Los robots no mostraban la menor dificultad a la hora de elegir un nicho u otro, y en ningún instante se veía que dos de ellos se dirigieran al mismo nicho. Baley se preguntó cómo evitarían el conflicto, y llegó a la conclusión de que entre los robots debía de haber algún tipo de comunicación que resultaba subliminal para los seres humanos. Era un asunto respecto al cual tendría que consultar a Daneel (si se acordaba).
Baley advirtió que Gremionis también estaba estudiando los nichos.
El aurorano se había llevado la mano al labio superior y, durante un segundo, se mesó el fino bigote con el índice. Con voz algo vacilante, dijo por fin:
—Tú, robot, el de aspecto humano, no parece adecuado que estés en ese nicho —se volvió hacia Baley y añadió—: Ese es Daneel Olivaw, el robot del doctor Fastolfe, ¿verdad?
—Sí —contestó Baley—. Él también salía en el programa de hiperondas. Mejor dicho, salía un actor en su lugar. Un actor que hacía muy bien el papel.
—Sí, lo recuerdo.
Baley advirtió que Gremionis, igual que Vasilia e incluso que Gladia y el doctor Fastolfe, se mantenía a cierta distancia. Parecía existir alrededor de Baley un campo de repulsión —invisible, inapreciable en cierto modo— que impedía a los espaciales aproximarse demasiado a él. Un campo que les impulsaba a trazar una suave curva para mantener la distancia cuando pasaban junto al terrícola.
Baley se preguntó si Gremionis sería consciente de ello o si era un reflejo puramente automático. ¿Qué harían los auroranos con las sillas donde él se sentaba mientras estaba en un establecimiento, con los platos donde comía, con las toallas que utilizaba? ¿Bastaría con la limpieza normal, o habrían medidas especiales de esterilización? ¿Acaso se desharían de todo cuanto él tocara, reponiéndolo por objetos totalmente nuevos? ¿Serían fumigados los establecimientos en cuanto abandonase el planeta, o incluso cada noche? ¿Y el Personal comunitario que había utilizado, lo derribarían para edificar uno nuevo? ¿Y la mujer que había entrado en el Personal después de él, sin percatarse de su presencia? ¿O quizás era ella la encargada de la fumigación?
Se dio cuenta de que estaba pensando tonterías.
¡Al Espacio con ello! Lo que los auroranos hicieran y el modo en que resolvieran sus problemas era asunto suyo, y Baley no iba a seguir rompiéndose la cabeza con ellos. ¡Jehoshaphat! Él ya tenía sus propios problemas y, de momento, el más inmediato era Gremionis. Se ocuparía de resolverlo después de comer.
El almuerzo fue muy sencillo y a base, sobre todo, de verduras. Sin embargo, Baley tuvo ciertos problemas con la comida por primera vez desde que estaba en el planeta. Cada una de las verduras tenía su sabor perfectamente definido. Las zanahorias sabían mucho a zanahoria y los guisantes a guisante, por decirlo así.
Un poco demasiado, quizás.
Comió un tanto de mala gana e intentó no demostrar su desagrado ante el anfitrión.
Después de algunos bocados, se dio cuenta de que iba acostumbrándose al sabor, como si sus papilas gustativas se hubieran saturado y pudieran soportar el exceso con más facilidad. A Baley se le pasó por la cabeza, con cierta tristeza que, si continuaba tomando durante un tiempo más la comida aurorana, cuando volviera a la Tierra echaría de menos la diferenciación de sabores y despreciaría la mezcla de gustos de la comida terrestre.
Hasta el hecho de que algunos alimentos fueran crujientes —lo cual le había sorprendido al principio, pues estaba convencido de que cada vez que cerraba las mandíbulas producía un ruido que debía de interferir en la conversación— se había convertido en una excitante prueba de que realmente estaba comiendo. Las comidas terrestres, en cambio, resultaban tan silenciosas que, pensó Baley, cuando las reanudara añoraría sus días en Aurora.
Empezó a comer con precaución, estudiando los sabores. Quizá cuando los terrícolas se establecieran en otros mundos, aquella comida al estilo espacial sería el rasgo distintivo de la nueva dieta, sobre todo si carecían de robots para preparar y servir las comidas.
Entonces pensó, inquieto, que no se trataba de cuando los terrestres se establecieran en otros mundos, sino de si alcanzaban tal posibilidad. Y aquel condicional, aquel si..., dependía de él, del detective Elijah Baley. El peso de aquella carga le abrumó.
Terminaron de comer. Un par de robots trajeron unas servilletas calientes y húmedas con las que los comensales se limpiaron las manos. Pero no se trataba de servilletas normales, pues cuando Baley dejó la suya en la bandeja, pareció moverse ligeramente, desmenuzarse y tomar el aspecto de una telaraña. A continuación, de pronto, pareció evaporarse y sus restos ascendieron hasta desaparecer por un agujero del techo. Baley dio un brinco y levantó los ojos hacia el techo, siguiendo la desaparición del objeto, boquiabierto.
