Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
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Actas del cabildo de Lima: nace la censura teatral
En este cabildo se trató y dixo que por no haberse examinado las comedias que se han representado en esta ciudad, ha resultado haberse dicho muchas cosas en perjuicio de partes y contra la autoridad y honestidad que se debe a esta república. Y para que cesen los dichos inconvenientes para en adelante conviene proveerse de remedio. Y habiéndose tratado y conferido sobre ello, se acordó y mandó que se notifique a los autores de comedias que al presente son y en adelante fueren, que en ninguna manera representen comedia ninguna ni la hagan representar sin que primero se haya visto y examinado e aprobado por la persona queste cabildo para ello nombrase, so pena de doscientos pesos de a nueve reales…
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Se prohíben las danzas de los indios del Perú
Alas de cóndor, cabeza de guacamayo, pieles de jaguar: danzan los indios peruanos su antiguo Raymi en pleno Corpus Christi. En lengua quechua celebran sus invocaciones al sol, a la hora de la siembra, o rinden al sol homenaje cuando ocurre un nacimiento o llega el tiempo de la cosecha.
Para que con la ayuda de Nuestro Señor se supriman las ocasiones de caer en la idolatría, y el demonio no pueda continuar ejerciendo sus engaños, decide el arzobispo de Lima que no deberá consentirse que ni en dialecto local ni en lengua general se celebren danzas, cantos ni taquies. Anuncia el arzobispo terribles castigos y manda quemar todos los instrumentos indígenas, incluyendo la dulce quena, mensajera de amores:
A la orilla dormirás,
a medianoche vendré…
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Guamán Poma
A los setenta años, se inclina sobre la mesa, moja la pluma en el tintero de cuerno y escribe y dibuja desafiando.
Es hombre de prosa atropellada y rota. Maldice al invasor en la lengua del invasor, que no es la suya, y la hace estallar. La lengua de Castilla dos por tres tropieza con palabras quechuas y aymaras, pero al fin y al cabo Castilla es Castilla por los indios, y sin los indios Vuestra Magestad no vale cosa.
Hoy Guamán Poma de Ayala termina su carta al rey de España. Al principio estaba dirigida a Felipe II, que se murió mientras Guamán la hacía. Ahora quiere entregarla en mano propia a Felipe III. El peregrino ha deambulado de aldea en aldea, caminando el autor por la siera con mucha neve, comiendo si podía y llevando siempre a cuestas su creciente manuscrito de dibujos y palabras. Del mundo buelbe el autor… Andubo en el mundo llorando en todo el camino y por fin ha llegado a Lima. Desde aquí se propone viajar a España. Cómo hará, no sabe. ¿Qué importa? Nadie conoce a Guamán, nadie lo escucha, y el monarca está muy lejos y muy alto; pero Guamán, pluma en mano, lo trata de igual a igual, lo tutea y le explica qué debe hacer.
Desterrado de su provincia, desnudo, ninguneado, Guamán no vacila en proclamarse heredero de las reales dinastías de los yarovilcas y los incas y se autodesigna Consejero del Rey, Primer Indio Cronista, Príncipe del Reino y Segundo de Mando. Ha escrito esta larga carta desde el orgullo: su linaje proviene de los antiguos señores de Huánuco y en el nombre que se puso ha recogido al halcón y al puma del escudo de armas de sus antepasados, que mandaban las tierras del norte del Perú desde antes de los incas y los españoles.
Escribir esta carta es llorar. Palabras, imágenes, lágrimas de la rabia. Los yndios son propietarios naturales deste rreyno y los españoles naturales de españa acá en este rreyno son estrangeros. Santiago Apóstol, de uniforme militar, pisotea a un nativo caído. En los banquetes, los platos están llenos de minúsculas mujeres. El arriero lleva una canasta repleta de hijos mestizos del cura. También es castigo de dios murir muchos yndios minas de azogue y de plata. En todo el Perú, adonde había cien no hay diez. «¿Comes este oro?», pregunta el Inca, y el conquistador responde: «Este oro comemos».
