Los guardianes del tiempo (19 page)

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Authors: Juan Pina

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BOOK: Los guardianes del tiempo
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Regresó a la capital bastante satisfecho de haber despertado el interés de aquellos estudiantes por la Historia de la antigua Dacia y por la figura de Zalmoxis. Había sido un paréntesis ameno en su actividad cotidiana. Durante el verano había seguido de cerca los acontecimientos políticos y había continuado con su trabajo, intensificando las líneas de investigación abiertas por su antecesor, Radu Calinescu.

En cuanto a la política rumana, el clima era de máxima expectación y el tiempo parecía detenido. Era como la calma que precede a una tempestad. El régimen se esforzaba por dar muestras de firmeza mientras en el resto de Europa central y oriental el comunismo estaba derrumbándose. Ceausescu, que siempre se había jactado de su posición crítica dentro del bloque socialista y de su gran independencia frente a Moscú, se había convertido de la noche a la mañana en el más firme defensor del Pacto de Varsovia, hasta el punto de sugerir su intervención militar para corregir el rumbo de los países aperturistas. En julio se había celebrado una cumbre de esta alianza militar en el antiguo palacio real de Bucarest, y ni siquiera los medios oficiales rumanos pudieron evitar que se transmitiera una imagen de completa soledad del dictador. Ceausescu había preparado a conciencia un recibimiento ostentosamente frío para Mihail Gorbachov. Le culpaba de haber impulsado las ideas "desviacionistas" que estaban a punto de destruir el comunismo, cuando en realidad Gorbachov era el médico que estaba luchando a brazo partido para que ese sistema político y económico sobreviviera, administrándole la única medicina capaz de prolongar su agonía: una reforma moderada, una ligera apertura en las maneras y en el estilo. El dictador rumano esperó secamente a Gorbachov a la puerta del palacio, sin aproximarse ni un centímetro al coche del líder soviético y sin mostrar la menor efusividad, pero el comunista ruso se acercó sonriendo jovialmente y le abrazó con afecto como si no pasara nada. Le dejó en ridículo.

Apenas hacía un mes que en Polonia se había elegido por fin un primer ministro no comunista, Tadeusz Maziecki, y el efecto dominó sobre el resto de los países del bloque era inevitable. En todas las capitales de la zona se estaba produciendo una auténtica ebullición política. La oposición democrática, cada vez más fuerte, e incluso algunos personajes surgidos de los sectores más aperturistas de los propios partidos únicos, representaban una esperanza inédita para unas sociedades angustiadas por décadas de endoctrinamiento sectario y represión feroz. Dos siglos justos después de la Revolución Francesa, los ideales recogidos en su declaración de derechos volvían a impulsar la acción de millones de europeos, esta vez para librarse del colectivismo absoluto y opresivo impuesto por los comunistas. Los pueblos letón, lituano y estonio se levantaron a finales de agosto para reclamar la independencia que les había arrebatado la URSS. El 11 de septiembre, Hungría abrió definitivamente su frontera con Austria y esto sirvió a miles de personas que huían de la feroz dictadura de Alemania oriental y pudieron llegar por fin a la Alemania libre. Precisamente el régimen de la llamada República Democrática Alemana era uno de los pocos bastiones del inmovilismo, junto a Rumanía. En junio, Erich Honecker y Ceausescu habían coincidido en felicitar calurosamente a Deng Xiaoping por su mano dura en los incidentes de la plaza de Tiananmen, que se saldaron con el asesinato policial sistemático de más de tres mil estudiantes disidentes. Era todo un símbolo de la postura que estos dos dirigentes mantenían dentro del bloque liderado por Moscú. Pero, mientras Honecker estaba gravemente enfermo y terminaría por aceptar en octubre una salida "digna" que culminaría con su exilio, Ceausescu era un hueso mucho más duro de roer.

