Los robots del amanecer (32 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—Aquí no dispone más que de un robot, y yo tengo dos que no dejarán que sus amenazas se cumplan.

—Tengo otros veinte que acudirán inmediatamente si les llamo.

—¡Doctora Vasilia, compréndame, por favor! —exclamó Baley—. He visto lo sorprendida que se ha quedado al conocer a Daneel. Sospecho que, aunque usted trabaja en el Instituto de Robótica, donde los robots humaniformes son el punto primordial del negocio, nunca ha visto en realidad a uno de ellos completo y en funcionamiento. Por lo tanto, sus robots tampoco habrán visto ninguno. Ahora observe a Daneel. Tiene aspecto humano. Parece más humano que ninguno de los robots existentes, excepto el difunto Jander. A sus robots, doctora, Daneel les parecería seguramente un ser humano. Además, él sabrá cómo dar una orden de un modo tal que sus robots le obedezcan a él, incluso antes que a usted misma.

—Si es preciso —insistió Vasilia—, puedo reunir a veinte seres humanos del Instituto que le expulsarán del recinto, quizá produciéndole algún daño. Y sus robots, incluso Daneel, no podrán evitarlo.

—¿Y cómo piensa llamarles si mis robots no le van a permitir moverse de aquí? Tienen unos reflejos extraordinarios.

Vasilia mostró los dientes en un gesto que no podía calificarse como sonrisa.

—No sé qué decir de Daneel, pero conozco a Giskard desde que era una niña. No creo que haga nada para impedirme pedir auxilio, e imagino que también puede evitar que Daneel intervenga.

Baley intentó reprimir el temblor que notaba en su voz; estaba patinando sobre un hielo cada vez más delgado, y lo sabía.

—Antes de hacer nada —dijo—, quizá será mejor que le pregunte a Giskard cómo se comportaría si recibiera órdenes contradictorias de usted y de mí.

—¿Giskard? —dijo Vasilia con absoluta confianza. Los ojos de Giskard se volvieron de lleno hacia Vasilia y, con un extraño timbre en la voz, dijo:

—Señorita, estoy obligado a proteger al señor Baley. Tiene preferencia.

—¿De verdad? ¿Por orden de quién? ¿De este terrícola, de este extraño?

—Por orden del doctor Han Fastolfe —respondió Giskard.

Los ojos de Vasilia lanzaron un destello de furia y volvió a sentarse lentamente en el taburete. Sus manos, apoyadas en el regazo, temblaban visiblemente. La mujer masculló unas palabras a través de unos labios que apenas se movieron:

—Hasta de ti me ha separado, Giskard.

—Por si esto no le basta, doctora Vasilia —dijo Daneel de pronto, hablando sin que nadie se lo hubiera indicado—, yo también pondría el bienestar del compañero Elijah por encima del suyo.

Vasilia observó a Daneel con amarga curiosidad.

—¿Compañero Elijah? ¿Es así como le llamas?

—Sí, doctora Vasilia. Mi elección en este punto, el terrícola antes que usted, no sólo se debe a las instrucciones del doctor Fastolfe, sino también a que el terrícola y yo somos compañeros en la investigación y a que... —Daneel hizo una pausa, como si estuviera un poco perplejo por lo que iba a decir, pero finalmente lo dijo de todos modos—: y a que somos amigos.

—¿Amigos? —repitió Vasilia—. ¿Un terrícola y un robot humaniforme? Bueno, así forman un equipo igualado: ninguno de los dos es completamente humano.

—Y sin embargo estamos unidos por la amistad —añadió Baley en tono cortante—. Por su propio bien, doctora, no intente comprobar la fuerza de nuestro... —ahora fue Baley quien hizo una pausa y quien, pese a su propia sorpresa, terminó aquella frase imposible—: De nuestro amor.

—¿Qué quiere usted? —exclamó Vasilia, volviéndose hacia el hombre.

—Información. He sido llamado a Aurora, el mundo del amanecer, para resolver un asunto que no parece tener una explicación fácil. En él, el doctor Fastolfe tiene que afrontar una falsa acusación, lo cual abre la posibilidad de que se produzcan consecuencias terribles tanto para su mundo como para el mío. Daneel y Giskard comprenden la situación y saben que sólo la Primera Ley, en su sentido más pleno e inmediato, puede tener prioridad sobre mis esfuerzos por resolver el misterio. Como los robots han oído lo que he dicho y saben que existe la posibilidad de que usted hubiese intervenido en los hechos, comprenden que no deben permitir que la entrevista finalice todavía. Por tanto, vuelvo a decirle que no corra el riesgo de provocar las acciones que pueden verse obligados a realizar si se niega usted a responder a mis preguntas. Acabo de acusarla de complicidad en el asesinato de Jander Panell. ¿Niega usted la acusación o no? Tiene que darme una respuesta.

—Voy a responderle —musitó Vasilia con acritud—. ¡No hay cuidado! ¿Asesinato? ¿Un robot queda inutilizado y a eso se le llama asesinato? Bien, entonces lo niego, llámese asesinato u otra cosa. Lo niego con todas mis fuerzas. No le he dado a Gremionis información sobre robótica con el propósito de permitirle acabar con Jander. No sé lo suficiente para hacerlo y sospecho que nadie en el Instituto sabría hacerlo tampoco.

