Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
Tras algunos combates, llega la derrota. Los españoles obligan a todos los indios de la región de Quijos y de los alrededores de Quito a presenciar la ejecución de los profetas Beto y Guami. Los pasean en carro por las calles de Quito, los atormentan con tenazas candentes, los ahorcan, los descuartizan y exhiben sus pedazos. Desde el palco de honor, el capitán Francisco Atahualpa asiste a la ceremonia.
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Los fundadores
Hace cerca de medio siglo, un capitán español se hizo a la mar, en Sevilla, rumbo a estas costas sin fama. Volcó en la expedición toda la fortuna que había hecho en el saqueo de Roma.
Aquí fundó una ciudad, un fortín rodeado de ranchos, y desde aquí persiguió, río arriba, la sierra de la plata y el misterioso lago donde duerme el sol.
Diez años antes, Sebastián Gaboto había buscado los tesoros del rey Salomón remontando este río de la Plata, inocente de su nombre, que sólo tiene barro en una orilla y arena en la otra y conduce a otros ríos que conducen a la selva.
Poco duró la ciudad de don Pedro de Mendoza. Mientras sus soldados se comían entre sí, locos de hambre, el capitán leía a Virgilio y a Erasmo y pronunciaba frases para la inmortalidad. Al poco tiempo, desvanecida la esperanza de otro Perú, quiso volverse a España. No llegó vivo. Después vino Alonso Cabrera, que incendió Buenos Aires en nombre del rey. Él sí pudo regresar a España. Allá mató a la mujer y terminó sus días en un manicomio.
Juan de Garay llega ahora desde Asunción. Santa María de los Buenos Aires nace de nuevo. Acompañan a Garay unos cuantos paraguayos, hijos de conquistadores, que han recibido de sus madres guaraníes la primera leche y la lengua indígena que hablan.
La espada de Garay, clavada en esta tierra, dibuja la sombra de la cruz. Tiritan de frío y de miedo los fundadores. La brisa arranca una música crujiente a las copas de los árboles y más allá, en los campos infinitos, silenciosos espían los indios y los fantasmas.
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Drake
—¡Al oro de los galeones! ¡A la plata de Potosí!
¡Viene el Dragón!, chillaban las mujeres; y tocaban a rebato las campanas de las iglesias. En tres años, Francis Drake ha dado la vuelta al mundo. Ha cruzado el ecuador dos veces y ha saqueado los mares de España, desvalijando puertos y navíos desde Chile hasta México.
Regresa ahora con un solo barco y una tripulación de dieciocho moribundos, pero trae tesoros que multiplican por ciento veinte el capital invertido en la expedición. La reina Isabel, principal accionista y autora del plan, convierte al pirata en caballero. Sobre las aguas del Támesis se hace la ceremonia. La espada que lo consagra lleva grabada esta frase de la reina: Quien te golpea me golpea, Drake. De rodillas, él ofrece a Su Majestad un prendedor de esmeraldas robado en el Pacífico.
Alzada sobre la niebla y el hollín, Isabel está en la cumbre del imperio que nace. Ella es hija de Enrique VIII y Ana Bolena, que por engendrarla mujer había perdido la cabeza en la torre de Londres. La Reina Virgen devora a sus amantes, trata a puñetazos a sus doncellas de honor y escupe al traje de sus cortesanos.
Francis Bacon será el filósofo y el canciller del nuevo imperio y William Shakespeare su poeta. Francis Drake, el capitán de sus navíos. Burlador de tempestades, amo de las velas y los vientos, el pirata Drake trepa en la corte como por mástiles y jarcias. Petizo fornido, de barba de fuego, ha nacido al borde de la mar y ha sido educado en el temor de Dios. La mar es su casa; y nunca se lanza al asalto sin una Biblia apretada contra el pecho, bajo la casaca.
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¿De qué color es la piel de los leprosos?
El candil avanza violando la oscuridad y a golpes de luz va arrancando caras de la negrura, caras de espectros, manos de espectros, y las clava contra la pared.
El funcionario no toca nada, las manos enguantadas escondidas bajo el capote, y mira entrecerrando los párpados, como con miedo de contagiarse los ojos. Ha venido el funcionario a comprobar el cumplimiento de la nueva ordenanza sobre este hospital de San Lázaro. Manda el virrey que no se mezclen los enfermos varones. Los blancos y mestizos han de ocupar una sala, otra los negros y los mulatos y otra los indios, solos. Las mujeres, en cambio, sea cual fuere su color o condición, deben estar todas juntas en la misma pieza.
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La madre aymara de Dios
Atraviesa el lago Titicaca en la barca de totora. Ella viaja a su lado. Está vestida de fiesta. En la ciudad de La Paz le han dorado la túnica.
Al desembarcar, la cubre con la manta, para defenderla de la lluvia; y con ella en brazos, tapadita, entra en el pueblo de Copacabana. La lluvia acribilla al gentío que se reúne para recibirlos.
