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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (16 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—Estaba seguro —el Viajero sonrió satisfecho ante el celo con el que aquellas personas cumplían su misión.

Sin el lastre que representaban los Sabios, el Viajero y su guardia realizaron el viaje de retorno en apenas cuarenta días. El barco seguía en su sitio, aunque la guardia había tenido que reprimir dos conatos de rebelión entre los tripulantes. Además de cinco marineros, se había dado muerte a uno de los pilotos, lo que iba a complicar el viaje.

—Señor, estaremos listos para zarpar en unas pocas horas. ¿Cuáles son sus órdenes? —el piloto estaba extrañado ante la mirada burlona del jefe.

—Partiréis mañana. Durante el día de hoy os enseñaré a tus dos mejores hombres y a ti mismo a guiaros por el sol y las estrellas para llegar a Egipto. Tu misión es conducir a todos estos hombres sanos y salvos a casa. Yo continuaré por tierra solo.

El terror se dibujó en el rostro del piloto. Era el mismo supersticioso que meses atrás le había preguntado si iban a reunirse con el dios Atón. Sin embargo, comprendió bien las instrucciones, que no eran muy difíciles: recorrer toda la costa oriental adriática hasta Celalonia (donde habrían de comprar un cargamento de cualquier mercancía para justificar el viaje) y cruzar desde allí el gran mar en línea recta hacia el Sur, es decir, "teniendo siempre el sol a la derecha o a la izquierda, dependiendo de la hora, pero nunca detrás ni delante". Así darían con la costa africana, que debían recorrer hacia el sol naciente hasta llegar al delta del Nilo. Escribió una carta dirigida al faraón y a Nefertiti, la selló —aunque ninguno de aquellos hombres sabía leer— y se la entregó al oficial mayor de la guardia.

El camino por tierra era mucho más peligroso pero, contando con un buen caballo, habría de resultarle más o menos igual de largo ya que por mar había que dar un importante rodeo. Por otro lado, no podía mantener el barco junto al monte durante meses porque podía atraer la atención de otros barcos, aunque pocos se aventuraban a alcanzar esas costas tan remotas y bárbaras. Además no sabía cuánto tiempo iba a necesitar. Tampoco podía enseñarles a navegar desde allí porque entonces sabrían cómo regresar algún día a ese refugio. Calculó que viajando solo podía recorrer el camino hasta la Herencia en unos ochenta o noventa días.

* * *

Fiel a sus costumbres, el Viajero había sembrado un pequeño huerto de cáñamo a la entrada de la cueva, en la parte alta del monte. La vista desde allí era espectacular, pues se divisaban dos grandes extensiones de tierra partidas por una lengua de agua que se perdía en el horizonte. "El monte sobre su río", se dijo el Viajero, y decidió que ambos debían llevar el mismo nombre: Kogan, en recuerdo de la capital de Aahtl. Afortunadamente, la altura era excesiva para que alguien pudiera verle desde abajo, y además la vegetación cubría casi toda la zona. Nadie se aventuraba a escalar tanto por unas paredes casi verticales, por lo que el Viajero estaba seguro de poder desarrollar su actividad tranquilamente. Al día siguiente de su llegada al monte ya había construido una cómoda choza exterior camuflada entre los árboles, cerca de la cueva. El recorrido hasta el arcón era largo y pesado, y la ascensión de regreso era aún peor, por lo que había que reducir la cantidad de viajes. Realizaría un primer descenso para hacerse con aquel libro extraordinario que le iba a permitir aprender la lengua de Aahtl. Eso lo podía hacer en el exterior. Lo más duro sería trasladarse después a las profundidades de la caverna e instalarse a vivir allí, soportando el frío y la humedad, para dejarse los ojos leyendo los libros del arcón a la mortecina luz de las antorchas.

Durante seis semanas el Viajero vivió como un ermitaño en las alturas del monte Kogan. Comía las bayas y frutos que encontraba, y algunas veces cazaba ardillas, macacos y gaviotas. El humo del cáñamo le ayudaba a reunir el tesón necesario para seguir aprendiendo. Descubrió una lengua cuya lógica era prácticamente matemática, pero que además resultaba bellísima por su forma de articular los conceptos y construir las frases. Otra cosa era la pronunciación, que parecía endiabladamente difícil. A ella se dedicaban no solamente las primeras páginas, llenas de información gráfica sobre cómo colocar la lengua y los labios, sino también capítulos enteros de la parte final del libro, ya que, una vez comprendida la escritura, resultaba más fácil abordar de nuevo y con mayor precisión la manera de articular los sonidos. Pero en todo caso daba igual: él no tenía que comunicarse con nadie en ese idioma. Le bastaba comprender perfectamente los escritos, aunque tuviera que ayudarse por el extenso glosario incluido en el libro. Dedicó una semana a cazar y recoger hierbas y frutos, preparándose para su nueva vida en el refugio de la Herencia. Se instaló en la cámara que él mismo había construido para el arcón aprovechando aquella cavidad natural. Instaló veinte antorchas que además de darle luz contribuían a reducir la humedad y el frío. Se había propuesto subir a la superficie solamente una vez al mes, pero la necesidad de renovar la leña y la dureza de la vida bajo tierra le hicieron salir cada seis o siete días.

