Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
Hace cuarenta y cinco años, una piedra gigantesca se desplomó súbitamente sobre un pueblo de indios hechiceros, en Achocalla, a un par de leguas de la ciudad de La Paz. Del pueblo hundido sólo se salvó el cacique, que quedó mudo y contó la historia por señas. Otra piedra inmensa sepultó poco después un pueblo de indios herejes en Yanaoca, cerca del Cuzco. Al año siguiente, la tierra se abrió y tragó hombres y casas en Arequipa; y como la ciudad no había escarmentado, nuevamente mostró sus fauces la tierra al poco tiempo y no dejó en pie más que el convento de San Francisco.
En 1586, la mar ahogó la ciudad de San Marcos de Arica, y todos sus puertos y playas.
Al nacer el siglo nuevo, reventó el volcán de Ubinas. Tanta fue su cólera que las cenizas atravesaron por tierra la cordillera y por mar llegaron hasta las costas de Nicaragua.
Dos estrellas de advertencia aparecieron en este cielo en 1617. No querían irse. Se alejaron, por fin, gracias a los sacrificios y las promesas de las beatas de todo el Perú, que rezaron cinco novenas sin parar.
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El obispo y el chocolate
No le echa pimienta negra, como hacen los que sufren de frío en el hígado. No le pone maíz, porque hincha. Lo riega generosamente de canela, que vacía la vejiga, mejora la vista y fortalece el corazón. Tampoco escatima los ajíes picantes bien molidos. Agrega agua de azahares, azúcar blanca y achiote para dar color; y jamás olvida un puñado de anís, dos de vainilla y el polvito de rosas de Alejandría.
Fray Thomas Gage adora el espumoso chocolate bien preparado. Si no se mojan en chocolate, no tienen sabor los dulces ni los mazapanes. Él necesita una taza de chocolate a media mañana para seguir andando, otra después de comer para levantarse de la mesa y otra para estirar la noche y alejar el sueño.
Desde que llegó a Chiapas, sin embargo, ni lo prueba. La barriga protesta; pero prefiere fray Thomas malvivir entre mareos y desmayos, con tal de evitar la desgracia que mató al obispo Bernardo de Salazar.
Hasta no hace mucho, las damas de esta ciudad acudían a misa acompañadas por un cortejo de pajes y criadas que además de cargar el reclinatorio de terciopelo, llevaban brasero, caldero y jícara para preparar chocolate. Por ser débiles de estómago, las damas no podían aguantar sin el caliente elixir las oraciones de una misa rezada, y mucho menos una misa mayor. Así fue hasta que el obispo Bernardo de Salazar decidió prohibirles la costumbre, por la confusión y el barullo que metían en la iglesia.
Las señoras se vengaron. Una mañana, el obispo apareció muerto en su despacho. A sus pies se encontró, rota en pedazos, la taza de chocolate que alguien le había servido.
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Hidalguías se ofrecen
Frente a las costas de Matanzas, en Cuba, la flota española ha caído en manos del corsario Piet Heyn. Toda la plata que venía de México y el Perú irá a parar a Holanda. En Amsterdam elevan a Heyn al rango de gran almirante y le preparan un recibimiento de héroe nacional. Los niños holandeses cantarán por siempre:
Piet Heyn, Piet Heyn.
Pequeño era su nombre
pero grande fue lo que hizo.
En Madrid se agarran la cabeza. Del tesoro real no queda más que un agujero.
El rey decide, entre otras medidas de emergencia, poner en venta nuevos títulos de hidalguía. Se concede la hidalguía por hechos señalados. ¿Y qué hecho hay más señalado que tener dinero para comprarla? A cambio de cuatro mil ducados, cualquier plebeyo despierta convertido en noble de larga antigüedad; y amanece con la sangre limpia quien hasta anoche era hijo de judío o nieto de musulmán.
Pero los títulos de segunda mano salen más baratos. Sobran en Castilla los nobles que andarían con el culo al aire si no los cubriera la capa, hidalgos de mesa ilusoria que viven sacudiendo invisibles miguitas del coleto y los bigotes: ellos ofrecen al mejor postor el derecho al uso del don, que es lo único que les queda.
Con los nobles que andan en carroza de plata, los venidos a menos sólo tienen en común el sentido del honor y la nostalgia de la gloria, el horror al trabajo —mendigar es menos indigno— y el asco al baño, que es costumbre de moros, ajena a la religión católica y mal vista por la Inquisición.
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Coplas del que fue a las Indias, cantadas en España
A Ronda se va por peros,
a Argonales por manzanas,
a las Indias por dinero
y a la sierra por serranas.
Mi marido fue a las Indias
para aumentar su caudal:
trajo mucho que decir,
pero poco que contar.
Mi marido fue a las Indias
y me trajo una navaja
con un letrero que dice:
««Si quieres comer, trabaja».
A las Indias van los hombres,
a las Indias, por ganar.