Francisco Tito Yupanqui entra con ella al santuario y la descubre. La suben al altar. Desde lo alto, la Virgen de Copacabana abraza a todos. Ella evitará las pestes y las penas y el mal tiempo de febrero.
El escultor indio la ha tallado en Potosí y desde allá la trajo. Casi dos años estuvo trabajando para que ella naciera con la debida hermosura. Los indios sólo pueden pintar o tallar imágenes que imiten los modelos europeos y Francisco Tito Yupanqui no quiso violar la prohibición. Él se propuso hacer una Virgen idéntica a Nuestra Señora de la Candelaria, pero sus manos han modelado este cuerpo del altiplano, amplios pulmones ansiosos de aire, torso grande y piernas cortas, y esta ancha cara de india, de labios carnosos y ojos almendrados que miran, tristes, la tierra lastimada.
[56][163]
Fue libre por un rato
Se alza sobre las manos y cae de bruces. Quiere apoyar un codo y resbala. Consigue clavar una rodilla y se hunde en el barro. Cara al barro, bajo la lluvia, llora.
Hernando Maravilla no había llorado durante los doscientos latigazos que recibió en las calles de Lima, camino al puerto; y ni una lágrima se le vio en la cara mientras recibía otros doscientos azotes aquí en Santiago.
Ahora lo azota la lluvia, que le arranca la sangre seca y el barro de los revolcones.
—¡Desgraciado! ¡Así muerdes la mano que te alimenta! —dijo la dueña, doña Antonia Nabía, viuda de luto largo, cuando le devolvieron al esclavo fugado.
Hernando Maravilla se había escapado porque un día vio una mujer bella como una bandera y no tuvo más remedio que seguirle los pasos. Lo atraparon en Lima y lo interrogó la Inquisición. Fue condenado a cuatrocientos azotes por haber dicho que los casamientos los hizo el diablo y que no era nada el obispo y que cagazón para el obispo.
El que nació en el África, nieto de mago, hijo de cazador, se retuerce y llora, con la espalda en carne viva, mientras la lluvia cae sobre Santiago de Chile.
[31][138]
Sahagún
Solaestoy, solaestoy, canta la torcaza.
Una mujer ofrece flores a una piedra hecha pedazos:
—Señor —dice la mujer a la piedra—. Señor, cómo has sufrido.
Los viejos sabios indígenas ofrecen su testimonio a fray Bernardino de Sahagún: «Que nos dejen morir», piden, «ya que han muerto nuestros dioses».
Fray Bernardino de Ribeira, natural de Sahagún: hijo de san Francisco, pies descalzos, sotana de parches, buscador de la plenitud del Paraíso, buscador de la memoria de estos pueblos vencidos: más de cuarenta años lleva Sahagún recorriendo comarcas de México, el señorío de Huexotzingo, la Tula de los toltecas, la región de Texcoco, para rescatar las imágenes y las palabras de los tiempos pasados. En los doce libros de la Historia general de las cosas de la Nueva España, Sahagún y sus jóvenes ayudantes han salvado y reunido las voces antiguas, las fiestas de los indios, sus ritos, sus dioses, su modo de contar el paso de los años y de los astros, sus mitos, sus poemas, su medicina, sus relatos de épocas remotas y de la reciente invasión europea… La historia canta en esta primera gran obra de la antropología americana.
Hace seis años, el rey Felipe II mandó arrancar esos manuscritos de manos de Sahagún, y todos los códices indígenas por él copiados y traducidos, sin que dellos quede original ni traslado alguno. ¿Dónde habrán ido a parar esos libros sospechosos de perpetuar y divulgar idolatrías? Nadie sabe. El Consejo de Indias no ha respondido a ninguna de las súplicas del desesperado autor y recopilador. ¿Qué ha hecho el rey con estos cuarenta años de la vida de Sahagún y varios siglos de la vida de México? Dicen en Madrid que se han usado sus páginas para envolver especias.
El viejo Sahagún no se da por vencido. A los ochenta años largos, aprieta contra el pecho unos pocos papeles salvados del desastre, y dicta a sus alumnos, en Tlatelolco, las primeras líneas de una obra nueva, que se llamará Arte adivinatoria. Luego, se pondrá a trabajar en un calendario mexicano completo. Cuando acabe el calendario, comenzará el diccionario náhuatl-castellano-latín. Y no bien termine el diccionario…
Afuera aúllan los perros, temiendo lluvia.
[24][200]
El pedregoso reino de Cíbola
El capitán Antonio de Espejo, que había hecho grande y rápida fortuna en la frontera de México, ha acudido al llamado de las siete ciudades de oro. Al mando de unos cuantos jinetes guerreros, ha emprendido la odisea del norte; y en vez del fabuloso reino de Cíbola ha encontrado un inmenso desierto, salpicado muy de vez en cuando por pueblos en forma de fortalezas. No hay piedras preciosas colgando de los árboles, porque no hay árboles como no sea en los raros valles; y no hay más fulgor de oro que el que arranca el sol a las rocas cuando las golpea duro.
