Pero los juegos no recibían su nombre de la ciudad, sino que tanto los primeros como la segunda eran así llamados en honor de Zeus Olímpico, el dios principal de los griegos, a quien se asignaba como morada el monte Olimpo.
La montaña tiene casi 3.200 metros de altura, y es la más elevada de Grecia. Está situada en el límite norte de Tesalia, a unos 16 kilómetros del mar Egeo. A causa de su altura (y porque las primitivas tribus griegas quizá tenían santuarios en su vecindad, antes de desplazarse hacia el Sur), esa montaña fue considerada la morada particular de los dioses. Por esta razón, la religión basada en los cuentos de Homero y Hesíodo es llamada la «religión olímpica».
Olimpia era sagrada por los juegos y los ritos religiosos vinculados con ellos, de modo que los tesoros podían ser depositados tanto allí como en Delfos. Los representantes de diferentes ciudades-Estado podían reunirse allí aunque sus ciudades estuviesen en guerra, por lo que servía como territorio internacional neutral. Durante los juegos Olímpicos y durante algún tiempo antes y después, las guerras se suspendían temporariamente para que los griegos pudiesen viajar a Olimpia y volver de ella en paz.
Los juegos estaban abiertos a todos los griegos, y éstos acudían de todas partes para presenciarlos e intervenir en ellos. De hecho, dar permiso a una ciudad para tomar parte en los juegos equivalía a ser considerada oficialmente como griega.
Cuando los juegos Olímpicos se hicieron importantes y populares y Olimpia se llenó de tesoros, surgió naturalmente una gran competencia entre las ciudades vecinas por el derecho a organizar y dirigir los Juegos. En el 700 a. C., este honor correspondió a Élide, ciudad situada a unos 40 kilómetros al noroeste de Olimpia. Dio su nombre a toda la región, pero a lo largo de toda la historia griega su única importancia consistió en el hecho de que tenía a su cargo la organización de los juegos Olímpicos. Con breves interrupciones, desempeñó esta tarea mientras duraron los juegos.
Había también otros juegos importantes en los que participaban todos los griegos, pero todos fueron creados dos siglos después de la primera Olimpíada. Entre ellos estaban los juegos Píticos, que se realizaban en Delfos cada cuatro años, en medio de cada Olimpíada; los juegos Istmicos, que se efectuaban en el golfo de Corinto; y los Juegos Nemeos, que tenían lugar en Nemea, a 16 kilómetros al sudoeste del istmo. Tanto los juegos Istmicos como los Nemeos se realizaban con intervalos de dos años.
Los ganadores de esos juegos no recibían dinero ni ningún premio valioso en sí mismo, pero, por supuesto, obtenían mucho honor y fama. Símbolo de este honor era la guirnalda de hojas que se otorgaba al vencedor.
El vencedor de los juegos Olímpicos recibía una guírnalda de hojas de olivo y el de los juegos Píticos una de laureles. El laurel estaba consagrado a Apolo, y esas guirnaldas parecían una recompensa particularmente adecuada para el que sobresalía en cualquier campo de las actividades humanas, Aún hoy decimos de quien ha realizado algo importante que «se ha ganado sus laureles». Si posteriormente cae en la indolencia y no hace nada más de importancia, decimos que «se ha dormido en los laureles».
El avance hacia el Este
Lentamente durante los tres siglos que siguieron a la embestida doria, Grecia se recuperó y recobró su prosperidad. En el siglo VIII: a. C. se hallaba en el mismo punto en que se encontraba antes de las grandes invasiones y estaba lista para ascender a un plano más alto de civilización que el que nunca habían tenido los micénicos.
Los historiadores adoptan por conveniencia la fecha del primer año de la primera Olimpíada, que marca el punto desde el cual se inicia el nuevo ascenso. Se dice que esa fecha da comienzo al «Período Helénico» de la historia griega, período que incluye a los cuatro siglos y medio siguientes y abarca la época más gloriosa de la civilización griega.
Al iniciarse los tiempos helénicos el retorno de la prosperidad también planteó serios problemas a los griegos. Con los buenos tiempos, la población se multiplicó y superó la capacidad de las escasas tierras griegas de proporcionar alimento. En tales condiciones, una solución natural había sido que una ciudad-Estado hiciera la guerra a sus vecinas para procurarse nuevas tierras. Pero con una excepción (que consideraremos en el capítulo próximo), ninguna de las ciudades-Estados era bastante fuerte para hacerlo con éxito. En conjunto, tenían un poder demasiado similar para hacer provechosa una carrera de conquistas. Sus innumerables guerras generalmente terminaban en el mutuo agotamiento o en alguna pequeña victoria que no podía ser aprovechada sin hacer surgir toda una serie de nuevos enemigos temerosos de que el vencedor obtuviera demasiadas ganancias y se hiciese demasiado poderoso.
Otra solución posible, la que adoptaron casi todas las ciudades-Estados, era enviar parte de la población en exceso allende los mares, para crear nuevas ciudades-Estado en costas extranjeras.
Esta era una solución práctica, porque las costas septentrionales del mar Mediterráneo estaban habitadas, en aquellos tiempos lejanos, por tribus escasamente organizadas y con un bajo nivel de civilización. No podían expulsar a los griegos, que tenían una vasta experiencia en la guerra.
Además, los griegos, por lo general, se interesaban solamente por aquellas líneas costeras que, como comerciantes experimentados, ya habían explorado y donde ya habían establecido relaciones comerciales con los nativos. Los colonizadores griegos se limitaban a las líneas costeras, donde se dedicaban a la navegación, el comercio y las artesanías, y dejaban la agricultura y la minería a las tribus del interior. Los griegos compraban alimentos, maderas y minerales, y, a cambio, vendían productos manufacturados. Era un acuerdo que beneficiaba a los griegos y a los nativos, por lo que las ciudades griegas habitualmente estaban en paz (al menos, en lo concerniente a los nativos del interior).
Al comenzar los tiempos helénicos, las costas orientales del mar Egeo ya habían sido colonizadas y estaban llenas de pujantes ciudades. Pero el Norte no había sido tocado.
En particular, hay una península con tres salientes que se extiende por el ángulo noroeste del mar Egeo y que parecía especialmente apropiada para la colonización. Está a sólo unos 100 kilómetros al norte del extremo septentrional de Eubea, y las ciudades de Calcis y Eretria de esta isla colonizaron dicha península totalmente en los siglos viii y vii a. C.
De hecho, sólo Calcis fundó no menos de treinta ciudades en la península; tanto que toda la península llevó su nombre en su honor y se la conoció como la península Calcídica.
En 685 a. C colonizadores griegos atravesaron el Helesponto y la Propóntide y fundaron una ciudad en la parte asiática del Bósforo. La llamaron Calcedonia, por las minas de cobre que había en sus cercanías. Más tarde, en 660 a. C., otra partida de griegos (al mando de un jefe llamado Bizas, según la tradición) fundó una ciudad en la parte europea del Bósforo, justo enfrente de Calcedonia. Se la llamó Bizancio, por el jefe de la expedición.
Bizancío se encontró ahora en la posición en que había estado Troya. Dominaba los estrechos por donde debía pasar el comercio. Podía enriquecerse y lo hizo. De tanto en tanto la arruinaba alguna guerra, pero siempre resurgía y prosperaba nuevamente. Con el tiempo iba a ser la mayor ciudad grecohablante del mundo.