¡Las Indias aquí las tienen,
si quisieran trabajar!
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Bascuñán
La cabeza cruje y duele. Tendido en el barrial, entre la montonera de muertos, Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán abre los ojos. El mundo es un revoltijo de sangre y barro, acribillado por la lluvia, que gira y se voltea y chapotea y gira.
Los indios se le echan encima. Le arrancan la coraza y el casco de hierro, hundido por el golpe que lo derribó, y lo desnudan a los tirones. Francisco alcanza a persignarse antes de que lo aten a un árbol.
La tormenta le azota la cara. El mundo deja de menearse. Una voz de adentro le dice, a través de la gritería de los araucanos: «Estás en un estero de la comarca de Chillán, en tu tierra de Chile. Esta lluvia es la que ha mojado la pólvora. Este viento es el que apagó las mechas. Perdiste. Escuchas a los indios, que discuten tu muerte».
Francisco musita una última oración.
Súbitamente, una ráfaga de plumas de colores atraviesa la lluvia. Los araucanos abren paso al caballo blanco, que irrumpe echando fuego por las narices y espuma por la boca. El jinete, enmascarado por un yelmo, pega un brusco tirón de riendas. El caballo se alza en dos patas ante Maulicán, vencedor de la batalla. Todos enmudecen.
«Es el verdugo», piensa Francisco. «Ahora, se acabó».
El florido jinete se inclina y dice algo a Maulicán. Francisco no escucha más que las voces de la lluvia y el viento. Pero cuando el jinete vuelve ancas y desaparece, Maulicán desata a su prisionero, se quita la capa y lo cubre.
Después, los caballos galopan hacia el sur.
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Putapichun
A poco andar, ven venir un gentío desde la lejana cordillera. Maulicán talonea su caballo y se adelanta al encuentro del cacique Putapichun.
Los de la cordillera también traen un prisionero, que viene tropezando entre los caballos, con una soga al cuello.
Sobre una loma rasa, Putapichun clava su lanza de tres puntas. Hace desatar al prisionero y le arroja una rama a los pies.
—Nombra a los capitanes más valientes de tu ejército.
—No conozco —tartamudea el soldado.
—Nombra uno —ordena Putapichun.
—No recuerdo.
—Nombra uno.
Y nombra al padre de Francisco.
—Otro.
Y nombra otro. A cada nombre, debe quebrar la rama. Francisco asiste a la escena con los dientes apretados. El soldado nombra doce capitanes. Tiene doce palitos en la mano.
—Ahora, cava un hoyo.
El prisionero arroja al fondo los palitos, uno por uno, repitiendo los nombres.
—Echa tierra. Cúbrelos.
Entonces, sentencia Putapichun:
—Ya están enterrados los doce valientes capitanes.
Y el verdugo desploma sobre el prisionero el garrote erizado de clavos.
Le arrancan el corazón. Convidan a Maulicán el primer sorbo de sangre. El humo del tabaco flota en el aire, mientras pasa el corazón de mano en mano.
Después Putapichun, veloz en la guerra y lento en el hablar, dice a Maulicán:
—Hemos venido a comprarte al capitán que llevas. Sabemos que es hijo de Alvaro, el gran jefe por quien nuestras tierras han temblado.
Le ofrece una hija suya, cien ovejas de Castilla, cinco llamas, tres caballos con silla labrada y varios collares de piedras ricas:
—Con todo eso, se pagan diez españoles y sobra.
Francisco traga saliva. Maulicán mira al suelo. Al rato, dice:
—Antes, debo llevarlo a vista de mi padre y de los demás jefes de mi comarca de Repocura. Quiero mostrarles esta prenda de mi valor.
—Esperaremos —acepta Putapichun.
«Anda mi vida naciendo de muerte en muerte», piensa Francisco. Le zumban los oídos.
[26]
Maulicán
—¿Te has bañado en el río? Arrímate al fuego. Estás temblando. Siéntate y bebe. Vamos, capitán. ¿Estás mudo? Si hablas nuestra lengua como uno de los nuestros… Come, bebe. Nos espera un largo viaje. ¿No te gusta nuestra chicha? ¿No te gusta nuestra carne sin sal? Nuestros tambores no hacen bailar tus pies. Tienes buena suerte, capitán niño. Ustedes queman las caras de los cautivos con el hierro que no se borra. Tienes mala suerte, capitán niño. Ahora tu libertad es mía. Me duelo de ti. Bebe, bebe, arroja el miedo de tu corazón. No te tendrán los que te buscan con ira. Te esconderé. Nunca te venderé. Tu destino está en manos del Dueño del mundo y de los hombres. Él es justo. Así. Toma. ¿Más? Antes de que llegue el sol, partiremos hacia Repocura. Quiero ver a mi padre y celebrarlo. Mi padre es muy viejo. Pronto su espíritu se irá a comer papas negras más allá de los picos de nieve. ¿Escuchas los pasos de la noche caminando? Nuestros cuerpos están limpios y vigorosos para iniciar la marcha. Nos esperan los caballos. Mi corazón late fuerte, capitán niño. ¿Escuchas los tambores de mi corazón? ¿Escuchas la música de mi alegría?
