Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (11 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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A Gonzalo Fernández de Oviedo se le hiela la sangre. Desde lejos, grita al guardián que no se fíe, que no dé conversación a bestia fiera, que tales animales no son para entre gentes.

El domador se ríe, suelta el jaguar y le acaricia el lomo. Oviedo alcanza a escuchar el profundo ronroneo. Bien sabe él que ese gruñido entre dientes significa rezo al demonio y amenaza. Un día no lejano, este confiado domador caerá en la emboscada. Tenderá la mano para rascar al tigre y de un veloz zarpazo será engullido. ¿Creerá este infeliz que Dios ha dado al jaguar garras y dientes para que un domador le sirva de comer a horas fijas? Nunca ninguno de su linaje comió llamado con campana a la mesa, ni tuvo otra regla sino devorar. Oviedo mira al sonriente lombardo y ve un montoncito de carne picada entre cuatro cirios.

—¡Cortadle las uñas! —aconseja, yéndose—. ¡Sacadle las uñas de raíz, y todos los clientes y colmillos!

[166]

1528 - Madrid

Para que abran la bolsa

El frío se cuela por las rendijas y congela la tinta en los tinteros.

Carlos V debe a cada santo una vela. Con dinero de los Welser, banqueros de Ausburgo, ha comprado su corona imperial, ha pagado su boda y ha financiado buena parte de las guerras que le han permitido humillar a Roma, abatir la rebelión de los flamencos y desparramar a la mitad de la nobleza guerrera de Francia en los campos de Pavía.

Al emperador le duelen las muelas mientras firma el decreto que concede a los Welser la exploración, explotación y gobierno de Venezuela.

Durante largos años, Venezuela tendrá gobernadores alemanes. El primero, Ambrosio Alfinger, no dejará indio sin marcar y vender en los mercados de Santa Marta, Jamaica y Santo Domingo, y morirá con la garganta atravesada de un flechazo.

[41][103][165]

1528 - Tumbes

Día de asombros

La expedición al mar del sur descubre por fin una costa limpia de manglares y mosquitos.

Francisco Pizarro, que tiene noticia de un pueblo cercano, ordena a un soldado y a un esclavo africano que emprendan la marcha.

El blanco y el negro llegan a Tumbes a través de tierras sembradas y bien regadas por las acequias, sementeras que ellos jamás han visto en América; en Tumbes, gentes que no andan desnudas ni duermen a la intemperie rodean a los recién llegados y les brindan regalos y regocijos. No alcanzan los ojos de Alonso de Molina para medir las planchas de oro y plata que cubren las paredes del templo.

Las gentes de Tumbes están deslumbradas por tantas cosas de otro mundo. Tiran de la barba de Alonso de Molina y le tocan la ropa y el hacha de hierro. Con gestos preguntan qué pide ese monstruo prisionero, de cresta roja, que chilla en la jaula. Alonso lo señala, dice: «Gallo», y ellos aprenden la primera palabra de la lengua de Castilla.

El africano que acompaña al soldado no la está pasando tan bien. A los manotazos se defiende de los indios, que quieren refregarle la piel con mazorcas secas. En un inmenso recipiente, está hirviendo el agua. Van a meterlo allí, para que se despinte.

[166][185]

1528 - Isla del Mal Hado

«Gente muy partida de lo que tiene…».

De los navíos que salieron de San Lúcar de Barrameda rumbo a la Florida, uno fue arrojado por la tempestad sobre las copas de los árboles de Cuba y a los otros los devoró la mar en naufragios sucesivos. No corrieron mejor suerte los barcos que los hombres de Narváez y Cabeza de Vaca improvisaron con camisas a modo de velas y jarcias de crines de caballos.

Los náufragos, desnudos espectros, tiemblan de frío y lloran entre las rocas de la isla del Mal Hado. Llegan unos indios a traerles agua y pescados y raíces y al verlos llorar, lloran con ellos. Lloran los indios a raudales, y cuanto más dura la estrepitosa lloradera, más lástima se tienen los españoles.

Los indios los conducen a su aldea. Para que no los mate el frío, van encendiendo fuegos en los descansos del camino. Entre fogata y fogata los llevan en andas, sin dejarlos poner los pies en el suelo.

Imaginan los españoles que los indios los cortarán en pedazos y los echarán a la olla, pero en la aldea continúan compartiendo con ellos la poca comida que tienen. Cuenta Alvar Núñez Cabeza de Vaca que los indios se escandalizan y se encienden de ira cuando se enteran de que, en la costa, cinco cristianos se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese.

[39]

1531 - Río Orinoco

Diego de Ordaz

Se anda negando el viento y las chalupas remolcan a la nave río arriba. El sol golpea las aguas.

El escudo de armas del capitán luce el cono del volcán Popocatéptl, porque él fue el primero de los españoles que pisó la nieve de la cumbre. Aquel día estuvo tan alto que a través de los torbellinos de ceniza veía las espaldas de las águilas y veía la ciudad de Tenochtitlán temblando en la laguna; pero tuvo que escapar corriendo porque el volcán tronó de furia y le arrojó una lluvia de fuego y piedras y humo negro.

