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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (15 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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Convencer a los Sabios de que la Herencia debía estar separada de su organización no iba a ser tarea fácil. Además de contravenir expresamente las instrucciones originales, condenaba a los Sabios a no poder estudiar el material guardado en el arca. La comunidad se convertiría en una mera transmisora de información y no en un centro de estudios. Pero el Viajero estaba decidido a conferirle un sentido y una misión mucho más importante. En adelante, la organización secreta ya no se limitaría a esperar el desarrollo de la humanidad. Tenía que impulsarlo. Tenía que esforzarse por conseguir que, en el menor tiempo posible, la ciencia y la tecnología progresaran hasta el nivel establecido por Zalm de Aahtl para revelar la Herencia. Junto a Akhenatón y Nefertiti, el Viajero había debatido muchas veces la necesidad de que Egipto se convirtiera en una nueva Aahtl, pero ahora comprendió que la misión era demasiado importante para cifrar sus esperanzas en la evolución de un solo reino.

Iba a ser preciso abrir el arcón en pleno viaje, con el riesgo que ello comportaba, para extraer la gran caja de oro. Se iban a dejar con el resto de la Herencia todos los manuscritos de los Doce Sabios, pero antes había que copiar las últimas versiones para continuar su perpetuación, y había que realizar dibujos de los contenidos del arcón. También, pensó el Viajero, había que reproducir con exactitud los títulos incomprensibles de los libros de Aahtl, o al menos de los que aparentemente eran más importantes. Y habría que dejar en el arcón un documento que diera fe del cambio operado respecto a las instrucciones de Zalm, fechándolo y exponiendo los planes del Viajero respecto a la nueva organización que habría de suceder a la secta de los Doce Sabios. Todo eso había que hacerlo durante el viaje para no alargar aun más la permanencia en la zona donde se iba a refugiar el arcón. El Viajero dedicó varias a horas a preparar la forma de contarle sus planes a los Sabios, y después les reunió en la popa.

Al día siguiente la calma era total. El viento no soplaba en absoluto y el oleaje era tan débil que el mar parecía uno de esos lagos tranquilos donde el Viajero había aprendido de niño a pescar con una jabalina. El piloto tenía órdenes de mantener la nave tan alejada de la costa como le fuera posible, y de evitar el encuentro con cualquier otra embarcación. Con provisiones para unos cuatro meses, el Viajero esperaba no verse obligado a realizar ninguna escala. Alrededor del barco sólo había una inmensidad azul bajo un cielo despejado. Rodeado de los Sabios, el Viajero accionó la llave y el mecanismo interior del arcón comenzó a vibrar ligeramente al tacto. Después empezaron los extraños ruidos, que afortunadamente sólo se percibían acercándose mucho, y unos minutos después ya se podía abrir. El arcón estaba protegido día y noche por cuatro hombres. El resto de la guardia y de la tripulación tenía prohibido acercarse a él. Para esta operación, el Viajero reforzó la guardia con dos hombres más. Los Sabios se aprestaron a copiar las últimas tres versiones —escritas en cinco lenguas—, de los tres documentos que recogían el testamento y los dos relatos anexos. Era un total de cuarenta y cinco documentos principales a transcribir, sin contar con las copias de algunos textos en la lengua de Aahtl que parecieran importantes, los dibujos del arca y de su contenido, etcétera.

Mientras los Sabios trabajaban, el Viajero acarició los libros y se detuvo a hojear algunos de ellos. Los había abierto casi todos muchas veces, y había repasado aquel lenguaje en busca del más mínimo detalle inteligible, siempre sin éxito. De pronto reparó en un libro que no creía haber abierto antes. No se distinguía de los demás ni por su forma ni por su tamaño, ni tampoco por la riqueza de su material. Pero le llamó la atención la portada. Todas las rígidas cubiertas de los libros del arca mostraban únicamente escritura, algunas veces en relieve y decorada en oro. Este libro era el único que, además de unas palabras, mostraba en su exterior el "dibujo perfecto" de una persona escribiendo.

El Viajero abrió el libro y comprobó que las diferencias con los demás volúmenes no terminaban en la portada. La primera mitad del libro contenía principalmente dibujos acompañados de palabras. Poco a poco, cada vez había menos dibujos y más palabras. En los primeros capítulos había múltiples dibujos de la boca humana, variando la posición de la lengua y los dientes. También había un listado de todos los símbolos de la escritura de Aahtl. Después se producía un recorrido por multitud de objetos cotidianos acompañados de palabras que sin duda debían de ser sus nombres en lengua de Aahtl. Y más adelante, numerosos esquemas parecían explicar cómo se formaban las palabras y las frases.