—Es un producto nuevo que estoy probando —dijo Gremionis—. Usar y tirar, ¿ve usted? Sin embargo, todavía no sé si me gusta. Hay quien dice que los restos terminan por atascar el sistema de evacuación de desperdicios, y a otros les preocupa la contaminación, porque dicen que una parte del producto termina seguramente en los pulmones. El fabricante dice que no, pero...
Baley advirtió de repente que no habla dicho una palabra en toda la comida, y que aquella era la primera frase que uno de ellos pronunciaba desde el breve comentario acerca de Daneel, antes de que sirvieran los platos. Además, hablar de servilletas no llevaba a ninguna parte.
Con cierta brusquedad, Baley preguntó:
—¿Es usted peluquero, señor Gremionis?
El aurorano se ruborizo, y su suave piel enrojeció hasta el límite del cabello. Con voz ahogada, preguntó a su vez:
—¿Quién se lo ha dicho?
—Si es una manera impropia de referirse a su profesión, le pido disculpas. Es una palabra que utilizamos habitualmente en la Tierra y allí no se considera insultante.
—Soy estilista del cabello y diseñador de ropa —contestó Gremionis—. Es una rama del arte reconocida y valorada. De hecho, soy un artista de la personalidad.
Se llevó de nuevo el índice al bigote. Baley dijo en tono serio:
—He visto que lleva usted bigote. ¿Es corriente dejárselo, en Aurora?
—No, no lo es. Aunque espero que lo sea. Fíjese en un rostro masculino. Muchos de ellos pueden ser reforzados y mejorados con un diseño artístico del vello facial. Todo radica en el diseño, y eso forma parte de mi profesión. Naturalmente, puede llegarse a excesos. En el mundo de Pallas, por ejemplo, el vello facial es corriente, pero existe la práctica de aplicarle tintes multicolores. Los cabellos se tiñen uno por uno, de colores distintos, para producir una especie de mezcla. Bueno, eso es una tontería. No dura mucho, los colores cambian con el tiempo y eso da un aspecto horrible. Pero, aun así, es preferible en cierto modo a la ausencia de vello en el rostro. No hay nada menos atractivo que una cara calva como el desierto. La frase es mía. La utilizo en mis charlas personales con posibles clientes, y resulta muy eficaz. Las mujeres pueden prescindir del vello facial porque lo sustituyen por otro tipo de maquillajes. En el mundo de Smitheus...
Había algo de hipnótico en sus tranquilas y veloces palabras, en su actitud fervorosa, en el modo en que sus ojos se agrandaban y permanecían fijos en los de Baley, llenos de intensa sinceridad. Baley tuvo que utilizar casi la fuerza física para apartar su mirada del aurorano.
—¿Es usted roboticista, señor Gremionis? —preguntó. Gremionis pareció perplejo y un tanto confuso al verse interrumpido en mitad del discurso.
—¿Roboticista?
—Sí. Roboticista —insistió Baley.
—No, en absoluto. Utilizo robots como todo el mundo, pero no sé nada sobre lo que llevan dentro. En realidad, no me interesa.
—Pero vive usted en terrenos del Instituto de Robótica. ¿Cómo es eso?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —La voz de Gremionis era manifiestamente más hostil.
—Si no es usted roboticista...
—¡Qué tontería! —exclamó Gremionis haciendo una mueca—. Cuando se diseñó el Instituto hace algunos años, fue concebido como una comunidad autosuficiente. Tenemos nuestros propios talleres para la reparación de los vehículos de transporte, nuestros talleres de mantenimiento de los robots personales, nuestros médicos y nuestros diseñadores de edificios y estructuras. El personal del Instituto vive aquí y, por si necesitan a un artista de la personalidad, tienen a Santirix Gremionis, que también vive aquí. ¿Tiene algo de malo mi profesión para que no deba ser así?
—Yo no he dicho eso.
Gremionis se volvió hacia un lado con un aire malhumorado que la rápida negativa de Baley no consiguió mitigar. Pulsó un botón y, tras estudiar una franja rectangular multicolor, hizo algo muy parecido a un rápido y breve tamborileo con los dedos.
Una esfera descendió lentamente del techo y permaneció suspendida aproximadamente a un metro de sus cabezas. Se abrió como si fuera una naranja y en su interior se inició un juego de colores, acompañado de unos suaves sonidos. Colores y sonidos se entremezclaban con tal armonía que Baley, asombrado, descubrió que al cabo de un rato resultaba difícil distinguir unos de otros.
Las ventanas se oscurecieron y los segmentos de la esfera resaltaron todavía más.
—¿Demasiado brillante? —preguntó Gremionis.
—No —respondió Baley, tras un breve titubeo.
—Sirve de fondo ambiental y he escogido una combinación relajante que nos hará más fácil hablar de un modo civilizado, ¿sabe? ¿Nos centramos en el tema? —añadió rápidamente.