Ahora Diego de Ordaz, hecho una sopa, se pregunta si conducirá este río Orinoco al lugar donde el oro lo espera. Los indios de las aldeas van señalando el oro cada vez más lejos, mientras el capitán espanta mosquitos y avanza, crujiendo, el casco mal cosido de la nave. Los monos protestan y los papagayos, invisibles, gritan fueradeaquí, fueradeaquí, y muchos pájaros sin nombre revolotean entre las orillas cantando nometendrás, nometendrás, nometendrás.

[175]

Canción sobre el hombre blanco, del pueblo piaroa

El agua del río está mala.

Se refugian los peces

en lo alto de los arroyos

rojos de fango.

Pasa el hombre con la barba,

el hombre blanco.

Pasa el hombre con la barba

en la gran canoa

de remos chillones

que las serpientes muerden.

[17]

1531 - Ciudad de México

La Virgen de Guadalupe

Esa luz, ¿sube de la tierra o baja del cielo? ¿Es luciérnaga o lucero? La luz no quiere irse del cerro de Tepeyac y en plena noche persiste y fulgura en las piedras y se enreda en las ramas. Alucinado, iluminado, la vio Juan Diego, indio desnudo: la luz de luces se abrió para él, se rompió en jirones dorados y rojizos y en el centro del resplandor apareció la más lucida y luminosa de las mujeres mexicanas. Estaba vestida de luz la que en lengua náhuatl le dijo: «Yo soy la madre de Dios».

El obispo Zumárraga escucha y desconfía. El obispo es el protector oficial de los indios, designado por el emperador, y también el guardián del hierro que marca en la cara de los indios el nombre de sus dueños. Él arrojó a la hoguera los códices aztecas, papeles pintados por la mano del Demonio, y aniquiló quinientos templos y veinte mil ídolos. Bien sabe el obispo Zumárraga que en lo alto del cerro de Tepeyac tenía su santuario la diosa de la tierra, Tonantzin, y que allí marchaban los indios en peregrinación a rendir culto a nuestra madre, como llamaban a esa mujer vestida de serpientes y corazones y manos.

El obispo desconfía y decide que el indio Juan Diego ha visto a la Virgen de Guadalupe. La Virgen nacida en Extremadura, morena por los soles de España, se ha venido al valle de los aztecas para ser la madre de los vencidos.

[60][79]

1531 - Santo Domingo

Una carta

Se estruja las sienes persiguiendo las palabras que asoman y huyen: No miren a mi bajeza de ser y rudeza de decir, suplica, sino a la voluntad con que a decirlo soy movido.

Fray Bartolomé de Las Casas escribe al Consejo de Indias. Más hubiera valido a los indios, sostiene, irse al infierno con su infidelidad, su poco a poco y a solas, que ser salvados por los cristianos. Ya llegan al cielo los alaridos de tanta sangre humana derramada: los quemados vivos, asados en parrillas, echados a perros bravos…

Se levanta, camina. Entre nubes de polvo flamea el hábito blanco.

Después se sienta al borde de la silla de tachuelas. Con la pluma de ave se rasca la larga nariz. La mano huesuda escribe. Para que en América se salven los indios y se cumpla la ley de Dios, propone fray Bartolomé que la cruz mande a la espada. Que se sometan las guarniciones a los obispos; y que se envíen colonos para cultivar la tierra al abrigo de las plazas fuertes. Los colonos, dice, podrían llevar esclavos negros o moros o de otra suerte, para servirse, o vivir por sus manos, o de otra manera que no fuese en perjuicio de los indios…

[27]

1531 - Isla Serrana

El náufrago y el otro

Un viento de sal y de sol castiga a Pedro Serrano, que deambula desnudo por el acantilado. Los alcatraces revolotean persiguiéndolo. Con una mano a modo de visera, él tiene los ojos puestos en el territorio enemigo.

Baja hasta la ensenada y camina por la arena. Al llegar a la línea de la frontera, mea. No pisa la línea, pero sabe que si el otro está mirando desde algún escondite, llegará de un salto a pedir cuentas por este acto de provocación.

Mea y espera. Los pajarracos chillan y huyen. ¿Dónde se habrá metido? El cielo es un resplandor blanco, luz de cal, y la isla una piedra incandescente; blancas rocas, sombras blancas, espuma sobre la blanca arena: un mundito de sal y de cal. ¿Dónde se habrá metido este canalla?