Aquellos cinco meses cambiaron por completo la vida del Viajero. Su aprendizaje fue mayor en veinte semanas que el de toda la humanidad en muchos siglos. Dotado de conocimientos prácticos enormemente superiores a los del más sabio de sus coetáneos, y de un código ético que confirmaba y organizaba sus valores más arraigados, entendió llegado el momento de cerrar el arcón y dedicar el resto de su vida a poner en marcha un plan de siglos que llevara al mundo a convertirse en una nueva Aahtl para sobrevivir a aquella Amenaza que ahora sí entendía con absoluta precisión. Pero antes debía ir a Akhetatón. Debía persuadir al faraón de que permitiera a la reina marchar para siempre.
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Y debía convencer a su amada de dejar a sus hijas al cuidado del rey, abandonar las comodidades de palacio e irse con él a las frías tierras de los "lobos", no sólo para estar juntos hasta el final de sus vidas, sino para diseñar con él la estrategia a más largo plazo jamás trazada. La única estrategia capaz de hacer que la Historia de la especie humana no quedara reducida a un breve relámpago en la noche del universo.

C
UARTA
P
ARTE
Capítulo 11

Madrid, 25 de septiembre de 1989

Serían más o menos las cuatro de la tarde cuando Diana Román se despidió de Alfonso, su jefe de unidad en el CESID. Bajó una planta para regresar al despacho que compartía con sus dos compañeros y guardó en el archivador las carpetas que tenía sobre la mesa. Se colgó el bolso al hombro y se dispuso a recorrer los largos pasillos de la Casa hasta llegar al primer control de seguridad. Aún habría de franquear otro para salir de la zona permitida al personal de su departamento, y luego el control general donde entregaría su pase y se sometería al veredicto de un sofisticado pasillo de seguridad con varios tipos de escáneres y detectores. Sólo entonces podría acceder por fin al aparcamiento subterráneo. Cuando llegó a su coche miró el reloj sin reprimir una mueca de estupor. Había tardado casi quince minutos desde el despacho hasta el viejo Golf gris metalizado con matrícula de Oviedo, regalo de sus padres al terminar su primera carrera universitaria, tres años atrás. Rápidamente salió a la Nacional VI, dirección Madrid, y se incorporó al atasco habitual.

Mientras conducía repasó mentalmente la información que su jefe le había pedido. Pensó que no iba a ser demasiado difícil de obtener. Parte de esa información la conseguiría quedándose a "trabajar" hasta tarde para buscar en los cajones y archivos de varios despachos, en la planta noble del palacete que albergaba la sede del partido, a dos pasos de la plaza de Cibeles. Así, además, ganaría aún más prestigio entre los dirigentes, que ya la consideraban muy trabajadora. Otros datos los deduciría de las conversaciones que escuchara o se los sacaría indirectamente a los principales políticos del partido. En último extremo, siempre podría bajar al semisótano del edificio y mantener una conversación con el secretario general de las Juventudes, que ése siempre estaba enterado de todo.

Tardó casi una hora en llegar. Aparcó en su plaza de garaje de casa, ya que vivía muy cerca. Se puso la gabardina gris perla que llevaba en el asiento de atrás y salió a la calle. Bajó por Serrano hasta la plaza de la Independencia y entró por Salustiano Olózaga. Dejando la embajada francesa a su derecha, dobló a la izquierda por Pedro Muñoz Seca e inmediatamente a la derecha por Marqués del Duero. En el número siete no había placa ni rótulo exterior alguno. Ni el impresionante edificio ni su noble portón de madera parecían propios de la sede central de un partido político, el tercero en importancia a nivel nacional. Más parecía un museo o la sede en España de un poderoso banco internacional. Unos metros más abajo, en la otra acera, la parte de atrás del soberbio palacio de Linares daba sensación de pobreza, comparada con este magnífico caserón: el palacio de Zabálburu, modernamente acondicionado por dentro para cumplir su función como oficina principal de una formación política.

Diana cruzó la puerta exterior para entrar en el patio y subió los escalones que daban acceso al interior del edificio. En el patio había un Ford Scorpio blindado y dos escoltas. "Ya está aquí el duque", pensó mientras saludaba a la chica de la recepción y al guarda jurado. Entró en el salón rodeado de columnas que hacía de enorme recibidor. En los sillones, un diputado del partido y un conocido periodista conversaban mientras una grabadora situada sobre la mesa suplía la memoria del redactor. Al ver a Diana, el parlamentario la saludó cariñosamente con un gesto y siguió con la entrevista. En plena vorágine de precampaña electoral, decenas de secretarias y cuadros medios del partido iban de un lado a otro con papeles, dándose aires de importancia. Al fondo, un gran panel presentaba el logotipo del partido: un eslabón inclinado en dos tonos de verde, junto a las siglas "CDS" en tinta negra y, justo debajo de éstas, su desarrollo: "Centro Democrático y Social".

