Los guardianes del tiempo (42 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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Gijón, 5 de octubre de 1989. 00:15

Diana y sus padres habían pasado el resto de la tarde hablando, en un esfuerzo por condensar en unas horas las conversaciones que habrían debido desarrollarse a lo largo de años. Mónica les dejó solos y montó en la cocina su cuartel general. Desde allí movilizó sus recursos para la búsqueda de Marcos y se mantuvo en contacto con la sede de la Sociedad y con el edificio K. Cenaron todos juntos y entonces le llegó también a ella el turno de sincerarse, por fin, con quien ya no era sólo su mejor agente en la P-7: había recuperado a su sobrina. Después de cenar se sentaron en el salón, esperando noticias. Y esperando, también, que el avión de la Sociedad se aproximase a un pequeño aeródromo asturiano.

—Bueno, ahora ya me podéis decir lo que se guarda debajo del despacho. Y cómo se baja.

Mientras respondía a su hija, Carlos terminó de servir el café bien cargado que todos iban a necesitar.

—La entrada es una vulgar trampilla bajo la alfombra. Y tanto en el despacho como, especialmente, en el búnker subterráneo, guardamos muchas cosas: desde documentación de mis investigaciones en física subatómica hasta una reserva de emergencia compuesta por oro, dinero y bonos al portador. Pero lo principal son los materiales de la Sociedad, claro. Aquí todos los objetos son copias excepto uno. Tenemos una especie de resumen de los principales contenidos del archivo de la Sociedad en Londres. Es una precaución más.

—Y el único objeto original es la tablilla egipcia, ¿verdad?

—Sí. Para ella se construyó esta cámara acorazada oculta, y no hay copias en Londres. Sólo existe una fotografía, la que se os proyectó en la reunión del comité de coordinación. Este búnker fue idea de nuestro responsable de seguridad, Ragnar Sigbjornsson, a quien conocerás esta noche. No quería que las coordenadas para llegar al arca estuvieran al alcance de cualquier Sabio. Ten en cuenta que nuestras sospechas sobre Gibraltar estaban basadas en una información bastante compleja, copiada una y otra vez desde los tiempos de Zalmoxis y Nefertiti, y además escrita en lengua de Aahtl. En cambio la tablilla resume de forma muy simple las instrucciones para llegar hasta el arca, y sería relativamente fácil de traducir e interpretar por un buen egiptólogo.

Mónica miró su reloj y se sobresaltó. El reactor debía de estar a punto de tomar tierra en la pista de La Morgal, cerca de Oviedo.

—Tenemos que irnos ya.

—Mónica, de verdad creo que debería ir con vosotras —la mirada de Carlos Román era casi de súplica, pero su hermana se mostraba inflexible y su mujer no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¡¿Ni siquiera en estos momentos vas a dar prioridad a la búsqueda de tu hijo?! —le recriminó Leonor. La madre de Diana estaba extenuada. Se le había ocultado que una de sus mejores amigas estaba en esos mismos momentos secuestrada por la Orden. Habría podido ser la gota que colmara el vaso de su resistencia psicológica.

Diana y Mónica estaban a punto de salir cuando llegó por fin un fax de Ragnar que estaban esperando desde hacía varias horas. El islandés, dotado de una envidiable memoria fotográfica, había reproducido a grandes rasgos el esquema que le había mostrado Veric en París. Carlos lo analizó en cuestión de segundos.

—No van de farol. Este diseño sólo puede responder a un equipo nuclear auténtico. Es un desarrollo
"pocket-nuke"
soviético sobre tecnología experimental americana. Teóricamente han logrado controlar y reducir los efectos hasta someterlos a la medida deseada.
Teóricamente
. Se supone que la explosión equivaldría apenas a una diezmilésima parte de la bomba de Hiroshima, pero de la sede no quedaría absolutamente nada, y desde luego los resultados en la superficie son imprevisibles… ¡Están completamente locos!

Carlos decidió a regañadientes quedarse en casa con Leonor, y se despidió con gesto grave de su hija y de su hermana:

—Que sólo la razón os guíe.

Menos de una hora después, Mónica y Diana volaban hacia Londres.

—Procura conciliar el sueño, Diana —Mónica se puso un antifaz y reclinó su asiento hasta la posición horizontal—. Te hará bien dormir un rato.

Pero Diana tenía demasiado en qué pensar.

Roma, 5 de octubre de 1989. 03:00

Joaquín Nasarre colgó el teléfono y se echó las manos a la cabeza, sin saber qué hacer. Casi derribó de un puñetazo su mesita de noche y, sentado al borde de la cama, se ajustó el cilicio y trató de serenarse. El alto cargo de la política vaticana comprendió que todo lo ocurrido era un enorme desastre.

El primer error había sido dejar el asunto en manos del cardenal Aguirre, un hombre tan débil como irracional. Más grave aún había sido permitir que contratara a ese fanático de Veric. Pero Joaquín sabía que su error principal había sido darles rienda suelta, no controlar directamente la operación. Y ahora no había manera de hablar con el argentino.

