Baley deseó fervientemente poder creerse sus palabras.
El planeador no sobrevoló el terreno mucho rato. Cuando se detuvo, balanceándose ligeramente, Baley sintió el habitual nudo en el estómago. El leve movimiento le indicó que estaba en un vehículo e hizo desaparecer la sensación temporal de seguridad que le proporcionaba el estar entre paredes y entre robots. A través del cristal delantero y de los laterales (y a través del trasero, si volvía la cabeza) se divisaba la blancura del cielo y el verdor de la vegetación. Todo aquello formaba el Exterior, esto es, la nada. Tragó saliva, incómodo.
Se detuvieron frente a un pequeño edificio.
—¿Eso es el Personal comunitario? —preguntó Baley.
—Es el más próximo de los varios que están repartidos por los terrenos del Instituto, compañero Elijah.
—Lo habéis encontrado muy pronto. ¿Constan también estos edificios en el mapa que ha sido introducido en tu memoria?
—-Efectivamente, compañero Elijah.
—¿Está ocupado en este momento?
—Quizá, compañero Elijah, pero puede ser utilizado por tres o cuatro personas simultáneamente.
—¿Hay sitio para mí?
—Es muy probable, compañero Elijah.
—Bien, entonces dejadme salir. Iré a ver...
Los robots no se movieron.
—Señor —dijo Giskard—, nosotros no podemos entrar con usted.
—Sí, lo sé, Giskard.
—No podremos protegerle adecuadamente, señor.
Baley frunció el ceño. El robot inferior, naturalmente, debía de tener un cerebro más rígido y Baley advirtió de repente el peligro de que ambos robots no le permitieran, simplemente, quedar fuera de su vista y, por tanto, acudir al Personal. Se volvió hacia Daneel, de quien podía esperar una mayor comprensión de las necesidades humanas, y en tono de urgencia, dijo:
—Giskard, no puedo evitarlo, tengo que ir... Daneel, no puedo aguantar más. Dejadme bajar del vehículo.
Giskard miró a Daneel sin moverse y, durante un terrible instante, Baley pensó que el robot le sugeriría aliviarse en el campo próximo, al aire libre, como un animal.
El momento pasó. Daneel sentenció:
—Creo que debemos permitir que el compañero Elijah haga lo que necesita.
Ante esta intervención, Giskard cedió y dijo:
—Si puede resistir un momento, señor, investigaré primero el edificio.
Baley hizo una mueca. Giskard se apeó del vehículo y se encaminó despacio hacia el edificio. Después, metódicamente, dio una vuelta alrededor del mismo. Baley casi podía haber supuesto que, en cuanto Giskard desapareciera, la urgencia de hacer sus necesidades iba a aumentar.
Intentó distraer sus propias terminaciones nerviosas contemplando el panorama. Tras fijarse un poco, advirtió una serie de delgados cables aquí y allá, en el aire, como finos cabellos oscuros sobre el cielo blanquecino. Al principio, no se percató de ellos. Lo primero que divisó fue un objeto oval que se deslizaba bajo las nubes. Después reconoció que se trataba de un vehículo y advirtió que no flotaba, sino que estaba suspendido de un largo cable horizontal. Siguió con la mirada el cable, adelante y atrás, y se percató de que había otros similares. Entonces observó otro vehículo más lejos, y otro más aún. El más distante de los tres era una pequeña mancha sin rasgos apreciables que sólo reconoció porque antes había visto los otros, más próximos.
Indudablemente, se trataba de un teleférico para el transporte interno de una parte a otra del Instituto de Robótica.
Baley pensó en lo extensas que eran las instalaciones. Cuánto espacio inútil consumía el Instituto.
Y en cambio, aun así, no ocupaba toda la superficie. Los edificios estaban separados lo suficiente para que la vegetación pareciera no haber sido tocada y para que la vida animal y vegetal continuara (se imaginó Baley) como si de una zona silvestre se tratara.
Baley recordó Solaria. El planeta le había parecido vacío. Indudablemente, todos los mundos de los espaciales parecían vacíos. El mismo planeta Aurora lo parecía, pese a ser el más poblado y pese a que Baley se hallaba en la región más colonizada del globo. Por lo demás, también la Tierra parecía vacía, exceptuando las Ciudades.
Pero las Ciudades existían, y Baley sintió una intensa añoranza que se vio obligado a apartar de sí.
—¡Ah! —exclamó Daneel—. El amigo Giskard ha terminado su reconocimiento.
Giskard regresó al vehículo y Baley preguntó en tono áspero:
—¿Y bien? ¿Tienes la amabilidad de darme permiso...?
Se detuvo. ¿Por qué malgastar sarcasmo con aquel impenetrable pellejo de robot?
—Parece absolutamente seguro que el Personal no está ocupado.
—¡Bien! Entonces, apártate de mi camino.
Baley abrió impetuosamente la puerta del planeador y saltó a la grava de un estrecho sendero. Avanzó rápidamente, con Daneel pegado a los talones.
