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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (44 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—Tú has conocido una Rumanía desfigurada, Diana. Una Rumanía producto de la ensoñación y la nostalgia de personas exiliadas muchos años atrás. Un país idealizado por el aprecio que le tiene tu padre, según me has contado, y distorsionado por todo lo que has leído desde fuera.

—Desde luego. Voy a tener que aprender mucho, ponerme rápidamente al día de la realidad actual del país, mejorar mi acento…

—Tu acento es casi perfecto. Tienes que trabajar algo en él pero no me preocupa demasiado. No suenas a extranjera, y eso es lo importante. Lo que sí es necesario es que aprendas el argot, claro. Eso no te lo ha podido enseñar tu padre. Tu rumano es demasiado académico y le falta naturalidad. Por cierto, nunca me has contado de dónde le viene su pasión por el idioma. Es de lo más sorprendente.

—Un antepasado. Mi apellido en realidad es Román, pero hace más de un siglo que el último Román se convirtió en Román.

—Tengo ganas de conocer a tu padre. Un físico nuclear preocupado por los idiomas… Debe de ser todo un personaje.

—Y que lo digas —respondió Diana pensativa. Todavía no le había contado que su padre y David Fernández, el alto responsable de la inteligencia española al que él había conocido, eran la misma persona.

La relación entre ellos había madurado considerablemente desde aquel primer flechazo en la Costa del Sol, pero se guardaban mucho de hacerlo público, ya que se sabían espiados por la gente de Popescu. No podían permitirse el lujo de desmontar la historia que le habían contado al
capo
de la Securitate.

Subieron al Dacia de Cristian y regresaron al hotel. Habían quedado con Silvia en la cafetería.

—Los rumores que me llegan a través de mis antiguos compañeros de la academia de Baneasa son muy preocupantes y confirman lo que me dijo Popescu hace un mes. Desde entonces no le he visto más que una vez: anteayer, cuando me entregó tu nueva documentación.

—¿Cómo está funcionando su plan?

—Vlad y compañía todavía están haciendo que se presione al viejo desde distintos frentes. Popescu se mantiene en una segunda fila. Pero a mí me parece que
Ceasca
no va a aceptar nada. Está en las nubes.

—¿Y Elena?

—Tan perdida como él. Son demasiados años de creerse sus propias mentiras. Que el pueblo les adora, que todo está bajo su control…

—¿Cuánto tiempo nos queda, Cristian?

—No sé. Es difícil de calcular. Ahora lo importante es el congreso del partido, dentro de unos días. De ahí tiene que salir lo que sea. Si flexibiliza un poco su posición, si es receptivo a un posible acuerdo, podemos hablar de algunos meses, creo yo. También dependerá de lo que pase en el resto de los países comunistas, claro.

—¿Y si no? Imagínate que no acepta nada y sigue empeñado en mantener todo el poder sin hacer la menor concesión.

—Pues entonces… entonces el golpe será inmediato. No sé, quince días, un mes…

—¿Cuál de los dos escenarios crees más probable?

—Este último, sin duda.

—Pues el lunes tenemos que empezar a actuar, Cristian.

—Ya lo sé, Diana. Lo que todavía no sé es cómo.

Silvia estaba radiante. Les saludó desde la entrada de la cafetería con su sonrisa característica, una sonrisa traviesa que contagiaba de alegría a los demás. Claro, que cuando uno se enfrentaba con ella, la sonrisa desaparecía de inmediato y su gesto de santa indignación superaba cualquier argumento. Salieron a su encuentro y se marcharon a comer en el pueblo.

—¿Qué tal el viaje, Silvia? —le preguntó su hermano.

—Bien. Bueno, ya sabes cómo son nuestros trenes.

—Podías haber venido anoche con nosotros.

—No, tenía una reunión.

—Ya me imagino qué tipo de reunión.

—¡Ay, Cristian, no empieces! Además, esta mañana tocaba inspeccionar la máquina de escribir.