Hoy Guamán termina su carta. Ha vivido para ella. Medio siglo le ha llevado escribirla y dibujarla. Son casi mil doscientas páginas. Hoy Guamán termina su carta y muere.
Ni Felipe III ni rey alguno la conocerá jamás. Durante tres siglos andará perdida por el mundo.
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Cervantes
-¿Qué nuevas traes de nuestro padre?
—Yace, señor, entre lágrimas y rezos. Hinchado está, y de color ceniza. Ya ha puesto el alma en paz con el escribano y con el cura. Las lloronas esperan.
—Si tuviera yo el bálsamo de Fierabrás… ¡Dos tragos y al punto sanaría!
—¿A los setenta años que casi tiene, y en agonía? ¿Con seis dientes en la boca y una sola mano que sirve? ¿Con cicatrices tantas de batallas, afrentas y prisiones? De nada serviría ese feo Blas.
—No digo dos tragos. ¡Dos gotas!
—Tarde llegaría.
—¿Qué ha muerto, decís?
—Muriendo está.
—Descúbrete, Sancho. Y tú, Rocinante, abaja la testuz. ¡Ah, príncipe de las armas! ¡Rey de las letras!
—Sin él, señor, ¿qué será de nosotros?
—Nada hemos de hacer que no sea en su alabanza.
—¿Adónde iremos a parar, tan solos?
—Iremos adonde él quiso y no pudo.
—¿Adónde, señor?
—A enderezar lo que tuerto está en las costas de Cartagena, la hondonada de La Paz y los bosques de Soconusco.
—A que nos muelan por allá los huesos.
—Has de saber, Sancho, hermano mío de caminos y carreras, que en las Indias la gloria aguarda a los caballeros andantes, sedientos de justicia y fama…
—Como han sido pocos los garrotazos…
—… y reciben los escuderos, en recompensa, inmensos reinos jamás explorados.
—¿No los habrá más cerca?
—Y tú, Rocinante, entérate: en las Indias, los caballos calzan, plata y oro muerden. ¡Son tenidos por dioses!
—Tras mil palizas, mil y una.
—Calla, Sancho.
—¿No nos dijo nuestro padre que América es refugio de malandrines y santuario de putas?
—¡Calla, te digo!
—Quien a las Indias se embarca, nos dijo, en los muelles deja la conciencia.
—¡Pues allá iremos, a lavar la honra de quien libres nos parió en la cárcel!
—¿Y si aquí lo lloramos?
—¿Homenaje llamas a semejante traición? ¡Ah, bellaco! ¡Volveremos al camino! Si para quedarse en el mundo nos hizo, por el mundo lo llevaremos. ¡Alcánzame la celada! ¡La adarga al brazo, Sancho! ¡La lanza!
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Retratos de una procesión
Cerro mago de Potosí: en estos altos páramos enemigos, que sólo ofrecían soledad y frío, ha hecho brotar la ciudad más poblada del mundo.
Altas cruces de plata encabezan la procesión, que avanza entre dos hileras de estandartes y espadas. Sobre las calles de plata, herraduras de plata; resuenan los caballos lujosos de terciopelos y perladas bridas. Para confirmación de los que mandan y consuelo de los que sirven, la plata desfila, fulgurante, pisafuerte, sabedora de que no hay espacio de la tierra o el cielo que no pueda comprar.
Se ha vestido de fiesta la ciudad; los balcones lucen colgaduras y blasones; desde un mar de crujientes sedas, espuma de encajes y cataratas de perlas, las señoras miran y admiran la cabalgata que avanza con estrépito de trompetas, chirimías y roncos atabales. Unos cuantos caballeros llevan parche negro al ojo y bultos y llagas en la frente, que no son marcas de la guerra, sino de la sífilis; pero volando van y vienen, de los balcones a la calle, de la calle a los balcones, los besos y los piropos.