Cuando llegaron a la puerta del edificio, Daneel indicó sin palabras el contacto que la abriría. Daneel no se aventuró a tocar él mismo el pulsador. Probablemente, pensó Baley, haberlo hecho sin instrucciones específicas habría indicado intención de entrar, y ni siquiera la intención le estaba permitida.
Baley pulsó el contacto y entró, dejando atrás a los dos robots.
Hasta que no hubo entrado, no se le ocurrió que Giskard no había podido entrar en el Personal para comprobar si efectivamente el Personal estaba desocupado. El robot debía de haberlo juzgado así por lo que se apreciaba desde fuera, lo cual resultaba un procedimiento bastante dudoso, como mínimo.
Y Baley advirtió, con cierta intranquilidad, que por primera vez estaba aislado y separado de todos sus protectores, y que éstos, estando al otro lado de la puerta, no podrían entrar fácilmente si de pronto se encontraba en dificultades. ¿Y si en aquel momento no estaba solo en el Personal? ¿Y si Vasilia habla alertado a algún enemigo de que Baley buscaría un Personal cuando saliera de la entrevista? ¿Y si ese enemigo estaba oculto en el edificio en aquel mismo instante?
De pronto, Baley advirtió, inquieto, que estaba totalmente desarmado (lo cual no hubiera sucedido en la Tierra).
Ciertamente, el edificio no era muy grande. Había unos pequeños urinarios, uno junto a otro, en un total de media docena. También había otra media docena de lavabos, también uno al lado de otro. No había duchas, ni refrescadores de ropas, ni utensilios de afeitar.
Vio media docena de excusados, separados por unos tabiques y con una portezuela en cada uno. ¿No podía haber alguien en el ulterior de uno de ellos...?
Las portezuelas no llegaban al suelo. Avanzando lentamente, Baley se inclinó y miró por debajo de cada una, buscando la presencia de alguien. Después se acercó a cada puerta, probó si estaban cerradas y fue abriéndolas de golpe, dispuesto a cerrarlas inmediatamente al menor signo de movimiento en el interior y a salir corriendo por la puerta que daba al exterior.
Todos los excusados estaban vacíos.
Baley miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera otros rincones para esconderse.
No vio ninguno.
Volvió hasta la puerta que daba al Exterior y no encontró sistema alguno para cerrarla por dentro. Encontró lógico que no hubiera cerradura por dentro. El Personal era, evidentemente, para que varios hombres lo utilizaran simultáneamente. Las instalaciones podían permitir la entrada de otras personas mientras alguien se encontraba en el interior.
Sin embargo, no podía salir y buscar otro Personal, pues el peligro seguiría existiendo igual y, además, ya no podía aguantar más tiempo.
Por un instante, Baley se sintió incapaz de decidir cuál de la serie de urinarios utilizar. Podía acercarse y usar cualquiera. Igual que cualquier persona que entrara.
Se obligó a decidirse por uno y, consciente de la falta de intimidad que la serie de urinarios representaba, se vio incapaz de vaciar la vejiga. Seguía sintiendo la necesidad urgente de hacerlo, pero tuvo que aguardar impacientemente a que se le pasara la aprensión que sentía ante la posibilidad de que entrara alguien.
Ya no temía que entrara un enemigo, sino la mera presencia de otra persona.
Entonces pensó que los robots retrasarían, por lo menos, la entrada de cualquiera que se aproximara.
Intentó relajarse con ese pensamiento...
Ya habla terminado, muy aliviado, y se disponía a lavarse las manos cuando oyó una voz bastante tensa moderadamente aguda.
—¿Es usted Elijah Baley?
Baley se quedó helado. Después de tanta aprensión y de tantas precauciones, no se había dado cuenta de que alguien entraba. Al fin y al cabo, había estado concentrado por completo en el simple acto de vaciar la vejiga, algo que no debía haber ocupado ni una mínima fracción de su mente consciente. (¿Se estaría haciendo viejo?)
A decir verdad, la voz que acababa de oír no parecía en absoluto amenazadora. No había en ella el menor rastro de peligrosidad. Quizá se debía a que Baley seguía dando por seguro —y por tanto, sentía una plena confianza en ello— que, si no Giskard, al menos Daneel habría impedido que cualquiera que representara una amenaza pudiera entrar.
Lo que sobresaltó a Baley fue simplemente el hecho de que otra persona entrara. En toda su vida, ningún hombre se habla acercado siquiera a él —y mucho menos le había hablado— en un Personal. En la Tierra era el tabú que más rígidamente se seguía y en Solaria (y hasta aquel momento, en Aurora) siempre había utilizado Personales para una sola persona.
La voz insistió, impaciente.
—¡Vamos! ¡Usted tiene que ser Elijah Baley!
