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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

Me muero por ir al cielo (2 page)

BOOK: Me muero por ir al cielo
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A Norma le horrorizaba parecerse en algo a su madre. Ida Shimfissle, más pequeña y más bonita que Elner, había hecho una buena boda y nunca había tratado muy bien a su hermana. Incluso se había negado a visitarla tras su traslado a la ciudad, mientras criara pollos en el patio. «Es muy de pueblo», había dicho. Pero ayer, cuando la tía Elner señaló los girasoles y proclamó con orgullo «son bonitos, ¿eh? Los trajo Merle, y no hay que regarlos», Norma hizo un esfuerzo ímprobo para no coger los girasoles y correr chillando hasta el cubo de basura más próximo. En vez de hacerlo, se limitó a asentir con simpatía. Norma también sabía de dónde había sacado Merle las flores. Había visto unas exactamente iguales en el programa «Mañanas de los martes». Por desgracia, el cementerio municipal estaba lleno de arreglos similares. A Norma siempre le había parecido de pésimo gusto que la gente colocara flores de plástico en una tumba; era algo tan ordinario como los cuadros en terciopelo negro de la Santa Cena. En todo caso, tampoco entendió nunca por qué había quien ponía ventanas correderas de aluminio o tenía un televisor en el comedor.

En lo que a Norma respectaba, ya no había excusas para el mal gusto, o al menos no se le ocurría ninguna, cuando todo era tan sencillo como leer revistas y copiar, o ver los programas de diseño del canal
Casa y Jardín
. Menos mal que había aparecido Martha Stewart para introducir un poco de estilo entre el público estadounidense. De acuerdo, ahora era una delincuente habitual, pero antes de irse hizo muchas cosas buenas. De todos modos, a Norma no sólo le importaban las cuestiones de la casa y el tiempo libre. Se sentía muy a menudo consternada por la forma de vestir de la gente. «Por los demás seres humanos tenemos la obligación de mostrar el mejor aspecto posible, es sólo simple cortesía», solía decir su madre. Pero ahora todo el mundo llevaba, incluso en los aviones, zapatillas deportivas, sudaderas y gorras de béisbol. No es que Norma se pusiera siempre elegante como solía. Se la había visto correr al centro comercial vistiendo un conjunto de
footing
de velludillo naranja, si bien nunca iba a ninguna parte sin pendientes y maquillaje. En esas dos cosas no transigía jamás. Cuando Norma volvió a mirar el reloj eran casi las ocho y media. ¿Por qué no llamaba Macky? Había llegado de sobra. «Oh, Dios mío —pensó—, no me digas que Macky ha tenido un accidente y ha muerto, esta mañana ya sólo me faltaba esto. ¡La tía Elner se cae de un árbol y se rompe la cadera y el mismo día yo me quedo viuda!» A las ocho y treinta y un minutos ya no aguantaba más; cuando se disponía a marcar el número de Macky sonó el teléfono, lo que le causó un susto tremendo.

—Norma, escúchame —empezó a decir Macky—. No te pongas nerviosa.

Ella percibió claramente en el tono de voz que había pasado algo horrible. Macky siempre empezaba las conversaciones diciendo «ella está bien, ya te dije que no te preocuparas», pero esta vez no. Norma contuvo la respiración. «Ahí está», pensó. Se estaba produciendo realmente la llamada que tanto le aterraba recibir. Notó que el corazón le latía aún con más fuerza que antes y que se le secaba la boca mientras trataba de permanecer en calma y se preparaba para la noticia.

—No te alarmes —continuó Macky—, pero han llamado a una ambulancia.

—¡Una ambulancia! —gritó ella—. ¡Oh, Dios mío! ¿Se ha roto algo? ¡Lo sabía! ¿Está herida de gravedad?

—No lo sé, pero es mejor que vengas por aquí; seguramente tendrás que firmar algunos papeles.

—Oh, Dios mío. ¿Tiene dolores?

Hubo una pausa, y luego Macky contestó.