—¿Cómo? —se le escapó a Diana.

—Ya sabes, llevarla a la comisaría y escribir unos renglones para que los archiven y puedan identificar al autor si aparecen octavillas… No me digas que en tu ciudad no tenéis que pasar por este engorro cada año.

—No lo sabía, es que nunca he tenido máquina de escribir propia —improvisó Diana, alucinada por los extremos que alcanzaba la paranoia del régimen.

Cristian había presentado a Diana como una arqueóloga de provincias que había empezado a trabajar para él, aunque Silvia sospechaba que había algo más. Aquella chica le caía muy bien, aunque notaba algo extraño en ella, algo diferente.

—Cristian —dijo Silvia mientras esperaban el segundo plato en el reservado de un restaurante—, empiezo a comprender lo que me dijiste cuando cenamos en el Intercontinental, aquello de que el comunismo es más parecido a una religión que a una corriente de pensamiento. En realidad le pasa lo mismo que a las religiones: nadie se lo acaba de creer del todo, pero todo el mundo tiene un temor supersticioso a contradecirlo abiertamente, como si hacerlo le convirtiera a uno en un ser malvado. Anoche mismo, algunos de los estudiantes que participaron en mi reunión todavía hablaban de posibles reformas en vez de exigir una ruptura. Había quienes defendían la base intelectual y la diferenciaban de la praxis. Partían de la base de que en el fondo el sistema no es malo, y sólo su aplicación actual o sus dirigentes del momento lo son.

—Exacto —intervino Cristian—. En todo el mundo se juzga al comunismo por sus supuestas intenciones y no por sus resultados contrastados. Lo mismo que a las organizaciones religiosas.

—Es curioso —intervino Diana— que una ideología supuestamente científica se resista a cualquier sombra de cuestionamiento sobre las bases de su teoría. Si hay un error tiene que deberse a la ejecución, pero la teoría es perfecta e inmutable… palabra de Dios.

—Eso es —dijo Cristian—. Y la teoría dice que sólo el Estado todopoderoso, dueño de todos los medios y autor de todos los fines, puede organizar con sabiduría la felicidad de las personas. El "hombre nuevo" no debe pensar: ya lo hace por él el partido. Los seres humanos no deben aspirar más que a aquello que el padre-Estado les proporcione, y deben entregarle a cambio el producto íntegro de su esfuerzo. La supuesta liberación predicada por los comunistas consistió realmente en someterse a un nivel de dependencia equiparable a la esclavitud. Es… es la peor pesadilla de la Historia humana.

—No te olvides del nazismo, Cristian —le recordó Diana, aunque también estaba pensando en el fascismo y, desde luego, en el franquismo.

—No me olvido. El nazismo fue un régimen tan criminal y demente como el nuestro, además de ser muy similar. La suerte es que se pudo acabar con él y sólo unos cuantos perturbados quieren resucitarlo. Mató a más de seis millones de personas y todo el mundo siente escalofríos al recordar su barbarie. El comunismo no parece tan letal pero ya lleva más de cien millones de víctimas en todo el planeta, Diana. Sólo espero que se confirme la tendencia y que dentro de poco caiga definitivamente, al menos en Europa. Y que entonces le pase lo mismo que al nazismo: que sólo unos cuantos perturbados quieran resucitarlo, que todo el mundo sienta escalofríos al recordar su barbarie. Que no tenga siquiera presencia en los parlamentos democráticos, que la gente lo considere una cosa del pasado, un mal sueño, una larga página negra de los libros de Historia. Sólo eso.

Diana negó con la cabeza mostrando su escepticismo y buscó las palabras para expresarse sin que Silvia sospechara cuál era su verdadero origen.