Respecto a la misión, Cristian llevaba varias semanas solicitando informes sobre aspectos concretos del periodo correspondiente a varios estudiosos de la materia, incluyendo algunos catedráticos que le habían dado clase a él mismo en la universidad, y también a una eminente profesora irlandesa cuyas ideas sobre las influencias mutuas entre los pueblos celtas y los primeros getas habían causado gran revuelo en la comunidad científica unos años atrás. Como no podía dar a conocer la unidad Z ni su cargo, todas las peticiones de informes iban firmadas por el general Vlad, excepto las cursadas al extranjero, que llevaban la firma del Ministro de Cultura e implicaban una oferta de honorarios para los científicos. También había estudiado a fondo el periodo amarniano del Imperio Nuevo egipcio, es decir, la breve etapa en que la capital estuvo en Akhetatón bajo el reinado del faraón "hereje" Amenhotep IV, que se hizo llamar Akhenatón. Para ello se había reunido con los mejores egiptólogos rumanos y había encargado a las embajadas en el extranjero que le compraran y enviaran de inmediato, por valija diplomática, una larga lista de libros especializados. Algún embajador bromeó con su personal sobre aquel repentino interés de la cúpula
securista
por la egiptología: "¡Con la que está cayendo, y estos nos mandan a comprar libros sobre las pirámides!" Pero la búsqueda del arcón no progresaba y lo fundamental era dar con las instrucciones para encontrarlo, es decir, hacerse con las coordenadas recogidas en la tablilla de Madrid, seguramente difíciles de interpretar. El jefe del puesto de
antena
de la Securitate en la capital española era un tal Sorin Ganea, un matón cuya fama dentro del cuerpo era deplorable. "Si consigues apartarle de sus dos grandes aficiones, que son el alcohol y pegar a las mujeres, a lo mejor hasta te resulta útil, pero ponte firme y asegúrate de que tenga bien claro que tú eres el jefe", le había recomendado unos días antes Aurel Popescu. De momento, el número dos de la Securitate seguía sin pedirle nada especial: solamente comer con él de vez en cuando y comentarle sus impresiones sobre el ambiente que había en Primaverii, ya que él pasaba casi todos los días por allí. Como Popescu ignoraba la existencia del despacho subterráneo, estaba convencido de que si Cristian iba al palacio con tanta asiduidad era para reunirse con la dictadora y con sus colaboradores más inmediatos. En realidad no habían desarrollado una relación demasiado estrecha. Despachaba brevemente con ella una vez a la semana y nada más. A su marido se lo habían presentado unos días atrás, pero apenas habían intercambiado unas pocas frases. Cuando el arqueólogo estrechó la mano de Nicolae Ceausescu le recorrió un escalofrío.

Ahora, de camino a Bucarest, Cristian sólo quería pensar en los detalles de la misión de Madrid. Su intención era negociar con el CESID la entrega voluntaria de la tablilla o, como mínimo, de unas fotografías de alta resolución. Lógicamente prefería hacerse con el objeto original, pero las fotos le bastarían para dejar de dar palos de ciego y encontrar el punto exacto de Rumanía donde estaba escondida el arca. Otra opción que no descartaba era que le permitieran acceder a la tablilla acompañado de un egiptólogo rumano. Cristian esperaba que no fuera necesario recurrir al miserable chantaje propuesto por los
compañeros
de la Dirección 3, encargada del espionaje exterior. Si los españoles eran razonables, la negociación debería ser fácil. A fin de cuentas, si el gobierno español no sospechaba siquiera de la importancia del arcón, y si éste se encontraba en alguna remota cueva de los Cárpatos, ¿qué interés podía tener Madrid en ese objeto de un coleccionista particular? El arqueólogo incluso estaba en condiciones de pactar una fuerte compensación económica para el propietario, que al parecer era un político importante de la oposición, un tal Adolfo Suárez.