Baley se volvió, lentamente. Vio a un hombre de estatura media, elegantemente vestido con ropas en diversos tonos de azul. El hombre tenía la piel clara, el cabello rubio y un pequeño bigote ligeramente más oscuro que el cabello de la cabeza. Baley se descubrió a sí mismo contemplando fascinado la franja de pelo sobre el labio. Era la primera vez que veía a un espacial con bigote.
—Sí, soy Elijah Baley —respondió (lleno de vergüenza por el hecho de hablar en un Personal). Su voz le sonó, incluso a sí mismo, como un susurro áspero y nada convincente.
El espacial, desde luego, pareció encontrar poco convincente la información. Entrecerró los ojos y, mirándole fijamente, continuó:
—Los robots de ahí fuera me han dicho que Elijah Baley estaba aquí dentro, pero usted no se parece en nada al Baley que salió en el programa de hiperondas. No se parece en absoluto.
¡Aquel estúpido programa!, pensó Baley, furioso. Hasta el fin de sus días no podría conocer a nadie que antes no hubiera sido intoxicado con aquel maldito programa. Nadie le tomaría de entrada por un ser humano normal, falible y, cuando su fabilidad quedara al descubierto, todo el mundo le consideraría un estúpido y le rechazaría.
Se volvió otra vez hacia el lavabo, con aire resentido. Se enjuagó las manos y luego las agitó en el aire con un gesto vago, preguntándose dónde estaría el aparato de aire caliente para secarlas. El espacial tocó un pulsador y pareció surgir de la nada una toallita de pelusilla absorbente.
—Gracias —dijo Baley, recogiéndola—. El que aparecía en el programa de hiperondas no era yo. Era un actor.
—Ya lo sé, pero podían haber escogido a alguien que se pareciera un poco más a usted, ¿no cree? —La frase parecía contener una cierta protesta—. Quiero hablar con usted.
—¿Cómo ha podido librarse de mis robots?
Aparentemente, la frase tenía también un cierto tono de protesta.
—Por poco no lo consigo —dijo el espacial—. Han intentado detenerme y yo sólo traía conmigo un robot. Me he visto obligado a simular que era muy urgente que entrara, y ellos me han registrado. Literalmente, me han puesto las manos encima para ver si llevaba algo que pudiera resultar peligroso. Podría ponerle a usted un pleito si no fuera terrícola. No deben darse a los robots órdenes que puedan molestar a un ser humano.
—Lo lamento —dijo Baley con voz tensa—, pero no soy yo quien les ha dado las órdenes. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Quiero hablar con usted.
—Ya está haciéndolo... ¿quién es usted?
Su interlocutor pareció titubear y, por último, dijo:
—Gremionis.
—¿Santirix Gremionis?
—Exacto.
—¿Por qué quiere hablar conmigo?
Gremionis se quedó mirando a Baley un instante, aparentemente desconcertado. Después murmuró:
—Bueno, ya que estoy aquí... si no le importa..., yo también querría... —y avanzó hacia la línea de urinarios.
Baley comprendió lo que el espacial pretendía hacer y sintió fuertes náuseas. Se volvió de espaldas a él inmediatamente y murmuró:
—Le esperaré fuera.
—No, no se vaya —exclamó Gremionis en tono desesperado, casi en un graznido—. Esto no me llevará más que un segundo. ¡Por favor!
Baley también deseaba con igual desesperación hablar con Gremionis, y no quería hacer nada que pudiera ofender a éste, haciéndole volverse atrás. De no haber sido así, no habría accedido a tal solicitud.
Se mantuvo de espaldas a Gremionis, con los ojos casi cerrados en una especie de reflejo horrorizado. Sólo cuando Gremionis volvió a acercarse a él con las manos envueltas en otra toallita de pelusilla, pudo Baley relajarse otra vez.
—¿Por qué quiere hablar conmigo? —volvió a preguntar.
—Gladia, la mujer de Solaria... —Gremionis pareció titubear y se detuvo.
—Conozco a Gladia —dijo Baley en tono frío.
—Gladia ha hablado conmigo, por triménsico, sabe, y me ha dicho que usted le había hecho preguntas acerca de mí. También me ha preguntado si yo había manipulado para algo un robot que ella poseía, un robot de aspecto humano como uno de los que están ahí fuera...
—¿Y lo ha hecho usted, señor Gremionis?
—¡No! Ni siquiera sabía que Gladia tuviera un robot así hasta que... ¿Le dijo usted que había sido yo?
—Sólo le hice unas preguntas, señor Gremionis.
Gremionis había cerrado el puño derecho y lo apretaba ahora contra la palma de la mano izquierda. Con voz nerviosa, prosiguió:
—No quiero ser acusado falsamente de algo, y en especial si tal acusación falsa puede afectar a mi relación con Gladia.
—¿Cómo me ha localizado usted? —dijo Baley.
—Gladia me ha preguntado por ese robot y me ha dicho que usted había preguntado por mí. Yo ya sabía que usted había sido llamado a Aurora por el doctor Fastolfe para solucionar este... este problema del robot. Salió en el noticiario de hiperondas. Y...