Los guardianes del tiempo (17 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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El espacioso bar situado en la planta de calle de la sede centrista madrileña era un turbio conspiradero, una especie de válvula de escape para que los militantes con ganas de acción se desfogaran arreglando el mundo, o al menos su partido, en innumerables tertulias, a falta de verdaderos espacios de participación política en aquel partido que, igual que los demás, estaba firmemente controlado por su cúpula. "Lo menos democrático de la democracia son los partidos políticos", había aprendido Diana en la facultad, y la realidad confirmaba la teoría. Las salas de reuniones podrían estar a veces vacías, pero el bar siempre estaba poblado de militantes que cultivaban el arte sutil de dejarse ver, cruzar miradas supuestamente inteligentes y dejar caer frases enigmáticas o tratar de descifrar las pronunciadas por otros compañeros. El bien más traficado era sin duda alguna la información pero, a falta de ésta, también servía la especulación o, sencillamente, la fábula.

Mientras el secretario general estaba fuera, Diana despachó algunos asuntos que había dejado pendientes por la mañana, antes de irse a "comer con mi padre, que está hoy en Madrid". En realidad había ido a reunirse con su jefe dentro de la Sección P-7 de la inteligencia española, en las instalaciones del CESID. Terminó un informe urgente que le había pedido Caso y lo envío por mensajero al despacho profesional de Raúl Morodo, el responsable de relaciones internacionales del partido, situado también en el paseo de Eduardo Dato.

Se trataba de un documento en inglés de apenas tres folios, destinado a ciertos dirigentes de partidos miembros de la Internacional Liberal que aún se mostraban reticentes a la operación en marcha, aunque estaba consensuada desde un año antes. Para el jueves 12 de octubre el partido español estaba preparando el acto más resonante de su campaña electoral… ¡en París! Suárez iba a ser investido presidente de la Internacional Liberal durante el congreso que la organización mundial de partidos liberales tenía previsto celebrar en la capital francesa. Todavía quedaban, sin embargo, algunos detalles por resolver, y uno de ellos era apaciguar a la pequeña minoría de congresistas que no soportaban la idea de que un ex ministro de Franco presidiera su organización. El padre simbólico y primer presidente de la Internacional Liberal había sido el ilustre político republicano Salvador de Madariaga, durante su larguísimo exilio, y para algunos miembros de la organización elegir presidente a Suárez era un insulto a su memoria y al liberalismo. La votación estaba más que ganada y de hecho la presidencia de Suárez estaba predecidida desde el congreso anterior mediante un sistema de "troika",
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pero el CDS temía que esas voces críticas deslucieran el acto con toda la prensa española delante. Para el partido iba a ser un buen golpe de efecto que, en plena campaña electoral, su líder y candidato fuera nombrado presidente de una institución política mundial. A Diana ya le había tocado, diez días antes, viajar precipitadamente a Estocolmo para tranquilizar a uno de los principales representantes de esa pequeña corriente antisuarista transnacional.

A las nueve y media de la noche, Diana salió de la sede centrista madrileña con los pulmones llenos de humo de tabaco ajeno y la ropa desencajada por el roce de tanta gente en la cafetería, que estaba más llena que nunca. Estaba deseando recorrer los escasos metros que había hasta la plaza de Chamberí para oxigenarse un poco, y luego tomar un taxi para llegar cuanto antes a casa. Ya en la ancha acera del paseo de Eduardo Dato, se encontró con un grupo de gente joven del partido con quienes había salido alguna vez a comer cerca de la sede.

—Hola, Diana. Vamos a tomar algo en el Richelieu, ¿vienes? —le invitó uno de ellos.

"Ni loca", pensó, pero de pronto cambió de idea. Para obtener algunos de los datos que le había encargado su jefe en la P-7, esa conversación podía ser interesante.

—Bueno, pero me tomo una copa y me voy, que mañana tengo un día bastante cargado…

—Si es que, claro, trabajar para José Ramón agota a cualquiera, me imagino.

Los demás jóvenes la miraron con una mezcla de respeto e interés.

—¿Trabajas para José Ramón Caso? —preguntó una chica que no tendría más de diecinueve años, pensando que esta Diana debía de ser "alguien"… ¡trabajaba directamente con el todopoderoso secretario general!

A Caso se le conocía dentro del partido simplemente como "José Ramón", sin más. Cada vez que iba a intervenir en un acto, algún pesado hacía las mismas bromas insulsas: "las palabras de José Ramón siempre vienen al
caso"
o "hagamos
caso
a José Ramón". A Suárez, en cambio, se le llamaba con mucho más respeto "el presidente". Al parecer, no le hacía ninguna gracia que le llamaran coloquialmente "el duque", por más que, en efecto, hubiera recibido del Rey el título de duque de Suárez el 25 de febrero de 1981, dos días después del intento de golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel Antonio Tejero.