—No, no tiene dolor. Ven enseguida, nada más.

—Se ha roto la cadera, ¿verdad? No hace falta que me lo digas. Sé que es así. Lo sabía. ¡Le he dicho mil veces que no se subiera a esa escalera!

Macky la interrumpió y volvió a hablar:

—Norma, ven en cuanto puedas y ya está.

No quería ser grosero con Norma, y lamentaba colgarle de nuevo, pero al mismo tiempo no quería decirle que la tía Elner había perdido el conocimiento y dormía como un tronco. En ese momento, de hecho, él no tenía ni idea de si había algo roto, ni siquiera de si había alguna herida grave. Cuando unos minutos antes había llegado a casa de la tía Elner, ésta se hallaba tendida en el suelo, bajo la higuera, con Ruby Robinson sentada a su lado tomándole el pulso, mientras Tot, la otra vecina, estaba a su lado, de pie, enfrascada en un reportaje en directo.

El testigo presencial

8h 2m de la mañana

Más temprano, exactamente a las ocho y dos minutos de la mañana, Tot Whooten, una pelirroja enjuta y nervuda que siempre llevaba sombra de ojos azul pálido por mucho que desde los años setenta estaba pasada de moda, iba camino de su trabajo en el salón de belleza porque debía teñirle el pelo a su clienta Beverly Cortwright y tenía que llegar un poco antes para hacer unas mezclas. Mientras pasaba frente a la casa de Elner Shimfissle, miró casualmente hacia arriba justo en el momento en que su vecina perdía el equilibrio y se caía de una escalera de unos dos metros y medio, con lo que parecían un centenar de avispas zumbando a su alrededor y siguiéndola hasta el suelo. Después de que la pobre Elner aterrizara con un ruido sordo, Tot le chilló «¡Elner, no te muevas!», y se precipitó a los escalones del porche de la otra vecina gritando a voz en cuello: «¡Ruby! ¡Ruby! ¡Sal enseguida! ¡Elner ha vuelto a caerse del árbol!» Ruby Robinson, una mujer diminuta de poco más de metro y medio, cuyas gafas bifocales hacían que sus ojos parecieran el doble de grandes, estaba desayunando, pero en cuanto oyó a Tot se puso en pie de un salto, cogió de la mesa del vestíbulo el pequeño maletín médico de cuero negro y corrió todo lo que pudo. Cuando las dos llegaron al borde del patio, unas veinte avispas enojadas y molestas aún revoloteaban en torno al árbol, y Elner Shimfissle yacía inconsciente en tierra. Ruby buscó inmediatamente en el bolso, sacó el frasco de sales aromáticas y lo abrió de golpe bajo la nariz de Elner mientras Tot relataba lo que acababa de presenciar a los demás vecinos, que empezaban a salir de sus casas y a congregarse alrededor de la higuera.

—Iba a trabajar —dijo—, cuando oí un ruido fuerte, un zumbido, fuuu… fuuu… fuuu, así que miré arriba y vi a Elner tirándose hacia atrás desde lo alto de la escalera, y luego… ¡Zas! ¡Pum! Golpeó en el suelo, y menos mal que tiene un buen trasero, porque al caer no dio ninguna voltereta ni nada; se desplomó como una tonelada de ladrillos.

Ruby puso enseguida otro frasco de sales bajo la nariz de Elner, pero ésta no volvía en sí. Sin quitar los ojos ni un instante de su paciente, de pronto Ruby comenzó a dar órdenes a gritos.

—¡Que alguien llame a una ambulancia! Merle, trae un par de mantas. Tot, llama a Norma y explícale qué ha pasado.

Ruby, que en otro tiempo había sido enfermera jefe en un gran hospital, sabía dar órdenes, y todos se dispersaron e hicieron exactamente lo que ella les había dicho.