Se abren paso, enmascarados, el Interés y la Codicia. Canta la Codicia, máscara de culebras, mientras el caballo hace cabriolas:
Raíz de todos los males
me llaman, y es mi trofeo
no satisfacer deseo.
Y contesta el Interés, calzas negras, jubón negro bordado de oro, máscara negra bajo la negra gorra de mucha plumería:
Si yo he vencido al amor
y el amor vence a la muerte
yo soy más que todos fuerte.
Encabeza el obispo un lento y largo ejército de curas y encapuchados nazarenos armados de altos cirios y candelabros de plata, hasta que la trompetería de los heraldos se impone sobre el tintineo de las campanillas anunciando a la Virgen de Guadalupe, Luz de los que esperan, Espejo de justicia, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos, Palma verde, Vara florecida, Piedra refulgente. Ella llega en oleajes de oro y nácar, en brazos de cincuenta indios; ahogada por la mucha joyería, asiste con ojos de asombro al bullicio de los querubines de alas de plata y al espectacularoso despliegue de sus adoradores. En blanco corcel irrumpe el Caballero de la Ardiente Espada, seguido por un batallón de pajes y lacayos de blancas libreas. El Caballero arroja lejos su sombrero y canta a la Virgen:
En mi dama, aunque morena,
tal hermosura se encierra
que suspende a cielo y tierra.
Lacayos y pajes de librea morada corren tras el Caballero del Amor Divino, que viene trotando, jinete romano, al viento los faldones de morada seda: ante la Virgen cae de rodillas y humilla la frente coronada de laurel, pero cuando hincha el pecho para cantar sus coplas, estalla una fusilería de humo de azufre. Ha invadido la calle el carro de los Demonios, y nadie presta la menor atención al Caballero del Amor Divino.
El príncipe Tartáreo, adorador de Mahoma, abre sus alas de murciélago, y la princesa Proserpina, melena y cola de serpientes, lanza desde lo alto blasfemias y carcajadas que la corte de los diablos celebra. En alguna parte resuena de pronto el nombre de Jesucristo y el carro del Infierno revienta en una explosión descomunal. El príncipe Tartáreo y la princesa Proserpina atraviesan de un salto el humo y las llamas y ruedan, prisioneros, a los pies de la Madre de Dios.
Se cubre la calle de angelitos, halos y alas de plata centelleante, y alegran el aire sones de violones y guitarras, cítaras y chirimías. Los músicos, vestidos de doncellas, festejan la llegada de la Misericordia, la Justicia, la Paz y la Verdad, cuatro airosas hijas de Potosí erguidas sobre sillones de plata y terciopelo. Tienen cabeza y pecho de indio los caballos que tiran del carruaje.
Y llega entonces, arrollando, la Serpiente. Sobre mil piernas de indios se desliza el inmenso reptil, abiertas las fauces llameantes, metiendo miedo y fuego en la romería, y a los pies de la Virgen desafía y combate. Cuando los soldados le cortan la cabeza a golpes de hacha y espada, de las entrañas de la Sierpe emerge, con su orgullo hecho pedacitos, el Inca. Arrastrando sus asombrosas vestiduras, el hijo del Sol cae de rodillas ante la Divina Luz. Luce la Virgen manto de oro, rubíes y perlas grandes como garbanzos, y más que nunca brilla, por encima de sus ojos atónitos, la cruz de oro de la corona imperial.
Después, la multitud. Artesanos de todos los oficios y pícaros y mendigos capaces de arrancar lágrimas a un ojo de vidrio: los mestizos, hijos de la violencia, ni siervos ni señores, marchan a pie. Prohíbe la ley que tengan caballos ni armas, como prohíbe a los mulatos el uso de parasoles, para que nadie disimule el estigma que mancha la sangre hasta la sexta generación. Con los mestizos y los mulatos vienen los cuarterones y los zambos y todos los mezclados, los mil colores de los hijos del cazador y su presa.