Aislado del resto del mundo, Veric aguardaba la hora señalada para acudir a la sede de la Sociedad. Estaba postrado ante el altar de los mártires, en la iglesia católica de Saint James, cerca de Baker Street. Suplicaba el perdón de los atroces pecados cometidos y pedía al mismo tiempo fuerza y valor para cometer otros aún mayores. Pero Mario Ticci, su agente en la nunciatura de Madrid, presionado por las llamadas de Sigbjórnsson y el aparente secuestro de todo un cardenal, había terminado por llamar a Roma y localizar a Joaquín Nasarre para contarle todo. Ese "todo" dejó perplejo al jefe de la Orden: asesinatos, secuestros, un atentado, una inminente explosión nuclear "controlada" en pleno centro de Londres…

"Les encargué desactivar el peligro de la Sociedad y casi acaban con la Iglesia", pensó Nasarre. Veric estaba ilocalizable hasta para sus propios hombres, pero en algún momento tendría que reaparecer para dirigirse a Belgrave Square. "Tengo que dar con él como sea". Pero el aparatoso teléfono portátil del coronel argentino seguía desconectado.

Londres, 5 de octubre de 1989. 03:45

El acceso a las instalaciones subterráneas de la Sociedad estaba totalmente sellado. En la superficie, el edificio albergaba una actividad bastante inusual a esas horas, al menos para una empresa de importación de relojes. En la zona menos afectada por el atentado sufrido, Ragnar Sigbjórnsson inclinó la cabeza, al ser presentado a Diana. Mónica cruzó unas frases con él en lengua de Aahtl y el islandés, algo sorprendido, las acompañó a una sala donde esperaban Martin Wallace, Volker Schaeffer y varios Sabios más, entre ellos dos especialistas en armamento nuclear.

En quince minutos debía producirse el encuentro con Zlatko Veric, e iba a ser toda una incógnita. Sigbjórnsson llevaba toda la noche intentando dar con Joaquín Nasarre, el hombre que, desde su alto cargo político en la Santa Sede, ejercía en gran medida el control real del Vaticano, y a quien habían identificado como máximo responsable de la Orden. No tenían forma de comunicar directamente con Veric, pero habían hablado con el agente destacado en la nunciatura de Madrid. Desde el edificio K, Zaldívar también había intentado infructuosamente comunicarse con Nasarre para que escuchara la voz de Aguirre. Pero el teléfono de Nasarre había cambiado de número y el que obtuvo Sigbjórnsson era incorrecto. Sólo Ticci, desde Madrid, parecía estar en contacto con él. Finalmente, Nasarre llamó a Londres. El islandés conectó el altavoz y cedió el control a Mónica, para que la conversación se produjera en la lengua nativa de ambos.

—Escúcheme bien, señor Nasarre. Como le ha informado su hombre en Madrid, tenemos en nuestro poder al cardenal Aguirre. Ahora mismo mis compañeros están abriendo una línea con su lugar de reclusión y dentro de un momento podrá usted hablar con él. Exigimos la liberación inmediata de la señora Figueira y la retirada del dispositivo nuclear, bajo la supervisión de nuestros técnicos. Y estamos dispuestos a mantener una primera conversación con la Orden para resolver nuestras diferencias de forma civilizada y sin que nadie salga perjudicado. Le advierto que si usted no coopera…

—Un momento, un momento —interrumpió Nasarre—. Por favor, déjeme hablar. Creo que todo esto ha ido demasiado lejos. Es importante que sepan ustedes que el cardenal Aguirre ha actuado por su cuenta, sin mi conocimiento ni el de la Iglesia. La Orden… bueno, la Orden no es más que un foro ecuménico informal, sin capacidad para emprender acciones de estas características. En cuanto al señor Veric y sus hombres, responden a la… a la manera de hacer las cosas del cardenal Aguirre. Yo creo que coincidirá usted conmigo en que todos debemos rebajar la tensión y establecer un diálogo.

»Estoy horrorizado por las cosas que he sabido esta noche: las muertes ocurridas, la retención de su compañera Figueira y del cardenal, ¡el uso de cargas nucleares…! Créame que lo he sabido todo hace media hora, por el capitán Ticci. Le informo que acabo de hablar con el coronel Veric y le he dado órdenes muy estrictas. Debe de estar a punto de llegar a su edificio. Les pido su colaboración para que entre las dos partes desactivemos toda esta escalada, y coincido con usted en que debemos reunimos cuanto antes. Mañana mismo, si es posible.

—Muy bien, veo que nos vamos entendiendo. ¿Dónde está la señora Figueira?

—Está a salvo. Está de camino a Roma con dos agentes. Les propongo que traigan ustedes al cardenal y nos reunamos aquí.

—De acuerdo. En el Palacio de España. A las siete de la tarde (hora italiana). Es decir, dentro de catorce horas. Y el dispositivo nuclear debe retirarse ahora mismo.

—Esas son las órdenes de Veric. Colaborará con ustedes, se lo aseguro.