Norma sale a la carretera

8h 33m de la mañana

En cuanto hubo colgado el teléfono a Macky, Norma corrió otra vez a la cocina a echarse agua fría en la cara, y acto seguido voló desesperada por la casa mientras recogía el bolso, folletos informativos de Medicaid y papeles del seguro médico, pasta dentífrica y un cepillo de dientes, y todo aquello que su tía pudiera necesitar en el hospital. Norma había temido durante años que pasara algo así, y ahora se alegraba de haber tenido la previsión de planearlo. Diez años atrás había preparado una carpeta con las palabras «Hospital, Emergencia, tía Elner».

También tenía un equipo de emergencia para terremotos en el garaje, donde guardaba agua embotellada, cerillas, seis latas de chiles Del Monte, una pequeña provisión de sus hormonas, medicamento para la tiroides, aspirinas, un bote de crema limpiadora Merle Norman, quitaesmalte y unos pendientes de repuesto. No era muy probable que se produjera un terremoto en Elmwood Springs, Misuri, pero ella creía que era mejor prevenir que curar.

Después de recoger todas las cosas para la tía Elner, Norma salió a toda prisa de la casa y le gritó a una mujer del jardín de al lado:

—Voy al hospital, mi tía se ha vuelto a caer de un árbol.

Subió al coche de un salto y arrancó. La mujer, que no conocía mucho a Norma, se quedó parada y la vio partir preguntándose qué demonios estaría haciendo su tía en un árbol. Norma dobló la cerrada esquina, salió del complejo y cruzó la ciudad todo lo rápido que pudo sin infringir la ley. La última vez que la tía Elner se cayó y Norma tuvo que salir precipitadamente, la patrulla la paró y le puso una multa por exceso de velocidad, la primera de su vida, y para colmo de males, al dar marcha atrás para irse pisó el pie del agente. Menos mal que éste era amigo de Macky, si no quizá la habrían metido en la cárcel de por vida. Norma sabía que debía procurar que no la multaran otra vez: obedecía las señales de limitación de la velocidad, pero mientras conducía, sus pensamientos iban a mil por hora. Cuanto más pensaba Norma en los acontecimientos de los últimos seis meses, más furiosa se ponía y más culpaba a Macky de la situación actual de su tía. Si se hubieran quedado en Florida en vez de regresar a casa, esto no habría ocurrido. Cuando llegó al cruce con la interestatal y tuvo que esperar a que el semáforo rojo más largo de la historia de la humanidad cambiara a verde, su mente se remontó a ese fatídico día de seis meses atrás…

Era martes por la tarde, y la tía Elner estaba jugando su partida de bingo en el centro cívico. Norma acababa de llegar de su reunión de «Personas que cuidan la línea», y se sentía de muy buen humor tras haber perdido casi otro kilo y recibido del director una pegatina de rostro sonriente, cuando Macky soltó la bomba. Abrió la puerta de la calle, y él estaba en el salón esperándola, con una mirada extraña, la que siempre tenía cuando había tomado alguna decisión, y efectivamente le dijo que se sentara, que quería decirle algo. «Oh, Dios, qué será ahora?», pensó, y cuando él se lo hubo explicado, Norma no daba crédito a sus oídos. Después de que Macky hubiera pasado por lo que ella denominaba su «período chiflado de la mediana edad con diez años de retraso» y hubieran vendido la ferretería, la casa y la mayoría de los muebles y se hubieran trasladado todos a Vero Beach, Florida, incluida la tía Elner y su gato
Sonny
, no faltaba nadie, ahora estaba él ahí sentado ¡diciéndole que quería volver! Habían pasado sólo dos años viviendo en una casa de tres habitaciones en régimen de condominio con jardín común y vistas de naranjos en un edificio de hormigón color menta en Leisure Village Central, y ahora él decía que ya estaba harto de Florida, los huracanes, el tráfico y los viejos que conducían a menos de cincuenta. Ella lo miraba totalmente incrédula.

—¿Me estás diciendo que después de haber vendido prácticamente todo lo que teníamos y dedicado los dos últimos años a arreglar este sitio ahora quieres regresar a casa?

