Más muerto que nunca (25 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Más muerto que nunca
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A la mañana siguiente me dieron el alta. Cuando acudí al mostrador de administración, la empleada, la «Srta. Beeson» según su placa identificativa, me dijo:

—Ya está pagado.

—¿Por quién? —pregunté.

—La persona que lo ha hecho desea permanecer en el anonimato —dijo la empleada, mostrándome en su rostro moreno y redondo una expresión que quería darme a entender que debía aceptar el regalo sin rechistar.

Me sentí incómoda, muy incómoda. En el banco tenía dinero suficiente para pagar el importe total de la factura, sin necesidad de ir abonando plazos mensuales. Y todo tiene un precio. Había gente a quien no me apetecía deberle ningún favor. Y cuando vi el importe total al final de la factura, descubrí que le debía a alguien un favor muy grande.

A lo mejor debería haberme quedado más rato en administración y haber discutido con más ímpetu con la señorita Beeson, pero no me sentía con fuerzas para ello. Me apetecía ducharme, o al menos lavarme —un lavado más a fondo que el somero repaso que, con mucho cuidado y muy despacio, me había dado a primera hora—. Me apetecía comer mi propia comida. Quería paz y soledad. Así que regresé a la silla de ruedas y dejé que una auxiliar me condujera hasta la entrada principal. Cuando se me ocurrió que no tenía manera de regresar a casa, me sentí como una imbécil. Mi coche debía de seguir en el aparcamiento de la biblioteca de Bon Temps... y además se suponía que no podía conducir hasta pasados unos días.

Justo cuando iba a pedirle a la auxiliar que volviera a meterme en el hospital para subir a la habitación de Calvin (con la idea de que tal vez Dawson pudiera acompañarme), se detuvo delante de mí un reluciente Impala rojo. En el interior, Claude, el hermano de Claudine, se inclinó para abrir la puerta del lado del pasajero. Permanecí sentada, mirándole.

—Y, bien, ¿piensas subir? —dijo medio enfadado.

—Caray —murmuró la auxiliar—. Caray. —Respiraba de tal manera que pensé que los botones de la blusa acabarían saliendo disparados.

Había coincidido con Claude, el hermano de Claudine. Una sola vez. Y había olvidado lo atractivo que era. Claude era tremendamente impresionante, tan encantador que su proximidad me ponía más tensa que la cuerda de los equilibristas. Relajarse a su lado era como intentar mostrarse indiferente ante Brad Pitt.

Claude había sido
stripper
y actuaba en la noche de las mujeres en Hooligans, un club de Monroe, pero últimamente no sólo había pasado a dirigir el club, sino que además había expandido su carrera hacia el mundo del modelaje fotográfico y la pasarela. En el norte de Luisiana las oportunidades de este tipo eran muy escasas, por lo que Claude —según Claudine— había decidido competir para el premio de Mister Romántica que otorgaban un grupo de aficionadas a las novelas románticas. Se había operado incluso las orejas para que no se le viesen tan puntiagudas. El premio consistía en aparecer en la portada de un libro de este género. Conocía pocos detalles sobre el concurso, pero sabía perfectamente bien lo que inspiraba Claude sólo de verlo. Estaba segura de que ganaría el concurso por unanimidad.

Claudine había mencionado que Claude acababa de romper con su novio, por lo que estaba libre: su metro ochenta, condimentado con un cabello negro ondulado, músculos igual de ondulados y unos abdominales marcados que podrían aparecer sin problemas en
Abs Weekly.
Si a todo eso le sumas mentalmente un par de ojos castaños aterciopelados, una mandíbula esculpida y una boca sensual con un labio inferior besucón, obtienes a Claude como resultado final. Era impresionante.

Sin la ayuda de la auxiliar, que seguía repitiendo «Caray, caray, caray», me levanté muy lentamente de la silla de ruedas y me acomodé en el coche.

—Gracias —le dije a Claude, intentando no revelar mi asombro.

—Claudine no podía dejar el trabajo y me ha llamado para despertarme y pedirme que viniera a hacerte de chófer —dijo Claude, aparentemente molesto.

—Muchas gracias por venirme a buscar —dije, después de considerar diferentes respuestas.

Me di cuenta de que Claude, pese a que yo no lo había visto nunca por la zona (y creo que he dejado claro que era difícil pasarlo por alto), no tuvo que preguntarme ninguna indicación para llegar a Bon Temps.

—¿Qué tal va tu hombro? —preguntó de repente, como si acabara de recordar que tenía que ser cortés y formularme esa pregunta.

—Convaleciente —dije—. Y me han dado una receta para ir a buscar analgésicos.

—Así que me imagino que tendremos que ir a recogerlos, ¿no?

—Hummm, bueno, estaría bien, ya que me parece que no podré conducir hasta dentro de unos días.

Cuando llegamos a Bon Temps le indiqué a Claude cómo llegar a la farmacia, y encontró aparcamiento justo enfrente. Conseguí salir del coche y recoger los medicamentos, puesto que Claude no se ofreció a hacerlo por mí. El farmacéutico, naturalmente, ya se había enterado de lo que me había pasado y me preguntó que adonde íbamos a llegar. No pude responderle.