Capítulo 13

Rotterdam, 27 de septiembre de 1989

La nave industrial, situada en el polígono portuario, se había convertido para la ocasión en un salón de conferencias. Estaba completamente llena. En el exterior, a cierta distancia de la nave, treinta agentes de seguridad altamente cualificados protegían el recinto, mientras un sofisticado equipo de interferencia electrónica impedía cualquier grabación o transmisión de sonido o imagen desde el interior. Detrás de la tribuna de oradores había un enorme panel con cinco anchos círculos concéntricos dorados sobre fondo azul. El presidente de la Sociedad bebió un poco de agua y continuó su discurso:

—Desde que el hombre es hombre siempre se ha preguntado cuál es el sentido de la existencia, pero esa pregunta parte de una premisa tan arriesgada como ingenua: la premisa de que forzosamente tiene que haber un sentido. Hace tanto frío fuera de esa acogedora certeza, nos causa tanto miedo y dolor el mero pensamiento de que la premisa sea falsa, que durante milenios hemos inventado todo tipo de explicaciones, casi siempre místicas, trascendentes, sobrenaturales. Pocas personas han llegado a la conclusión de que tal vez la vida no tenga un sentido predeterminado, que quizá debamos ser nosotros, los vivos, quienes se lo demos. La humanidad siempre se ha negado a aceptar que la única realidad efectiva es aquella que nos descubren nuestros sentidos o deduce nuestra maravillosa llave maestra, la herramienta exclusiva de nuestra especie: la razón.

»Rebelándose contra los límites físicos y objetivos de su propio entendimiento, el hombre ha recurrido una y mil veces a su talento creativo para inventarse de nuevo a sí mismo, esta vez dotado de un sentido seguro y confortable y de una continuidad tras la muerte. Ha ideado uno y mil dioses a quienes adjudicar la responsabilidad de la creación para que, habiendo una voluntad responsable, tuviera que haber también un sentido, un plan del que nosotros fuéramos los destinatarios. Esa fuerte reacción defensiva de nuestra especie contra el azar absoluto del cosmos ha tenido una grave consecuencia: la fe, ese "principio quimérico que en realidad no existe en la naturaleza", como dijo en el siglo XVIII uno de mis antecesores en el cargo, Denis Diderot.

»Esa alternativa al razonamiento ha venido frenando nuestra evolución científica y tecnológica, unas veces con mayor fuerza y otras veces con menos intensidad, pero siempre ha estado ahí y siempre ha sido el lastre principal del progreso humano. En realidad, el reinado de la fe pura sólo es posible cuando se imponen unas condiciones que marginan y proscriben el libre pensamiento. Al elevar la fe a la categoría imposible de fuente del saber, se dificulta enormemente el desarrollo de la ciencia, que es su mayor enemiga. Sólo en aquellos periodos (generalmente breves) en los que el choque entre razón y fe se ha resuelto a favor de la primera, ha podido emerger un sistema filosófico basado en la libertad, la creatividad y la espontánea acción de las personas en un marco de derecho. Y sólo ese tipo de sistemas de valores han sido capaces de iluminar a la humanidad e impulsar avances espectaculares en nuestro conocimiento y, por lo tanto, en nuestro bienestar. Ha habido a lo largo de la Historia muchos periodos así, pero siempre han terminado con un regreso a la irracionalidad mística y con un avance del poder terrenal de sus representantes, lo que una y otra vez nos ha hecho retroceder a la fase anterior. Se avanzaba dos pasos pero siempre se retrocedía uno. O los dos. Ha sido una evolución zigzagueante y lenta hasta la desesperación.

»La lucha interna que se produce en cada uno de nosotros es la de nuestro raciocinio contra esa tentación de refugiarnos en la calidez de la creencia ciega, que nos reconforta y nos da un sentido y una vida eterna, dispensándonos además en gran medida del doloroso deber de pensar. La guerra silenciosa pero encarnizada que se libra en este planeta desde los tiempos de nuestro fundador, Zalmoxis, es la de nuestra organización (impulsora de la razón, de su traslación política y económica, que es la libertad, y del progreso científico y tecnológico) contra los numerosos y poderosos defensores de la no evolución y aun del retorno a los esquemas políticos, económicos, sociales y por supuesto religiosos que durante milenios contuvieron la evolución humana hasta casi alcanzar su detención.