En las oficinas de Timeguard Ltd., todos los que comprendían suficiente castellano respiraron con cierto alivio. El islandés no era uno de ellos, pero Diana le había estado traduciendo la conversación al inglés en voz baja. Por primera vez en los últimos días, Ragnar Sigbjörnsson comenzó a ver la luz al final del túnel.

Unos minutos después llamaba a la puerta Zlatko Veric, seguido de dos de sus hombres. El argentino estaba psicológicamente hundido. De nada le había servido rogarle a Nasarre que todo siguiera según lo previsto, asegurándole que tanto el cardenal como él mismo estaban dispuestos a sacrificar sus propias vidas. "Son órdenes directas de Su Santidad, Zlatko, acabo de hablar con él", le había dicho Nasarre por si el coronel estaba tentado de incumplir sus instrucciones. Igual que sus agentes, Veric entró con una expresión de autómata, con unas órdenes que le resultaban incomprensibles y humillantes, y con una pastilla letal en el bolsillo.

Roma, 5 de octubre de 1989.18:30

El vehículo enviado por Mónica Román para recoger a su hermano en Fiumicino dejó la Via del Corso para girar a la derecha y enfilar la Via delle Carrozze. Poco después entraba en la Piazza di Spagna. En el palacio del mismo nombre,
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Mónica Román esperaba a su hermano junto a un oficial de enlace del CESID en la capital italiana. Zaldívar había llamado personalmente a ese oficial, Ricardo Maura, para ordenarle que le facilitara la máxima ayuda "a la agente Marina García, jefa de la Sección P-7". A Mónica le costó bastante librarse del tal Maura. Estaba muy intrigado al conocer por fin a la responsable de la sección más enigmática de la Casa, sobre la que corrían rumores tan dispares.

Los hermanos Román ocuparon una pequeña sala de reuniones de la planta baja y esperaron la llegada del jefe de la Orden. Poco antes de las siete, un Mercedes negro con la matrícula SCV
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aparcaba dos calles más abajo, y Joaquín Nasarre, con traje gris y oculto tras unas grandes gafas de sol, descendía para caminar hacia la sede diplomática, acompañado por un guardaespaldas.

—Soy Carlos Román, presidente de la Sociedad de los Guardianes del Tiempo. Siéntese, por favor.

Mónica se presentó con su pseudónimo habitual.

—Bien, pues aquí estoy. Yo he cumplido con mi parte.

—Veric y sus hombres desactivaron los temporizadores y desarmaron las cargas nucleares, entregándonos todo el material bélico. Lo que no sé si sabe usted es que uno de los agentes y el propio Veric se suicidaron después tomándose unas pastillas. Mi gente no pudo hacer nada por impedirlo.

—Sí, el otro agente ha estado conmigo esta tarde y me lo ha contado todo. Pero en fin, eso son detalles menores.

—Peccata minuta, ¿verdad? —Carlos le sostuvo la mirada con un gesto severo—. Ustedes juegan con las vidas humanas como si no tuvieran la menor importancia. Llevan dos mil años haciéndolo. Su reino no será de este mundo, pero es en este mundo donde ustedes se creen con derecho a todo. El tercer agente le dijo a la señora García que todos tenían órdenes suyas de suicidarse, aunque después se desdijo.

Nasarre enrojeció de ira ante la estúpida indiscreción de aquel botarate, pero logró dominarse.

—¡Qué barbaridad! No, no… de ninguna manera. Lo que hayan hecho lo han hecho por su cuenta. Mire, señor Román, no he venido a escuchar insultos ni reproches. Vengo con la mejor voluntad a dialogar con ustedes. En primer lugar me interesa la libertad y la seguridad del cardenal Aguirre, y supongo que usted deseará lo mismo para su compañera. Tal como le dije esta madrugada a la señora García, toda esta locura nunca debería haber ocurrido. Ha sido producto de las mentes de dos personas, el cardenal y Veric. Y no representa las intenciones ni el sentir de nadie más, ni en la jerarquía católica ni tampoco en la Orden del Orden.

—¿Me puede explicar que es exactamente su orden?

—La palabra "orden" normalmente designa a una entidad jerarquizada y muy organizada, pero en nuestro caso es simplemente un juego de palabras. La preocupación fundamental de todos nosotros es el orden, por encima de cualquier otro valor. Así que al buscar un nombre para nuestra agrupación informal, la palabra "orden" nos sugirió tanto el contenido como el continente, y a falta de una denominación mejor, nos quedamos con la de "Orden del Orden". Pero no se "ordena" a nadie, ni mucho menos. Para su información, la Orden es simplemente una reunión anual de determinados responsables de las principales confesiones religiosas. Sólo somos un grupo de personas que compartimos una preocupación común por el destino de los valores tradicionales, imposibles en un mundo sin fe, y también una visión similar sobre algunas cuestiones morales. Eso es todo.

—Eso no es todo, señor Nasarre. Nosotros hemos averiguado que el servicio secreto al mando del cardenal surgió hace muy poco tiempo, fundamentalmente como un arma contra nosotros, y que Aguirre presentó sus planes ante la asamblea de la Orden hace ocho días, aquí, en Roma. Así que no puede usted pretender que no sabía nada.

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