Detrás, cierra la procesión una multitud de indios cargados de frutas y flores y fuentes de comida humeante. Ante la Virgen imploran los indios perdón y consuelo.
Más allá, algunos negros barren la basura dejada por todos los demás.
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El Dios de los amos, ¿es el Dios de los siervos?
Habló de la vida libre un viejo profeta indio. Vestido a la antigua usanza, anduvo por estos desiertos y serranías levantando polvo y cantando, al triste son de un tronco hueco, las hazañas de los antepasados y la perdida libertad. Predicó el viejo la guerra contra quienes han arrebatado a los indios las tierras y los dioses y los hacen reventar en los socavones de Zacatecas. Resucitarán quienes mueran en la guerra necesaria, anunció, y renacerán jóvenes y veloces los ancianos que mueran peleando.
Los tepehuanes robaron mosquetes y tallaron y escondieron muchos arcos y flechas, porque ellos son arqueros diestros como Estrella de la mañana, el flechador divino. Robaron y mataron caballos, para comer su agilidad, y mulas para comerles la fuerza.
La rebelión estalló en Santiago Papasquiaro, al norte de Durango. Los tepehuanes, los indios más cristianos de la región, los primeros conversos, pisaron las hostias; y cuando el padre Bernardo Cisneros pidió clemencia, le contestaron Dominus Vobiscum. Al sur, en el Mezquital, rompieron a machetazos la cara de la Virgen y bebieron vino en los cálices. En el pueblo de Zape, indios vestidos con sotanas y bonetes de jesuitas persiguieron por los bosques a los españoles fugitivos. En Santa Catarina, descargaron sus macanas sobre el padre Hernando del Tovar mientras le decían: A ver si te salva Dios. El padre Juan del Valle quedó tendido en tierra, desnudo, en el aire la mano que hacía la señal de la cruz y la otra mano cubriendo su sexo jamás usado.
Pero poco ha durado la insurrección. En los llanos de Cacaría, las tropas coloniales han fulminado a los indios. Cae una lluvia roja sobre los muertos. La lluvia atraviesa el aire espeso de polvo y acribilla a los muertos con balas de barro rojo.
En Zacatecas repican las campanas, llamando a los banquetes de celebración. Los señores de las minas suspiran aliviados. No faltará mano de obra en los socavones. Nada interrumpirá la prosperidad del reino. Podrán ellos seguir meando tranquilos en bacinillas de plata labrada y nadie impedirá que acudan a misa sus señoras acompañadas de cien criados y veinte doncellas.
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Humos de Virginia en la niebla de Londres
Dramatis personae:
El rey (Jacobo I de Inglaterra, VI de Escocia). Ha escrito: El tabaco convierte en una cocina las partes interiores del hombre ensuciándolas o infectándolas con una especie de hollín untuoso y grasosiento. También ha escrito que quien fuma imita las bárbaras y bestiales maneras de los salvajes y serviles indios sin Dios.
John Rolfe. Colono inglés de Virginia. Uno de los miembros más distinguidos de ese pueblo señalado y elegido por el dedo de Dios —según el propio Rolfe define a los suyos—. Con semillas llevadas a Virginia desde la isla de Trinidad, ha hecho buenas mezclas de tabaco en sus plantaciones. Hace tres años despachó hacia Londres, en las bodegas del Elizabeth, cuatro toneles llenos de hojas, que han iniciado el reciente pero ya fructífero comercio de tabaco con Inglaterra. Bien se puede decir que John Rolfe ha colocado al tabaco en el trono de Virginia, como planta reina de poder absoluto. El año pasado vino a Londres con el gobernador Dale, buscando nuevos colonos y nuevas inversiones para la Compañía de Virginia y prometiendo fabulosas ganancias a sus accionistas, porque el tabaco será a Virginia lo que la plata es al Perú. También vino para presentar ante el rey Jacobo a su esposa, la princesa india Pocahontas, bautizada Rebeca.