—Cristian, no te hagas demasiadas ilusiones. Creo que Europa del Este va a quedar vacunada contra este espanto por muchos años, de la misma manera que en Alemania sería impensable un partido nazi con cierta fuerza, o en España y Portugal uno de corte fascista. Pero tened en cuenta que en Occidente son muchas las personas que tienen idealizado el socialismo puro. Ven lo que pasa aquí como una simple perversión del sistema, no como la consecuencia lógica de la ideología marxista. La gran paradoja es que, mientras aquí vamos a librarnos de esta ideología nefasta, una parte de las sociedades occidentales seguirá apoyándola por muchos años, ya lo veréis.

—Bueno, pero al menos en esos países hay una oferta electoral amplia —dijo Silvia.

—Ya, claro. Algo es algo, pero el problema que se da en las sociedades democráticas occidentales es que la alternativa al colectivismo de izquierdas es el colectivismo de derechas. Ambos colectivismos se parecen bastante y discrepan, en realidad, muy poco. Son dos caras de una misma moneda: un sistema profundamente estatalista, aunque no totalitario. Un colectivismo que en vez de imponerse por la fuerza bruta, como aquí, lo hace con sutileza, generando en los ciudadanos una profunda dependencia del poder político. Se crea en la sociedad la idea de que la acción del Estado es la única solución verdadera a los problemas.

»No vayáis a pensar que los partidos democristianos y conservadores representan una apuesta radical por la libertad y el autogobierno de las personas, ni por una profunda desestatalización de la economía. Ni mucho menos. Defienden también ellos un considerable intervencionismo y unos niveles de ingeniería social muy altos, aunque más discretos. No intervienen tanto en la economía como lo hace la izquierda (aunque siguen interviniendo demasiado) pero en cambio les obsesiona moldear la sociedad conforme a su código de valores, que normalmente es de origen religioso y resulta muy opresivo para el individuo. La derecha convencional desconfía del individuo tanto como la izquierda convencional. Ambas son colectivistas.

—Entonces, ¿qué nos queda? —preguntó Cristian—. Si tanto la derecha como la izquierda son colectivistas…

—Bueno, hoy la escala que de verdad importa no es la de derecha-izquierda, que ha quedado bastante vacía de contenidos, sino precisamente la de colectivismo-soberanía individual. El colectivismo abarca a casi todas las etiquetas ideológicas, e incluye tanto a los colectivistas totalitarios de cualquier color (fascistas, nazis, comunistas, ultraislamistas) como a los colectivistas demócratas de cualquier signo: socialistas, socialdemócratas, centristas, democristianos, conservadores… incluso muchos de los que se hacen llamar liberales. En todos los puntos de la escala encontramos tanto a pensadores "de derechas" como a otros "de izquierdas". Por más que se odien entre sí, los colectivistas más acérrimos tienen mucho en común aunque unos estén en la extrema derecha y otros en la extrema izquierda. En mi escala ocupan un mismo polo.

»En el polo opuesto estamos los cuatro gatos que abogamos por la máxima soberanía de la persona, los que creemos en el ser humano libre y defendemos su emancipación, su autogobierno, su capacidad de actuar independientemente y su derecho a la propiedad (que es el ámbito sobre el que se ejerce la libertad); los que creemos que la persona es un fin en sí mismo y no un medio para los fines sociales o divinos; los que afirmamos contra viento y marea la libertad individual y su contrapartida: la responsabilidad plena y exclusiva de la persona sobre sí misma y sobre sus actos.

»Y en medio, entre los colectivistas radicales y los individualistas, está la gran mayoría de la gente: las personas que defienden un colectivismo moderado dentro del sistema democrático de libertades. También en este punto de la escala tienen mucho en común los de derechas y los de izquierdas: por eso hoy en día los partidos principales de cualquier democracia occidental son prácticamente indistinguibles e intercambiables. Tomad como ejemplo cualquier país de Europa occidental. Aunque parezca que la victoria electoral de uno u otro partido produce efectos muy distintos, lo cierto es que el consenso general sobre las "grandes cuestiones" es máximo y el sistema es prácticamente inmutable. El Estado-providencia, bonachón e hiperlegitimado, extiende su ala protectora sobre el ciudadano, le guía, le premia y le castiga, le exige el producto de su esfuerzo y a cambio le da una ilusión de seguridad y servicios. La víctima siempre es la libertad personal.