La emoción casi hizo que se le saltaran las lágrimas. ¡Zalm no había cometido ningún error! Lo dicho en su testamento era cierto: "En el arca está lo escrito y también la escritura", es decir, el método. Y también: "Cuando los futuros Doce Sabios dominen la escritura, les será dado leer y comprender las maravillas que encierran los libros y otros objetos del arca". ¡Se refería a que los Sabios dominaran la propia escritura de Aahtl, no la escritura en general! ¡No tenían más que aprenderla, y siempre habían tenido en sus manos el método previsto por Zalm para ello!

Era increíble que durante milenios ese libro les hubiera resultado indiferente a los sucesivos custodios de la Herencia, que ninguno de ellos hubiera comprendido su especificidad, su carácter único como llave de todos los demás. El método era la puerta a ese extraño lenguaje en el que estaba escrito todo el legado documental, pero seguramente serviría también para entender en qué consistía exactamente ese grave peligro que, según el confuso testamento de Zalm, iba a amenazar la supervivencia de la humanidad dentro de tres mil cuatrocientos cincuenta años. Ese idioma iba a ser la clave que permitiría al Viajero acceder al saber de Aahtl y convertirse, si no lo era ya, en la persona más sabia del mundo.

Por la tarde escondió el libro en el fondo del arcón, cubierto por los demás volúmenes y otros objetos. Tras meditarlo mucho, había decidido que los Sabios no debían conocer la existencia del método hasta que él mismo hubiera podido aprender el extraño lenguaje y leer los libros. Esto implicaba un importante cambio de planes. Primero había que depositar el arca en su nuevo refugio, luego recorrer una enorme distancia hasta llegar a su patria y negociar con su hermano el establecimiento de los Sabios. Después tendría que regresar solo al refugio, instalarse en él y dedicar muchos meses o tal vez un año al estudio de la documentación de Aahtl. Y finalmente regresar a Egipto siguiendo las instrucciones del rey y los dictados de su propio corazón. La tarea, con los medios disponibles en su tiempo, era casi irrealizable. Pero tenía que conseguirlo.

* * *

Dos meses más tarde, el barco llegó a su destino. Uno de los factores que le habían hecho decidirse por este nuevo emplazamiento era la ausencia prácticamente total de población, tanto en la montaña que albergaba la boca del laberinto subterráneo como en toda la región circundante. Además, las escasas tribus de aquella zona eran sociedades bastante primitivas. De todas maneras, el barco atracó en la costa sudoriental del escarpado promontorio para ocultarse así tras la gigantesca masa rocosa y pasar desapercibido. Al Viajero le llevó casi una tarde entera convencer a los Sabios de que esta vez era imposible llevar el arca cargada. Había que dividir su contenido en tres o cuatro lotes y transportarla vacía, porque la pendiente era muy pronunciada. Al día siguiente, los Sabios se dividieron en tres grupos y cada uno de ellos, custodiado por diez soldados, llevó una parte de las cajas de metal y de los libros, previamente inventariados. El Viajero acompañó a los cuatro soldados que llevaron el arcón metálico con los restantes objetos. Los grupos de Sabios tardaron ocho horas en alcanzar la posición indicada por el jefe de la expedición. Él, con el pesado arcón, casi un día entero. Los Sabios respiraron con alivio cuando se cotejo el inventario realizado con los contenidos que se depositaron nuevamente en el enorme baúl de metal. Cerrado el arcón con su llave, los Sabios y el Viajero ayudaron a levantar un pequeño campamento junto a la entrada de la cueva.

Mucho más lento y complicado iba a ser el descenso por las caprichosas galerías que había diseñado la naturaleza. Los equipos de soldados alternaban las tareas más duras con las más relajadas. Unos se ocupaban de alumbrar el camino de los demás. Otros debían explorar y trazar el croquis de aquel interminable laberinto de estalactitas y estalagmitas, bajo la supervisión del Viajero. A otros les correspondía transportar los lotes de documentos y objetos del arcón. La tarea más dura era llevar el propio arcón, y no sólo por su peso sino por sus dimensiones. Cuando había que salvar un gran descenso vertical, el arcón se descolgaba con cuerdas. Cuando el camino se estrechaba demasiado, había que calcular con precisión las dimensiones y las maniobras, y en varias ocasiones hubo que destruir alguna de aquellas columnas naturales usando el arcón como ariete. Los Sabios contemplaban la escena horrorizados, pero el arcón parecía estar hecho del metal más resistente del mundo, y su mecanismo de cierre con la llave espiral siguió funcionando como si nada. Otros hombres hacían de correos entre el campamento exterior y la expedición, llevándoles víveres y enseres.