En el ascensor se arregló un poco el peinado y se preparó para poner en escena una vez más su representación cotidiana, su actuación como miembro del gabinete del Secretario General. En la Casa había recibido, entre otros elementos de su formación, una importante capacitación psicológica que permitía a Diana simular una lealtad absoluta a los dirigentes de "su" partido mientras emitía informes diarios que proporcionaban a la Sección P-7 del CESID tanta información sobre el CDS y sus planes que casi se podía conocer las decisiones de ese partido antes de que fueran pensadas.

Llevaba un traje de falda y chaqueta en arriesgada pero exitosa combinación de rosa y verde, unos zapatos negros con el bolso a juego y su famosa gabardina a lo "inspector Colombo". Discretamente maquillada y sin apenas joyas, Diana intentaba no destacar por nada, no llamar la atención. Llevaba el pelo corto y un peinado sencillo, y, aunque solía usar lentes de contacto, al partido iba con gafas. No era fea en absoluto, por más que ella tendiera a pensar lo contrario, y sobre todo tenía un atractivo aire de mujer inteligente y dinámica. Procuraba llevar una ropa acorde con el sueldo que se le suponía a una empleada de nivel medio-alto en la sede nacional del partido. Ni más cara ni más barata. En realidad, percibía también otro ingreso muy superior como agente de la central de inteligencia. Y encima sus padres, a los que nunca les había faltado el dinero, insistían en mandarle desde Asturias una cantidad mensual y seguir pagándole su parte del alquiler. Diana compartía con otras dos chicas un piso antiguo pero bien acondicionado que pertenecía a una amiga de su madre. Había tenido suerte con su nueva misión en el CDS, porque el piso estaba en la calle de Villanueva, a dos pasos de la sede centrista.

A sus veintiséis años, recién licenciada en Filología Inglesa y poseedora desde 1986 de una licenciatura en Ciencias Políticas, cualquiera la habría tomado por una joven normal, una chica que había sido brillante en los estudios y que ahora luchaba a brazo partido contra el desempleo. De momento, había conseguido un puesto de incierto futuro en el aparato de un partido político que se iba a jugar mucho en las elecciones del 29 de octubre, dentro de poco más de un mes. Casi nadie sabía que aquella chica tan reservada tenía un cociente intelectual asombroso fuera cual fuera el test empleado, ni que presentaba unos altos niveles de intuición, memoria visual y capacidad de deducción. A los psicólogos de la Casa tan sólo les había preocupado detectar la sombra de una ligera inestabilidad emocional. Su inseguridad le llevaba a poner en escena una extroversión que en ocasiones se revelaba falsa. Diana había sido reclutada por el servicio secreto español cuando estudiaba su segunda carrera en la Universidad Autónoma de Madrid.

Subió a la segunda planta y al salir del ascensor se cruzó con Adolfo Suárez, quien, junto a su guardaespaldas y una secretaria cargada de papeles, se marchaba ya de la sede. Diana sonrió brevemente al ex presidente del gobierno, que sufría uno de sus característicos dolores de muelas y apenas reparó en ella. Se dirigió a la zona de Secretaría General, donde tenía un despacho muy pequeño pero para ella sola, lo que desde luego facilitaba mucho su doble trabajo en el palacete suarista.

Al cabo de un rato José Ramón Caso pasó delante de su puerta y, al verla, entró con unos documentos en la mano.

—Diana, voy a salir un momento. Ven luego a mi despacho, que tienes que ocuparte tú de todo lo del avión —el CDS iba a alquilar un reactor privado para la campaña electoral en ciernes—, y habla con los de prensa, por favor, que como invitemos a tantos periodistas vamos a necesitar un
Jumbo
. Ah, y además esta tarde tienes que acercarte a tu lugar favorito…

Caso sonrió ante la mirada de angustia de Diana. Si algo odiaba de aquel trabajo eran las escasas pero desagradables ocasiones en las que tenía que visitar la sede de la Federación de Madrid del partido, situada en un enorme local del paseo de Eduardo Dato, al lado de la plaza de Chamberí. Ya sabía lo que le esperaba al llegar: cotilleos, rumores, decenas de personas dándose codazos para hablar con ella u observándola de refilón y cuchicheando a sus espaldas. En plena precampaña, la sede madrileña era un hervidero de militantes en busca de una oportunidad de "aproximarse" a alguien con influencia, con mando en plaza o, simplemente, con información. Ella, por el mero hecho de trabajar en la sede nacional (territorio casi inaccesible para los militantes de a pie), y nada menos que en el gabinete de José Ramón, sería una vez más el centro de todo tipo de miradas: de envidia, de respeto, de desprecio, de sorpresa…

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