En esos pueblos alzan los españoles su bandera. Los indios todavía no saben que pronto serán obligados a cambiar de nombre y a levantar templos para adorar a otro dios, aunque el Gran Espíritu de los hopis les anunció hace tiempo que una nueva raza llegaría, raza de hombres de lengua bifurcada, trayendo la codicia y la jactancia. Los hopis reciben al capitán Espejo con ofrendas de tortillas de maíz y pavos y pieles; y los indios navajos, de la serranía, les dan la bienvenida trayéndoles agua y maíz.
Más allá, en lo alto del cielo purpúreo, se alza una fortaleza de roca y barro. Desde el filo de la meseta, el pueblo de los ácomas domina el valle, verdoso de maizales irrigados por canales y represas. Los ácomas, enemigos de los navajos, tienen fama de muy feroces; y ni Francisco Vázquez de Coronado, que anduvo por aquí hace cuarenta años, se atrevió a acercarse.
Los ácomas danzan en honor del capitán Espejo y ponen a sus pies mantas de colores, pavos, choclos y pieles de venado.
De aquí a unos años, se negarán a pagar tributos. El asalto durará tres días y tres noches. A los sobrevivientes les cortarán un pie de un hachazo y los jefes serán despeñados por el precipicio.
[89]
Canto nocturno, del pueblo navajo
Casa hecha de alba,
casa hecha de luz del atardecer,
casa hecha de nube oscura…
La nube oscura está en la puerta
y de nube oscura es el sendero que asoma
bajo el relámpago que se alza…
Dichoso, pueda yo caminar.
Dichoso, con lluvias abundantes, pueda caminar.
Dichoso, entre las muchas hojas, pueda caminar.
Dichoso, por el rastro del polen, pueda caminar.
Dichoso, pueda caminar.
Que sea hermoso lo que me espera.
Que sea hermoso lo que dejo atrás.
Que sea hermoso lo que está debajo.
Que sea hermoso lo que hay encima.
Que sea hermoso todo lo que me rodea
y en hermosura acabe.
[42]
La peste
La gripe no brilla como la espada de acero, pero no hay indio que pueda esquivarla. Más muertes hacen el tétanos y el tifus que mil lebreles de ojos de fuego y bocas de espuma. La viruela ataca en secreto y el cañón con gran estrépito, entre nubes de chispas y humo de azufre, pero la viruela aniquila más indios que todos los cañones.
Los vientos de la peste están arrasando estas comarcas. A quien golpean, derriban: le devoran el cuerpo, le comen los ojos, le cierran la garganta. Todo huele a podrido.
Mientras tanto, una voz misteriosa recorre el Perú. Anda pisando los talones de la peste y atraviesa las letanías de los moribundos, esta voz que susurra, de oído en oído: «Quien arroje el crucifijo fuera de casa, volverá de la muerte».
[221]
El nieto de Atahualpa
Sudan oro las columnas, arabescos y follajes de oro; oran los santos de oro y las adoradas vírgenes de dorado manto y el coro de ángeles de alitas de oro: ésta es una de las casas que Quito ofrece al que hace siglos nació en Belén, en paja de pesebre, y murió desnudo.
La familia del Inca Atahualpa tiene un altar en esta iglesia de San Francisco, en el retablo grande del crucero, al lado del Evangelio. Al pie del altar, descansan los muertos. El hijo de Atahualpa, que se llamó Francisco como su padre y el asesino de su padre, ocupa la tumba principal. Dios ha de tener en la gloria al capitán Francisco Atahualpa si Dios escucha, como dicen, los pareceres de los que mandan con mayor atención de la que presta a los alaridos de los mandados. El hijo del Inca supo ahogar los alzamientos indígenas en el sur. Él trajo a Quito, prisioneros, a los caciques rebeldes de Cañaribamba y Cuyes y fue recompensado con el cargo de Director de Trabajos Públicos de esta ciudad.
Las hijas y las sobrinas de Francisco han venido a instalar la imagen de santa Catalina que un escultor de Toledo, Juan Bautista Vázquez, ha tallado para que luzca en lo alto del altar de los Atahualpa. Alonso, el hijo de Francisco, envió la imagen desde España; y la familia todavía no sabe que Alonso ha muerto en Madrid mientras santa Catalina atravesaba la mar rumbo a esta iglesia.
Alonso Atahualpa, nieto del Inca, ha muerto en prisión. Sabía tocar el arpa, el violín y el clavicordio. Sólo vestía trajes españoles, cortados por los mejores sastres, y hacía mucho que no pagaba el alquiler de su casa. Los hidalgos no van presos por deudas, pero Alonso fue a parar a la cárcel, denunciado por los sastres, los joyeros, los sombrereros y los guanteros más importantes de Madrid. Tampoco había pagado la talla que su familia está ubicando ahora, entre guirnaldas de oro, en el dorado altar.