Baley apartó su atención del... de como diablos se llamara aquello (Gremionis no habia mencionado el nombre) con cierta dificultad y contestó:
—Si es tan amable, me encantaría.
—¿Ha estado usted acusándome de haber tenido algo que ver con la inmovilización de ese robot Jander?
—He estado investigando las circunstancias del fin de ese robot.
—Pero usted ha mencionado mi nombre en relación con ese fin. De hecho, hace apenas unos minutos me ha preguntado si yo era roboticista. Adivino lo que tiene en la cabeza. Pretende usted llevarme a reconocer que sé algo sobre robótica, para así incriminarme como... como el que puso fin a la actividad del robot.
—Podría utilizarse la palabra «roboticida».
—¿Roboticida? ¿Como «homicida»? No, no se puede matar a un robot. En cualquier caso, yo no he acabado con él, ni le he matado, ni como quiera usted denominarlo. No soy roboticista, ya se lo he dicho. No sé nada de robótica. ¿Cómo puede usted siquiera pensar que...?
—Tengo que investigar todas las conexiones, señor Gremionis. Jander pertenecía a Gladia, la mujer de Solaria, y usted era amigo de ella. Eso es una conexión.
—Gladia puede tener amistad con mucha gente. No veo la relación concreta conmigo.
—¿Está usted dispuesto a declarar que jamás vio a Jander en las ocasiones en que ha visitado el establecimiento de Gladia?
—¡Jamás le vi! ¡Ni una sola vez!
—¿No supo nunca que Gladia tenía un robot humaniforme?
—¡No!
—¿Nunca lo mencionó Gladia?
—Ella tenía robots por todas partes. Todos eran robots normales. Nunca me dijo una sola palabra de que tuviera alguno de otro tipo.
Baley se encogió de hombros.
—Muy bien —murmuró—. De momento, no tengo razones para suponer que no esté diciéndome la verdad.
—Entonces, dígaselo a Gladia. Esta es la razón de que haya ido a buscarle. Deseo pedirle que se lo haga saber a ella, que lo deje bien claro.
—¿Quizá Gladia tiene razones para pensar de otro modo?
—Naturalmente. Usted le ha envenenado el cerebro. Le ha hecho preguntas sobre mí en relación con el caso y ella ha pensado que... Le ha hecho usted dudar de... Lo cierto es que esta mañana me ha llamado y me ha preguntado si yo tenía algo que ver con el asunto.
—¿Y usted lo ha negado?
—Por supuesto, y con toda rotundidad, además, porque realmente no he tenido nada que ver. Sin embargo, no suena convincente mi sola negativa. Quiero que usted la confirme. Quiero que le diga a Gladia que, en su opinión, no tengo nada que ver en todo este asunto. Usted mismo lo ha dicho y no puede destruir mi reputación sin tener pruebas en mi contra. Puedo actuar contra usted.
—¿Ante quién?
—Ante el Comité para la Defensa de la Persona. Ante la Asamblea Legislativa. El director del Instituto es amigo íntimo del propio Presidente y ya le he remitido un informe completo sobre el tema. No estoy a la espera, ¿comprende usted? Estoy realizando las acciones oportunas.
Gremionis movió la cabeza en un gesto que quizá quería expresar furia, pero que no convencía demasiado, considerando la suavidad de sus facciones.
—Escuche —prosiguió—, esto no es la Tierra. Aquí gozamos de protección. Su planeta, con la superpoblación, obliga a la gente a vivir en colmenas, en hormigueros. Se aplastan ustedes unos contra otros, se ahogan mutuamente, y no importa. Una vida o un millón de vidas, no importan nada.
Baley luchó por evitar que su voz expresara desprecio cuando respondió:
—Ha leído usted demasiadas novelas históricas.
—Por supuesto que sí. Y los libros describen su planeta tal como es. No se puede tener a miles de millones de personas en un único mundo sin que sea así. En Aurora, cada uno de nosotros es una vida valiosa. Cada uno de nosotros está protegido físicamente por los robots, de modo que nunca se produce en Aurora un atraco, y mucho menos un asesinato.
—Excepto el de Jander.
—Eso no es un asesinato; Jander era sólo un robot. Y nuestra Legislación nos protege de otros tipos de daño más sutiles que el atraco. El Comité para la Defensa de la Persona estudia minuciosamente, muy minuciosamente, cualquier acción que perjudique injustamente la reputación o el estatus social de cualquier ciudadano individual. Si un aurorano actuara como lo hace usted, se vería metido en un buen problema. Siendo usted terrícola...
—Estoy llevando a cabo una investigación invitado, supongo, por la Asamblea —replicó Baley—. Estoy seguro de que el doctor Fastolfe no podría haberme traído aquí sin su permiso.
—Quizás, pero eso no le da derecho a sobrepasar las limitaciones de una investigación justa.
—Entonces, ¿va usted a llevar el asunto ante la Asamblea Legislativa? —preguntó Baley.
—Voy a hacer que el director del Instituto...
—Por cierto, ¿cómo se llama el director?