—Yo no sé si usted conoce lo suficiente para haber contribuido a cometer el delito o si otras personas del Instituto podrían tener conocimientos suficientes para hacerlo —contestó Baley—. No obstante, podemos discutir los motivos. En primer lugar, usted podría haber sentido una cierta ternura por Gremionis. Por mucho que rechazara sus ofrecimientos, y por desagradable que pudiera usted encontrarle como posible amante, ¿tan extraño sería que se sintiera abrumada por su insistencia hasta el punto de concederle su ayuda si él acudía a usted con fervor y sin peticiones sexuales que la molestaran?

—Quiere usted decir que Gremionis vino a mí y me dijo: «Vasilia, querida, quiero inutilizar a un robot. Por favor, dime cómo se hace y te estaré terriblemente agradecido». Y, según usted, yo le respondí: «Claro, querido, desde luego. Me encantaría ayudarte a cometer un crimen». ¡Vaya una estupidez! Nadie, salvo un terrícola que no tiene la menor idea de las costumbres auroranas, podría creer que algo así llegara a suceder. Ni siquiera lo creería un terrícola normal. Tendría que ser alguno muy estúpido.

—Quizá, pero deben tenerse presente todas las posibilidades. Por ejemplo, y como segunda posibilidad, ¿no podría ser que usted misma se sintiera celosa por el hecho de que Gremionis hubiera cambiado su afecto por el de Gladia? En tal caso, usted no le ayudaría por una ternura abstracta, sino guiada por un deseo muy concreto de recuperarle.

—¿Celos? Ese es un sentimiento terrestre. Si no deseaba a Gremionis para mí, ¿cómo podía preocuparme que éste se ofreciera a otra mujer y ella le aceptara o que otra mujer se le ofreciera y él aceptara?

—Ya me han dicho anteriormente que los celos por asuntos sexuales se desconocen en Aurora, y estoy dispuesto a admitir que eso es cierto en teoría, pero esas teorías rara vez se sostienen en la práctica. Seguramente hay algunas excepciones. Más aún, los celos son con demasiada frecuencia un sentimiento irracional y no pueden ser rechazados por la mera lógica. Con todo, vamos a dejar eso por el momento. Como tercera posibilidad, usted podría sentir celos de Gladia y desear hacerle daño, aunque no le importara un comino ese Gremionis.

—¿Celos de Gladia? Nunca la he visto, salvo una vez por hiperondas cuando llegó a Aurora. El hecho de que la gente haya comentado su parecido conmigo, muy de vez en cuando, nunca me ha preocupado lo más mínimo.

—¿No le molesta quizá que sea la protegida del doctor Fastolfe, su favorita, casi la hija que usted fue en otra época? Gladia la ha reemplazado...

—Por mí, encantada. No me importa en absoluto.

—¿Aunque fueran amantes?

Vasilia contempló a Baley con creciente irritación y junto a sus cabellos aparecieron unas perlas de sudor.

—No hay necesidad de hablar de eso. Me ha pedido usted que negara la acusación de que era cómplice en lo que usted denomina asesinato, y lo he negado. Ya le he dicho que no tenía ni medios ni motivo. Tiene mi permiso para presentar el caso a toda Aurora. Presente sus estúpidos intentos de encontrar un motivo. Mantenga, si quiere, que tengo los medios para haberlo hecho. No llegará a ninguna parte. Absolutamente a ninguna parte.

Y aunque en su voz había un ligero temblor debido a la furia, a Baley le pareció que sus palabras reflejaban convicción.

Vasilia no temía que la acusara.

Había accedido a verle, pensó nuevamente Baley. Eso significaba que estaba tras la pista de algo que la doctora temía. De algo que quizá temía desesperadamente.

Pero no se trataba de lo que acababan de discutir.

¿Dónde se había equivocado, entonces?, pensó Baley.

41

Inquieto, como buscando alguna escapatoria, Baley dijo:

—Supongamos que acepto su declaración, doctora Vasilia. Supongamos que reconozco que mis sospechas acerca de su complicidad en este... roboticidio, eran erróneas. Aun así, eso no significaría que no pueda ayudarme.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Por decencia humana. El doctor Han Fastolfe nos asegura que él no lo hizo, que no es un roboticida, que no puso fuera de servicio a ese robot concreto, Jander. Usted ha conocido al doctor Fastolfe mejor que nadie, se supone. Ha pasado años en íntima relación con él de ñiña y de muchacha ya crecida. Le ha visto en ocasiones y en condiciones en que no lo ha hecho nadie más. Sean cuales sean sus senti-mientos actuales hacia él, éstos no pueden cambiar el pasado. Conociéndole así, tiene usted que poder atestiguar que el doctor no es capaz, por su carácter, de hacer daño a un robot, y menos a uno que representa uno de sus logros supremos. ¿Estaría usted dispuesta a expresarse así abiertamente? ¿Ante todos los mundos? Eso sería de gran ayuda. El rostro de Vasilia pareció adquirir una expresión más dura.