Incluso los Sabios empezaban a pensar que aquel escondite era exagerado, que el Viajero estaba descendiendo demasiado. ¿Y si un temblor de tierra sepultaba definitivamente la Herencia? Pero, claro, eso no era un problema: los futuros destinatarios del arcón contarían con una tecnología tan avanzada que les permitiría rescatarlo por muchos terremotos que se hubieran producido. Al cabo de dos meses de lento avance, el Viajero se dio por satisfecho. Calculó que se encontraban bastante por debajo del nivel del mar y a una distancia considerable del monte. Habían salvado al menos diez puntos en los que la cueva parecía terminarse, y en el camino de salida se proponían esconder aún más esos accesos con grandes rocas. Estaban en una especie de "sala" cuya altura era la justa para que sólo el más alto de ellos, el Viajero, tuviera que andar algo encorvado. De aquella oquedad partían tres nuevas grutas, pero una de ellas terminaba a los pocos metros. Ahí se depositó el arcón. Durante una semana más, el Viajero construyó una pared con los bloques de adobe que había mandado preparar a los hombres del campamento exterior. La intensa humedad del lugar no ayudaba a su tarea, pero a duras penas logró terminar el muro, que a continuación se cubrió con piedras casi por completo.

Los Sabios se despidieron con tristeza del arca cuya custodia había dado sentido a sus vidas. Habían terminado por compartir los argumentos del Viajero y estaban seguros de que aquella era la mejor solución para preservar el secreto. Las futuras generaciones de Sabios recibirían toda la información sobre la Herencia en un largo informe que se iba a redactar tan pronto como estuviera establecida la comunidad en un lugar seguro. Además tendrían todas las copias y transcripciones realizadas durante la travesía. Lo que no se le iba a contar a los sucesores de los Sabios actuales era el lugar donde estaba el arca. Sólo perpetuarían unas instrucciones sin sentido aparente pero comprensibles para una futura humanidad desarrollada: las instrucciones para llegar a aquel monte y recuperar el legado de Aahtl.

* * *

En el extremo septentrional del Adriático había una vasta laguna que se comunicaba con el mar en varios puntos. En el centro, un archipiélago formado por ciento diecisiete minúsculas islas ofrecía un refugio perfecto. La tripulación y el grueso de la guardia recibieron la orden de permanecer allí esperando al Viajero durante seis meses como máximo. Para estar más seguro, el Viajero se negó a explicar a los asustados pilotos cómo regresar a Egipto. Dejó a la mayoría de los soldados en el barco y ordenó al oficial al mando que mantuviera el orden e impidiera la marcha del navío. Les dejó oro y joyas para comerciar con las tribus asentadas al otro lado de la laguna. Con los siete Sabios y una reducida guardia de quince hombres, emprendió el pesado camino terrestre que le condujo a su tierra natal. El camino se hizo a pie y al no haber carros ni animales para todo el mundo, éstos se emplearon solamente para cargar los objetos pesados. Llegaron cincuenta días después.

El hermano del Viajero era el caudillo del "pueblo de los lobos" desde la muerte del padre, diez años atrás. Al principio los dos hermanos se fundieron en un fuerte abrazo, pero en realidad el líder "lobo" les recibió de mala gana y con evidente suspicacia. Pronto comprendió, sin embargo, que su inteligente y enigmático hermano —que ahora se hacía llamar Zalmoxi, es decir, "otro Zalm"— no tenía intención de desplazarle del poder, y que además pensaba marcharse cuanto antes. El caudillo prometió proteger de por vida "a los seis sacerdotes y a su extraña esclava negra", que se aprestaron a estudiar la lengua local y las costumbres de aquellos ignorantes. Poco a poco, el hermano del Viajero fue aceptando a aquellos extranjeros que en apenas unas semanas mejoraron las técnicas agrícolas, curaron a dos heridos graves, levantaron varios edificios y construyeron un magnífico pozo. No le venía mal al cacique de los lobos contar con el apoyo de gente sabia, siempre que le fuera leal. La víspera de su partida, el Viajero convocó a los Sabios.

—Mañana me voy.

—Vas a reunirte con la reina, ¿verdad? —la "esclava" nubia le miró con un gesto de comprensión.

—Sí, voy a Egipto —no mencionó, por supuesto, el enorme rodeo que iba a dar en su camino hacia Akhetatón para visitar el refugio de la Herencia, aprender la lengua de Aahtl y leer los libros del arcón—. Debo volver y ayudar al faraón, y por supuesto deseo reunirme con ella. Pero regresaré para organizar con vosotros las futuras tareas de la comunidad de Sabios. Entre tanto, construid vuestras viviendas en las grutas de los montes cercanos. Así podréis mantener ocultas vuestras costumbres y reuniones. Quizá lo mejor sea que inventéis un dios y os convirtáis en sus sacerdotes: ya sabéis que aquí hay bastante tolerancia religiosa. Ayudad a mi hermano. Es un hombre tosco pero de buen corazón. Es imprescindible que os ganéis su afecto. A mi regreso tenéis que estar perfectamente integrados en esta sociedad. Ah, y debéis construir un pequeño refugio en una de vuestras viviendas para guardar toda la documentación…

—Eso fue lo primero que hicimos al llegar aquí, por supuesto —respondió uno de los egipcios, ofendido por aquellas instrucciones.

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