Mientras el farmacéutico me preparaba lo que me habían recetado, especulé sobre la posibilidad de que Claude fuera bisexual..., aunque fuera sólo un poquito. Todas las mujeres que entraban en la farmacia lo hacían con una expresión vidriosa. Por supuesto, ninguna de ellas había tenido el privilegio de mantener una conversación con Claude y, en consecuencia, no conocían su brillante personalidad.

—Has tardado —dijo Claude cuando volví a subir al coche.

—Sí, «Don Habilidades Sociales» —le espeté—. A partir de ahora intentaré darme más prisa. No sé por qué, pero eso de que me hayan pegado un tiro me obliga a ir más lenta. Pido mil perdones.

Vi por el rabillo del ojo que a Claude se le subían los colores.

—Lo siento —dijo algo cortante—. He sido muy seco. La gente me dice que soy maleducado.

—¡No! ¿De verdad?

—Sí —admitió, y luego se dio cuenta de mi sarcasmo. Me lanzó una mirada que habría calificado de furibunda de haber venido de una criatura menos bella que él—. Oye, tengo que pedirte un favor.

—Partes de un buen principio. Me has ablandado el corazón.

—¿Quieres parar ya con eso? Ya sé que no soy..., no soy...

—¿Educado? ¿Mínimamente cortés? ¿Galante? ¿Vamos bien por aquí?

—¡Sookie! —vociferó—. ¡Cállate!

Necesitaba una de mis pastillas para el dolor.

—¿Sí, Claude? —dije en voz baja y con un tono razonable.

—Los que organizan el desfile quieren un
book.
Iré a un estudio que hay en Ruston para realizar una sesión fotográfica y pienso que estaría bien tener también algunas fotografías más de pose. Como las que aparecen en la portada de esos libros que lee Claudine. Ella dice que debería posar con una rubia, ya que soy moreno. Había pensado en ti.

Me imagino que si Claude me hubiera dicho que quería que fuese la madre de su hijo me habría sorprendido más, aunque poco más. Pese a que él era el hombre más maleducado que había conocido en mi vida, su hermana había adquirido la costumbre de salvarme la vida. Tenía que mostrarme complaciente por lo mucho que le debía a ella.

—¿Necesitaré algún tipo de disfraz?

—Sí. Pero, como el fotógrafo es aficionado al teatro, también alquila disfraces para Halloween, por lo que supone que tendrá algo que nos vaya bien. ¿Qué talla tienes?

—Una treinta y ocho. —A veces más bien una cuarenta. Y también, de higos a brevas, una treinta y seis, ¿entendido?

—Y ¿cuándo te viene bien?

—Primero se tiene que curar mi hombro —dije—. El vendaje no quedaría muy bien en las fotografías.

—Oh, sí, claro. ¿Me llamarás, entonces?

—Sí.

—¿No te olvidarás?

—No. Me apetece mucho hacerlo. —De hecho, lo que me apetecía en aquel momento era disfrutar de mi propio espacio, olvidarme de cualquier otra persona, tomarme una Coca-Cola Light y una de esas pastillas que tenía en la mano. A lo mejor echaría una siestecilla antes de darme la ducha que también estaba en mi lista.

—Conozco a la cocinera del Merlotte's —dijo Claude, que evidentemente acababa de abrir sus compuertas.

—¿A Sweetie?

—¿Es así como se hace llamar? Trabajaba en Foxy Femmes.

—¿Era
stripper?

—Sí, hasta lo del accidente.

—¿Que Sweetie tuvo un accidente? —A cada minuto que pasaba me sentía más agotada.

—Sí, le quedaron cicatrices y ya no quiso desnudarse más. Habría necesitado mucho maquillaje, argumentó. Además, por aquel entonces, ya empezaba a ser un poco «vieja» para desnudarse.

—Pobrecilla —dije. Traté de imaginarme a Sweetie desfilando por una pasarela con tacones altos y plumas. Perturbador.

—No se lo menciones nunca —me aconsejó Claude.

Aparcamos delante del adosado. Alguien había ido al aparcamiento de la biblioteca a recoger mi coche y me lo había dejado en casa. En aquel momento se abrió la puerta del otro lado del adosado y apareció Halleigh Robinson con mis llaves. Yo iba vestida con el pantalón negro del trabajo, pues había sufrido el disparo cuando iba de camino al Merlotte's, pero la camiseta del bar había quedado inservible y en el hospital me habían dado una sudadera blanca que alguien se habría dejado allí. Me venía enorme, pero Halleigh no se había quedado clavada en la puerta por eso. Tenía la boca tan abierta que pensé que acabaría tragándose una mosca. Claude había salido del coche para ayudarme a entrar en casa y la visión había dejado paralizada a la joven maestra.

Claude me pasó el brazo por los hombros con ternura, inclinó la cabeza para lanzarme una mirada adorable y me guiñó el ojo.

Era la primera pista que recibía dándome a entender que Claude tenía sentido del humor. Me gustó descubrir que a todo el mundo le parecía agradable Claude.