—No me digas que no conocéis a la mano derecha de José Ramón —terció otro de los dirigentes de las juventudes, sonriendo y exagerando teatralmente—. Diana Román es la piedra angular que sostiene el edificio del partido, la rueda principal del engranaje que mueve el aparato político entero…

—¡Para, para…! ¡Serás exagerado, pero si llevo trabajando con él desde después de las Europeas, nada más! —protestó Diana encajando la broma. Siempre intentaba caer simpática a los de Juventudes, hacerse admitir en el grupo, pero su seriedad y su timidez mal escondida no se lo ponían nada fácil.

El grupo entró en el pub Richelieu y juntó un par de mesas. Diana estuvo un rato charlando con ellos, contribuyendo a expandir algunos rumores (que Caso le había pedido, medio en broma y medio en serio, que soltara discretamente aprovechando su visita a la federación madrileña) y tratando de arrancar algún dato útil para completar la información solicitada por su jefe en la Sección P-7. Después simuló un par de bostezos, dijo haberse levantado a las seis y se disculpó por marcharse tan pronto.

Capítulo 12

Pitesti, 26 de septiembre de 1989

Cristian estaba de muy buen humor. Al día siguiente iba a viajar por vez primera a Occidente. Estaba decidido a regresar después a Rumanía y seguir con su misión, pero el simple hecho de pasar unos días fuera del universo comunista ya era para él todo un regalo.

Esa tarde había prescindido del lujoso coche oficial y de su chófer y escolta. Al volante de su Dacia, el comandante de la unidad Z de la Securitate había recorrido el centenar de kilómetros que separan la capital rumana de la ciudad de Pitesti repasando mentalmente la conferencia que iba a pronunciar en el liceo Alexandru Odobescu, un instituto de enseñanzas medias dirigido por una vieja amiga de sus padres. La mayor dificultad iba a ser explicar las cosas de una forma comprensible y amena para aquellos chicos y chicas de diecisiete años, que seguramente estarían más interesados en cualquier otra cosa que en el mito dacio de Zalmoxis.
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Nunca se había tenido que enfrentar a un auditorio así. Se decidió a vencer su proverbial timidez mediante la típica huida hacia adelante y se preparó algunos chistes con los que intentaría amenizar la disertación, aunque se consideraba muy poco dotado para el humor.

—¿Quién de vosotros sabe por qué los dacios se llamaban dacios? —preguntó, apartando con rubor la mirada de las chicas de la primera fila, que se lo estaban comiendo con la vista.

—¿Porque llevaban coches Dacia? —el gamberro anónimo de turno provocó una carcajada y Cristian optó por sumarse a ella, mientras uno de los profesores del instituto echaba una mirada gélida al estudiante en cuestión: para él no era tan anónimo.

—Bueno, en realidad nuestros antepasados dacios nunca tuvieron esa suerte: tuvieron que conformarse con… ¡conducir Mercedes imperialistas! —la segunda carcajada de la tarde estableció una conexión especial entre Cristian y su público: se había ganado a aquella pandilla de preuniversitarios acneicos, que desde entonces le prestaron más atención. Salvo los dos o tres alborotadores habituales, claro. Los profesores más rígidos, en cambio, miraron a la directora reprochándole en silencio su elección de conferenciante.

—Bien, bromas aparte, todos habéis visto alguna vez el símbolo dacio: un lobo con cuerpo de dragón. Según el geógrafo por excelencia de la antigüedad clásica, Estrabón, el nombre "dacios" viene de la voz arcaica
"dáoi"
, que significaba precisamente "lobos". Los dacios se consideraban un pueblo de lobos o descendiente de lobos, pero yo pienso que no lo creían en sentido literal. Las investigaciones más recientes apuntan a la existencia de una misteriosa etnia previa en tierras dacias. Esta etnia llamada "de lobos", presente desde tiempos remotos, habría sido asimilada por los tracios, el gran tronco del que surgieron muchos pueblos. De esa mezcla habrían surgido nuestros getas, geto-dacios y dacios. Estas tres denominaciones se refieren sobre todo a los distintos momentos en la evolución de un pueblo que es, en esencia, el mismo: los descendientes de aquel pueblo "de lobos" incorporado a la cultura tracia. En puridad no podemos aplicarle a ese pueblo el nombre "dacio" hasta el siglo quinto o cuarto antes de nuestra era, como muy pronto. Como sabéis, la cultura dada propiamente dicha alcanzaría su esplendor en el último siglo anterior a nuestra era y en el siglo I de la misma.

»A partir de ahí ya conocéis la historia: a Roma llegó a obsesionarle el imperio que se estaba fraguando bajo el liderazgo dacio. Los dacios, en su época de gloria, contaban con un sofisticado aparato estatal y eran capaces de movilizar un ejército de doscientos mil hombres. Cuando Julio César fue asesinado estaba preparando una ofensiva contra esos peligrosos "lobos del Danubio" que durante un par de siglos mantuvieron en jaque a Roma y llegaron a representar la amenaza más seria a su hegemonía. El poderoso imperio tuvo incluso que someterse a la humillación de pagar tributos al reino dacio en algunos periodos. Finalmente, Trajano venció a los dacios en verano del año 106 de nuestra era y su último rey, Decébalo, se suicidó junto a sus hombres más leales para no caer prisionero de la legión romana, que ya se encontraba a las puertas de la capital dacia, Sarmizegetusa.