Hace mucho tiempo que el barco de Pedro se partió en pedazos, aquella noche de tormenta, y el pelo y la barba ya le llegaban al pecho cuando apareció el otro, montado en un madero que la marea rabiosa arrojó a la costa. Pedro le escurrió el agua de los pulmones, le dio de comer y de beber y le enseñó a no morir en esta islita desierta, donde sólo crecen las rocas. Le enseñó a dar vuelta las tortugas y a degollarlas de un tajo, a cortar la carne en lonjas para secarla al sol y a recoger el agua de la lluvia en los carapachos. Le enseñó a rezar por lluvia y a capturar almejas bajo la arena, le mostró las guaridas de los cangrejos y los camarones y lo convidó con huevos de tortuga y con ostras que la mar traía pegadas a los gajos de los mangles. El otro supo, por Pedro, que era preciso recoger todo lo que la mar entregara en los arrecifes, para que noche y día ardiera la fogata, alimentada por algas secas, sargazos, ramas perdidas, estrellas de mar y huesos de pescado. Pedro lo ayudó a levantar un cobertizo de caparazones de tortuga, un pedacito de sombra contra el sol, a falta de árboles.

La primera guerra fue la guerra del agua. Pedro sospechó que el otro robaba mientras él dormía, y el otro lo acusó de beber buches de bestia. Cuando el agua se agotó, y se derramaron las últimas gotas disputadas a puñetazos, no tuvieron más remedio que beber cada cual su propia orina y la sangre que arrancaron a la única tortuga que se dejó ver. Después se tendieron a morir a la sombra, y no les quedaba saliva más que para insultarse bajito.

Finalmente la lluvia los salvó. El otro opinó que Pedro bien pudiera reducir a la mitad la techumbre de su casa, ya que tanto escaseaban los carapachos:

—Tu casa es un palacio de carey —dijo— y en la mía, paso el día torcido.

—Me cago en Dios —dijo Pedro— y en la madre que te ha parío. Si no te gusta mi isla, ¡vete! —y con un dedo señaló la vasta mar.

Resolvieron dividir el agua. Desde entonces hay un depósito de lluvia en cada punta de la isla.

La segunda fue la guerra del fuego. Se turnaban para cuidar la hoguera, por si algún navío pasaba a lo lejos. Una noche, estando el otro de guardia, la hoguera se apagó. Pedro lo despertó con maldiciones y sacudones.

—Si la isla es tuya, ocúpate tú, cabrón —dijo el otro, y mostró los dientes.

Rodaron por la arena. Cuando se hartaron de golpearse, resolvieron que cada cual encendería su propio fuego. El cuchillo de Pedro azotó la piedra hasta arrancarle chispas; y desde entonces hay una fogata en cada punta de la isla.

La tercera fue la guerra del cuchillo. El otro no tenía con qué cortar y Pedro exigía un pago en camarones frescos cada vez que prestaba el filo.

Estallaron después la guerra de la comida y la guerra de los collares de caracoles.

Cuando acabó la última, que fue a pedradas, firmaron un armisticio y un tratado de límites. No hubo documento, porque en esta desolación no se encuentra ni una hoja de cupey para dibujar un garabato, y además ninguno sabe firmar; pero trazaron una frontera y juraron respetarla por Dios y por el rey. Echaron al aire una vértebra de pescado. A Pedro le tocó la mitad de la isla que mira a Cartagena. Al otro, la que mira a Santiago de Cuba.

Y ahora, de pie ante la frontera, Pedro se muerde las uñas, alza la vista al cielo, como buscando lluvia, y piensa: «Ha de estar escondido en algún recoveco. Le siento el olor. Roñoso. En medio del mar y jamás se baña. Prefiere freírse en su aceite. Por ahí anda, sí, escurriendo el bulto».

—¡Eh, miserable! —llama.

Le responden el trueno del oleaje y el alboroto de las aves y las voces del viento.

«¡Ingrato!», grita, «¡Hideputa!», grita, y grita hasta romperse la garganta, y corre y recorre la isla de punta a punta, al revés y al derecho, solo y desnudo en la arena sin nadie.

[76]

1532 - Cajamarca

Pizarro

Mil hombres van barriendo el camino del Inca hacia la vasta plaza donde aguardan, escondidos, los españoles. La multitud tiembla al paso del Padre Amado, el Solo, el Único, el dueño de los trabajos y las fiestas; callan los que cantan y se detienen los que danzan. A la poca luz, la última del día, relampaguean de oro y plata las coronas y las vestiduras de Atahualpa y su cortejo de señores del reino.

¿Dónde están los dioses traídos por el viento? El Inca llega al centro de la plaza y ordena esperar. Hace unos días, un espía se metió en el campamento de los invasores, les tironeó las barbas y volvió diciendo que no eran más que un puñado de ladrones salidos de la mar. Esa blasfemia le costó la vida. ¿Dónde están los hijos de Wiracocha, que llevan estrellas en los talones y descargan truenos que provocan el estupor, la estampida y la muerte?

El sacerdote Vicente de Valverde emerge de las sombras y sale al encuentro de Atahualpa. Con una mano alza la Biblia y con la otra un crucifijo, como conjurando una tormenta en alta mar, y grita que aquí está Dios, el verdadero, y que todo lo demás es burla. El intérprete traduce y Atahualpa, en lo alto de la muchedumbre, pregunta:

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