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Para decir adiós
Luna tras luna, ha pasado el tiempo. Es mucho lo que Francisco ha escuchado y aprendido en estos meses de cautiverio. Ha conocido, y alguna vez escribirá, la otra versión de esta larga guerra de Chile, justa guerra que los indios movieron contra los que los engañaron y agraviaron y tuvieron como a esclavos, y aún peor.
En el bosque, arrodillado ante una cruz de ramas de arrayán, Francisco reza oraciones de gratitud. Esta noche emprenderá el camino hacia el fortín de Nacimiento. Allí será canjeado por tres jefes araucanos prisioneros. Viajará protegido por cien lanzas.
Camina, ahora, hacia el rancherío. Bajo la enramada, lo espera un círculo de ponchos rotosos y rostros de barro. De boca en boca anda la chicha de frutilla o de manzana.
El venerable Tereupillán recibe el ramo de canelo, que es la palabra, y alzándolo dedica una larga alabanza a cada uno de los caciques presentes. Elogia luego a Maulicán, guerrero bravío, que en batalla obtuvo un preso tan valioso y supo guardarlo vivo.
—No es de corazones generosos —dice Tereupillán— quitar la vida a sangre fría. Cuando nosotros tomamos las armas contra los españoles tiranos que perseguidos y vejados nos tenían, sólo en las batallas no sentí compasión por ellos. Pero después, cuando cautivos los veía, grande dolor y pena me causaban y lastimada el alma me tenían, que verdaderamente no odiábamos sus personas. Sus codicias, sí. Sus crueldades, sí. Sus soberbias, sí.
Y volviéndose a Francisco, dice:
—Y tú, capitán, amigo y compañero, que te ausentas de nosotros y nos dejas lastimados, tristes y sin consuelo, no nos olvides.
Tereupillán deja caer el ramo de canelo en el centro del círculo y los araucanos despiertan a la tierra, golpeándola con los pies.
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No traicionan a sus muertos
Durante casi dos años había predicado fray Francisco Bravo en este pueblo de Motocintle.
Un día anunció a los indios que había sido llamado desde España. Él quería regresar a Guatemala, dijo, y quedarse para siempre aquí, junto a su querido rebaño, pero allá en España sus superiores le negarían el permiso.
—Solamente el oro podría convencerlos —advirtió fray Francisco.
—Oro no tenemos —dijeron los indios.
—Sí tenéis —desmintió el cura—. Yo sé que hay un criadero de oro escondido en Motocintle.
—Ese oro no nos pertenece —explicaron ellos—. Ese oro es de nuestros antepasados. Nosotros nomás lo estamos cuidando. Si algo falta, ¿qué les diremos cuando vuelvan al mundo?
—Yo sólo sé lo que dirán mis superiores en España. Me dirán: «Si tanto te aman los indios de ese pueblo donde quieres quedarte, ¿cómo estás tan pobre?».
Se reunieron los indios en asamblea para discutir el asunto.
Un domingo, después de la misa, vendaron los ojos de fray Francisco y lo hicieron dar vueltas hasta marearlo. Todos fueron tras él, desde los viejos hasta los niños de pecho. Al llegar al fondo de una gruta, le quitaron la venda. El cura pestañeaba, lastimados los ojos por el fulgor del oro, más oro que el de todos los tesoros de las mil y una noches, y sus manos tembleques no sabían por dónde empezar. Convirtió en bolsón la sotana y cargó lo que pudo. Después juró por Dios y los santos evangelios que jamás revelaría el secreto y recibió una mula y tortillas para el viaje.
Al tiempo, llegó a la real audiencia de Guatemala una carta de fray Francisco Bravo desde el puerto de Veracruz. Con gran dolor del alma cumplía el sacerdote su deber, en acto de servicio al rey por tratarse de importante y esmerado negocio. Daba noticias del posible rumbo del oro: «Creo haber andado a escasa distancia del pueblo. Corría a la izquierda un arroyo…». Enviaba algunas pepitas de muestra y prometía emplear el resto en devociones a un santo de Málaga.
Ahora irrumpen a caballo en Motocintle el juez y los soldados. Vistiendo túnica roja y con una vara blanca colgada del pecho, el juez Juan Maldonado exhorta a los indios a entregar el oro.
Les promete y garantiza buen trato.
Los amenaza con rigores y castigos.
Encierra a unos cuantos en prisión.
A otros aplica el cepo y da tormento.
A otros hace subir las escaleras del patíbulo.
Y nada.
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María, matrona de la farándula
—¡Cada día tengo más problemas y menos marido! —suspira María del Castillo. A sus pies, el tramoyista, el apuntador y la primera actriz le ofrecen consuelo y brisas de abanico.