—Sí.

—Durante años no paraste de repetir «me muero de ganas de ir a vivir a Florida».

—Ya sé, pero…

Ella lo interrumpió de nuevo.

—Antes de mudarnos te pregunté: «¿Estás seguro de que quieres hacer esto ahora?» «Oh, sí—contestaste—. Por qué esperar, vayamos pronto y adelantémonos a los
babyboomers.»

—Sí, lo dije, pero…

—¿Recuerdas también que a petición tuya regalé toda nuestra ropa de invierno a la Beneficencia? Dijiste «por qué vamos a llevar todos esos abrigos y jerséis a Florida. No tendré que recoger más hojas con el rastrillo ni quitaré más nieve de la acera con la pala, ¿para qué un abrigo grueso?».

Macky se revolvió un poco en la silla mientras ella seguía hablando.

—Pero aparte de que ahora no tenemos casa ni ropa de invierno, no podemos regresar.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? ¿Qué va a pensar la gente?

—¿Sobre qué?

—¿Sobre qué? Pensarán que somos una panda de cabezas huecas, yendo de aquí para allá como una tribu de gitanos.

—Norma, nos hemos mudado una vez en cuarenta años. No creo que por eso se nos pueda considerar cabezas huecas o gitanos.

—¿Qué pensará Linda?

—A ella le da igual; es completamente normal que la gente de nuestra edad quiera estar cerca de la familia y los viejos amigos.

—En ese caso, ¿por qué diablos vinimos?

Macky había pensado y ensayado la respuesta.

—Pensé que sería una buena experiencia de aprendizaje —dijo.

—¿Una buena experiencia de aprendizaje? Ya entiendo. Ahora no tenemos casa, ni ropa de invierno, ni muebles, pero ha sido una buena experiencia de aprendizaje. Macky, si aquí no ibas a ser feliz, ¿por qué decidimos venir?

—No sabía que no me gustaría, y sé sincera, Norma, a ti te gusta tan poco como a mí.

—No —confirmó ella—, no me gusta, pero a diferencia de ti, Macky, yo me he esforzado para adaptarme, y me fastidia pensar que he desperdiciado dos años de mi vida en ello.

Macky exhaló un suspiro.

—Vale, muy bien, no nos vamos. No quiero hacer nada que te disguste.

Entonces Norma suspiró y lo miró.

—Macky, sabes que te quiero…, y haré lo que desees, pero, por Dios, sólo espero que lo hayas pensado bien. Después de que nos organizaron aquella fiesta de despedida y todo, ahora volver a rastras y decir «sorpresa, estamos otra vez aquí»… Me resulta embarazoso.

Macky se inclinó hacia delante y le cogió la mano.

—Cariño, nadie le va a dar importancia. Mucha gente se ha trasladado a algún sitio y luego ha regresado.

—¡Pues yo no! ¿Y qué opina la tía Elner? Seguro que los dos ya habéis hablado del asunto.

—Dice que le alegra volver a casa, pero que depende de ti. Hará lo que tú quieras.

—Fantástico, como de costumbre los dos contra mí. Y si no digo que sí, yo soy la que queda como un trapo.

—Esto, yo…

Norma se sentó y lo miró fijamente, parpadeó unos instantes y luego dijo:

—De acuerdo, Macky, nos vamos; pero prométeme que dentro de dos años no te entrará otra vez la vena de volver a mudarnos. No paso por otro traslado.

—Lo prometo —dijo Macky.

—Vaya lío. Me has alterado tanto que voy a tomar un poco de helado.

Macky se levantó de golpe, contento de que el asunto se hubiera arreglado.

—No te levantes, cariño —dijo—. Yo lo traigo. ¿Dos bolas o tres?

Norma abrió el bolso y buscó a tientas un Kleenex.

—Oh…, que sean tres, supongo que, si nos marchamos, no vale la pena que vuelva a «Personas que cuidan la línea».

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