»Habréis oído mil veces que los romanos encontraron el cuerpo del rey dacio y lo decapitaron. La cabeza de Decébalo rodó semanas más tarde por las escaleras del foro romano. ¿Alguno de vosotros se llama Decebal, en honor del último rey dacio? —tres alumnos levantaron la mano— Pues ya sabéis qué ciudad no tenéis que visitar ni locos: Roma —Cristian se pasó el pulgar derecho por debajo de la barbilla simbolizando el corte de cuello, y los estudiantes se rieron de nuevo.

—¡Éste se llama Decebal Traian! —dijo un estudiante, señalando a uno de los que habían levantado la mano. Una de las profesoras iba a intervenir para poner orden, pero Cristian la detuvo con un gesto.

—Pues felicidades, chaval. Decébalo y Trajano a la vez. Eso es como llamarse Bush Gorbachov, pero en antiguo —la carcajada fue estruendosa y al pobre alumno le quedó fijado ese aparatoso mote para el resto del curso—. Bien. Como ya sabéis por vuestros libros de texto, Zalmoxis era desde muchos siglos atrás el dios principal de los dacios y de los pueblos pre-dacios. Sin embargo, yo creo que era un dios bastante raro: un dios demasiado humano. Las teorías modernas, que comparto, sostienen que Zalmoxis existió, y que fue en realidad un gobernante civil y un reformador político, social, cultural y religioso. Debió de ser un hombre extraordinariamente culto y desde luego no pudo ser, estrictamente hablando, un dacio.

»Probablemente el mito de este sabio gobernante se remonta a los albores de la Historia en tierras dacias, pocos siglos después del fin de la Edad de Bronce. Estaríamos hablando del siglo quince o catorce antes de nuestra era. Zalmoxis habría sido, por lo tanto, un dirigente de aquel "pueblo de lobos" cuya herencia habría de diferenciar a los geto-dacios frente al resto de los pueblos tracios. Heródoto de Halicarnaso, el gran historiador griego, nos habla en el siglo V antes de nuestra era de los getas (o geto-dacios) y de Zalmoxis.

»Algunas fuentes griegas habían llegado a situar a Zalmoxis como un coetáneo de Pitágoras, e incluso como un esclavo de éste, pero esto es imposible por la absoluta incoherencia de las referencias históricas. El propio Heródoto lo descarta radicalmente y afirma que Zalmoxis debió de ser muy anterior al sabio de Crotona, como mínimo seis o siete siglos.

»Un dato impresionante, en el que coinciden Heródoto y los demás autores antiguos que hablan de Zalmoxis, es que viajó a Egipto, a Babilonia y probablemente a otros países, regresando a su tierra y convirtiéndose en un líder espiritual que de alguna forma cogobernaba con el rey. En la figura de Zalmoxis encontramos, por lo tanto, a un erudito que alcanzó su sabiduría viajando por reinos enormemente distantes si tenemos en cuenta los medios de la época, para luego volcar sus conocimientos en el gobierno de su propio pueblo. Estamos entonces, probablemente, ante el primer políglota y cosmopolita de la Historia universal, que se dedicó a recorrer el mundo… ¡antes de que existiera TAROM!
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Así que no me sorprendería que cualquier día apareciera en un yacimiento arqueológico rumano algún objeto traído por Zalmoxis desde el Egipto del Imperio Nuevo, por ejemplo.

Los estudiantes estaban embobados escuchando al joven arqueólogo, pero algunos de los profesores más afectos al régimen comunista intercambiaban miradas que expresaban su desprecio a las bromas y al electismo del conferenciante, y sobre todo a esas teorías heterodoxas de los investigadores modernos, que seguramente habrían surgido por culpa de las ideas decadentes de traidores como ese burgués de Eliade.
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Ninguno de los docentes habría podido imaginar que, en su despacho de Bucarest, Cristian guardaba evidencias de que aquellas teorías no iban desencaminadas.

—Heródoto no ahorra en elogios a los geto-dacios, a quienes considera como "los más valientes de entre todos los pueblos tracios, pero también los más justos". Ese sentido de la justicia se expresaba en un complejo
corpus
de valores, principios y normas del que se sabe poco, pero que sorprendía a los demás pueblos por su complejidad y sentido común. Se trataba de un compendio de reglas dictado por el propio Zalmoxis y cumplido desde tiempo inmemorial. Esas leyes seguramente inspiraron el Belagine, el famoso código legal y moral de los dacios. Una hipótesis griega sostenía que el mito iba más allá y narraba cómo a Zalmoxis le dio este código de leyes, escrito en unas piedras o tablas, la diosa Hestia, que es la Vesta del libro hindú de los Vedas y que pasaría a la mitología romana dando origen a las vestales. Sin embargo, Zalmoxis parece ser un reformador que impulsa el monoteísmo y, sobre todo, la filosofía racionalista y el conocimiento científico.

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