—Sí —intervino Cristian—. Es lo que Ralf Dahrendorf denomina "el consenso socialdemócrata", que ha teñido toda la política de Europa occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

—Exacto —continuó Diana—. Un consenso caracterizado por una presión fiscal elevadísima. Si acumuláis todos los impuestos de cualquiera de esos países, sobre todo en Escandinavia, veréis que a los ciudadanos apenas les queda en el bolsillo una mínima parte de la riqueza que generan, ya sea como empresarios o como trabajadores. O sea que en realidad trabajan más para el Estado que para sí mismos. Pero ése no es el principal daño que causa esa mecánica: lo peor es el uso de la carga tributaria como medio de producir en la sociedad los efectos deseados por los gobernantes. Aquí Ceausescu quiere fomentar la natalidad y directamente ordena procrear, penalizando a los matrimonios con pocos hijos. Pues bien, en Europa occidental si el Estado quiere más niños, legisla para que tenerlos desgrave. Los impuestos se utilizan para todo: para que la gente consuma esto y no aquello, para que fume menos, para que compre a productores ineficientes pero nacionales (en vez de a otros cuyos productos son más baratos o de mejor calidad, pero que son extranjeros), para que adquiera una segunda vivienda, para que gaste más o para que gaste menos, para contener la inflación o para incentivar el consumo, o el ahorro… El ministro de economía de turno, mediante su política impositiva, moldea el comportamiento de millones de personas tal como él y sus burócratas creen conveniente.

»Los impuestos son los hilos que sujetan al ciudadano-marioneta y le mueven en una dirección u otra sin que se dé cuenta. Además, los impuestos en el fondo carecen de legitimidad ética porque, cuando el ultimo argumento en una negociación es el uso de la fuerza bruta por una de las partes, ¿cómo vamos a creer que el resultado es legítimo?, ¿cómo vamos a considerarlo siquiera un pacto, un "contrato social"? No es tal cosa: es una imposición, y de ahí viene el nombre. Pero no es la única. El Estado te ordena actos (por ejemplo, prestarle servicio armado) y si no cumples con sus exigencias te envía sus gendarmes y te encierra en sus cárceles: ése es el "contrato social". Rousseau estaba muy equivocado: no basta el acuerdo entre los gobernantes y los "gobernados", así, en general. Para que el pacto fuera legítimo debería articularse también la participación del individuo, que está indefenso ante las cláusulas del contrato Estado-masa que le afectan a él.

»Agregadle a la elevada presión fiscal la estatalización de la sanidad, de la educación, de la solidaridad y de buena parte de la cultura. Incluso en las sociedades más libres de Occidente, el Estado controla en gran medida esas áreas. Añadid también un sistema de miles de ayudas, exenciones y subvenciones para las entidades y actividades más insospechadas, siempre con cargo a la tributación forzada de los ciudadanos. Y sumad también unas constituciones que consagran muchos derechos importantes (afortunadamente) pero no el derecho a un límite en el pago de impuestos ni en el endeudamiento del Estado. Y la guinda es un sistema público de pensiones que no está basado en la capitalización del ahorro de cada persona para su futura vejez, sino en el pago de unos porcentajes fijos durante la vida laboral y el cobro, al jubilarse, de unas pensiones arbitrarias y normalmente miserables con las que generalmente no se recuperará ni una pequeña parte de lo que uno aportó. El resultado de toda esta receta es un inmenso laboratorio de ingeniería social sutil. No con el látigo, como aquí, sino con una sonrisa, con un gesto amable, con la excusa verosímil de la protección social y con la legitimidad de las urnas. Pero el resultado sigue siendo un profundo recorte de la libertad individual.

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