»Portadores del recuerdo inmortal de aquella extraordinaria civilización de Aahtl, somos también los depositarios del terrible secreto que su Herencia contiene. En cumplimiento del mandato de Zalmoxis, durante más de treinta y tres siglos los miembros de la Sociedad hemos logrado mantener oculto ese secreto originado hace nueve milenios y, a la vez, reunir en nuestro seno a muchos de los mejores hombres y mujeres de cada época, "las personas de la mente" (como las denominó una gran filósofa y querida compañera ya fallecida), con el objetivo de acelerar esa evolución. Hemos luchado infatigablemente y contra reloj. Hemos conocido terribles derrotas cuando hemos impulsado procesos, personas y movimientos que después se han vuelto en contra de la Misión y han significado un retroceso a veces enorme. El mayor ejemplo fue nuestro apoyo, hace veinte siglos, a un excepcional líder político judío. Aquel proceso terminó con la fundación de una de las instituciones que más daño han hecho a nuestra causa, la causa del desarrollo científico y tecnológico, única vía capaz de salvarnos de la Amenaza. Frustraciones similares las hemos sufrido en los cinco continentes a lo largo de más de tres milenios.

»Sin embargo, algo comenzó a cambiar cuando por fin comprendimos que era un error cifrar nuestras esperanzas solamente en la labor de individuos concretos, por poderosos que fueran. Había que regresar a las enseñanzas más elementales de Zalmoxis y promover sobre todo un cambio de paradigma. Había que sacudir el marco de valores de la humanidad, ya que sólo una transformación profunda en los principios, expectativas y acción individual de millones de personas (y no sólo de unos pocos ilustrados) haría posible la evolución necesaria. La clave era la acción humana.

»Cuando conseguimos comprender y dominar la herramienta excepcional que nos legó el último superviviente de Aahtl, es decir, la capacidad exclusiva de producir literalmente riqueza intercambiable, continuamos ayudando, sin que lo supieran, a personajes excepcionales de cualquier índole, país y religión que pudieran contribuir con sus reformas a ir avanzando poco a poco en la evolución colectiva necesaria para la Misión. Al mismo tiempo, continuamos incorporando a la Sociedad a muchas de las personas más sabias y honestas de cada momento. Sin duda es un éxito que en más de tres mil trescientos años sólo hayamos tenido ocho traidores.

»La reflexión de nuestros antecesores en el siglo XIV (cuando fracasó otro de nuestros grandes proyectos al disolverse la orden templaría, a la que habíamos impulsado discretamente), fue acertada: el cambio siempre se ejecuta desde arriba, pero a condición de que abajo haya realmente una sociedad preparada para asumirlo. Sin liberar las mentes no podíamos impulsar los cambios que condujeran a un marco político y económico de libertad, de acción dinámica de las personas en persecución del bienestar. Y ese marco era el único capaz de asegurar una evolución acelerada de las ciencias para situar a la humanidad en un nivel de desarrollo superior al de Aahtl y asegurar así su supervivencia. Entonces trazamos el plan que, en general, ha funcionado. En Occidente, impulsando la Reforma protestante resquebrajamos el poder absoluto del papado sobre el mundo de las ideas y permitimos que la gente, al leer e interpretar libremente la Biblia, comenzara a pensar por sí misma en todo lo demás. Esta y otras estrategias dieron su fruto. El reinado de las Luces dio pie al avance acelerado de la razón en todos los ámbitos y también a la consolidación del capitalismo y a la liberación de la economía, lo que trajo consigo el inicio de la movilidad social, y después provocó la revolución industrial que dio origen al mundo contemporáneo.

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