—Gracias por las llaves —dije, y Halleigh recordó de repente que sabía caminar.

—Hummm —acertó a decir—. Hummm, de nada. —Dejó caer las llaves cerca de mi mano y las cogí al vuelo.

—Halleigh, te presento a mi amigo Claude —dije con lo que esperaba pareciese una sonrisa intencionada.

Claude trasladó el brazo a mi cintura y le lanzó una de sus miradas distraídas, sin separar apenas sus ojos de los míos. ¡Ay, Dios mío!

—Hola, Halleigh —dijo con su mejor voz de barítono.

—Tienes suerte de que alguien te haya acompañado a casa desde el hospital -—dijo Halleigh—. Muy amable por tu parte..., Claude.

—Haría cualquier cosa por Sookie —dijo cariñosamente Claude.

—¿De verdad? —Halleigh estaba conmocionada—. Oh, estupendo. Andy ha traído tu coche hasta aquí, Sookie, y me ha pedido que te dé las llaves. Es una suerte que me encuentres. Sólo he venido un momento a casa para comer y ahora tengo que volver a... —Lanzó una última mirada a Claude mientras entraba en su pequeño Mazda para volver al colegio.

Abrí la puerta con torpeza y entré en la pequeña sala de estar.

—Estaré aquí instalada mientras reconstruyen mi casa —le expliqué a Claude. Me sentía un poco incómoda en aquella estancia tan pequeña y vacía—. Acababa de trasladarme el día que me dispararon. Ayer —dije casi perpleja.

Claude, que había hecho desaparecer por completo la falsa admiración tan pronto como Halleigh se hubo ido, me miró con cierto menosprecio.

—Has tenido muy mala suerte —observó.

—En cierto sentido —dije. Pensé entonces en toda la ayuda que había recibido, y en mis amigos. Recordé la simple satisfacción de haber podido dormir cerca de Bill la noche anterior—. Es evidente que mi suerte podía haber sido peor —añadí, hablando prácticamente para mí misma.

Mi filosofía traía sin cuidado a Claude.

Después de darle de nuevo las gracias y de decirle que le diera a Claudine un abrazo de mi parte, repetí mi promesa de llamarlo cuando tuviera la herida curada para lo de la sesión fotográfica.

El hombro empezaba a dolerme. En cuanto cerré la puerta, me tomé una pastilla. El día anterior por la tarde había llamado a la compañía telefónica desde la biblioteca y, para mi sorpresa y satisfacción, al descolgar el auricular descubrí que ya tenía línea. Llamé al móvil de Jason para decirle que había salido del hospital, pero no me respondió, de modo que le dejé un mensaje en el buzón de voz. Después llamé al bar para decirle a Sam que me reincorporaría al trabajo al día siguiente. Había perdido dos días de sueldo y propinas y no podía permitirme perder más.

Me acosté en la cama y me dormí un buen rato.

Cuando me desperté, el cielo había oscurecido y presagiaba lluvia. En el jardín de la casa, un pequeño arce se agitaba de manera alarmante. Pensé en el tejado de zinc que tanto le gustaba a mi abuela y en el estruendo de las gotas cuando golpeaban en su dura superficie. La lluvia en la ciudad sería más silenciosa.

Observé desde la ventana de mi habitación la ventana idéntica del adosado vecino y estaba preguntándome quién viviría allí cuando alguien llamó bruscamente a la puerta. Arlene se había quedado sin aliento porque se había puesto a correr al notar las primeras gotas de lluvia, y el olor a comida que la acompañaba despertó de repente mi estómago.

—No he tenido tiempo de cocinarte nada —dijo disculpándose en cuanto me hice a un lado para dejarla entrar—. Pero me he acordado de que cuando estás baja de moral te suele apetecer una hamburguesa doble con beicon, y me he imaginado que estarías bastante baja de moral.

—Has acertado —contesté, aunque empezaba a descubrir que me sentía mucho mejor que por la mañana. Entré en la cocina para coger un plato y Arlene me siguió, repasando con la vista hasta el último rincón.

—¡Oye, esto no está nada mal! —exclamó. Aunque yo lo veía desnudo, mi hogar temporal debía de parecerle a Arlene un lugar libre de estorbos—. ¿Cómo fue? —preguntó Arlene. Intenté no escuchar sus pensamientos, pues ella pensaba que de todos sus conocidos, yo era la persona que en más problemas se metía—. ¡Vaya susto debiste de llevarte!

—Sí. —Me puse seria, y mi voz me acompañó—. Me asusté mucho.

—La ciudad entera habla de lo sucedido —dijo con naturalidad Arlene. Precisamente lo que más me apetecía escuchar: me había convertido en la protagonista de las conversaciones de todo el mundo—. ¿Te acuerdas de Dennis Pettibone?

—¿El experto en incendios provocados? —pregunté—. Claro que sí.

—Hemos quedado para mañana por la noche.

—Así se hace, Arlene. Y ¿qué haréis?

—Iremos con los niños a la pista de patinaje de Grainger. El tiene una niña, Katy, de trece años.

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