—Escuche bien —dijo pronunciando cada palabra con toda intención—: no voy a meterme en esto.

—¿Por qué? ¿No le debe nada a su padre? Porque él sigue siendo su padre. Aunque la palabra no signifique nada para usted, existe una relación biológica. Además, sea o no su padre, él la cuidó, la alimentó y la educó durante años. Y usted le debe algo por todo ello.

Vasilia se echó a temblar. Se estremeció visiblemente y empezaron a castañetearle los dientes. Intentó decir algo, no lo consiguió, inspiró profundamente por dos veces y lo volvió a intentar.

—Giskard, ¿oyes todo lo que se está diciendo?

—Sí, Señorita —contestó el robot, inclinando la cabeza.

—¿Y tú, humaniforme?

—Sí, doctora Vasilia —respondió Daneel.

—¿Oyes eso tú también?

—Sí, doctora Vasilia.

—¿Los dos comprendéis que el terrícola insiste en hacerme testificar sobre el carácter del doctor Fastolfe?

Ambos robots asintieron.

—Entonces hablaré... en contra de mi voluntad y muy furiosa. Precisamente he intentado mantenerme al margen y no testificar contra él porque sentía que le debía a ese padre mío un mínimo de consideración por haberme aportado sus genes y por haberme educado en los años siguientes a mi nacimiento. Pero ahora voy a hablar. Escuche atentamente, terrícola: El doctor Fastolfe, parte de cuyos genes he hereda-do, nunca se cuidó de mí como ser humano diferenciado e individual. Para él no fui más que un experimento, un fenómeno a observar.

—Esto no es lo que le he pedido —intervino Baley moviendo la cabeza en señal de negativa. Ella se volvió encolerizada hacia él.

—Usted ha insistido en que hablara, y eso estoy haciendo. Voy a responderle. Al doctor Han Fastolfe sólo le interesa una cosa, una única cosa: el funcionamiento del cerebro humano. El doctor desea reducirlo a ecuaciones, a un diagrama de alambrado, a un rompecabezas encajado, y fundar así una ciencia matemática del comportamiento humano que le permita predecir el futuro de la humanidad. El llama a esa ciencia «psicohistoria». No puedo creer que haya hablado con usted más de una hora sin mencionar el tema, porque es la monomanía que le impulsa.

Vasilia buscó la mirada de Baley y exclamó con furiosa alegría:

—¡Puedo leer en su rostro que el doctor le ha hablado de ello! Entonces, ya debe de haberte contado que sólo le interesan los robots por lo que puedan aportarle al conocimiento del cerebro humano. Sólo le interesan los robots humaniformes porque le aproximan más aún a lo que es el cerebro humano. Sí, veo que también le ha contado eso.

»La teoría básica que hizo posible a los robots humaniformes surgió, estoy totalmente segura, de sus intentos de entender el cerebro humano. Ahora, guarda esa teoría para él solo y no permitirá que nadie más la vea porque quiere resolver el problema del cerebro humano absolutamente por su cuenta en el par de siglos que todavía le quedan de vida. Todo lo demás queda subordinado a esto. Y, sin duda alguna, eso también me incluye a mí.

Baley intentó abrirse camino entre aquel torrente de furia y dijo en voz baja:

—¿De qué modo le incluye a usted?

—Cuando nací, debería haber sido atendida con los demás niños por profesionales que conocían bien el cuidado de los recién nacidos. No debería haberme quedado sola y a cargo de un aficionado, fuera o no mi padre, por muy científico que fuese. No deberían haber consentido al doctor Fastolfe que sometiera a un niño a tal ambiente. Desde luego, no lo habrían tolerado a otra persona que no fuera Han Fastolfe. Utilizó todo su prestigio para conseguirlo, pasó a cobrar todos los favores que le debían y convenció a todas las personas clave hasta que, por fin, consiguió el control sobre mí.

—Él la amaba —murmuró Baley.

—¿Me amaba? Le hubiera servido igual cualquier otro niño, pero no disponía de otro. Lo que deseaba era tener un niño que creciera en su presencia, un cerebro en desarrollo. Quería hacer un estudio detallado de cómo se desarrollaba, del modo en que iba creciendo. Buscaba un cerebro humano en forma sencilla que fuera haciéndose complejo, para así poder estudiarlo con detalle. Con tal propósito, me sometió a un ambiente anormal y a sutiles experimentos, sin tener ninguna consideración en absoluto hacia mí como persona humana.

—No puedo creerlo. Aunque se interesara por usted como sujeto experimental, podía seguir cuidándola como ser humano.

—No. Habla usted como un terrícola. Quizás en la Tierra existe algún tipo de consideración y respeto por las relaciones biológicas, pero aquí no la hay. Yo sólo fui para él un sujeto de experimentación. Punto.

—Aunque eso fuera así al principio, el doctor Fastolfe no pudo evitar tomarle cariño, pues era un objeto indefenso confiado a su cuidado. Aunque no hubiese existido ninguna conexión biológica, aunque hubiera sido usted un animalillo, el doctor habría aprendido a amarla.

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