Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (22 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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—¿Quién, quién, quién eres? —tartamudeó el boticario.

—Tenemos poco tiempo —dijo ella, mientras se arrancaba la ropa. Al amanecer se alzó, lustrosa, sabrosa, y se vistió en un santiamén. —¿Adonde vas?

—A Nombre de Dios. Allá he dejado el pan en el horno.

—¡Pero si está a veinte leguas! —se asombró el boticario.

—A dieciocho —corrigió ella.

Y mientras desaparecía, advirtió:

—Cuídate. Quien entra en mí, pierde la memoria.

[157]

1599 - Quito

Los zambos de Esmeraldas

Miran vigilando. No mueven ni las pestañas. Desconfían. Ese pincel que les está robando la imagen, ¿no les estará robando el alma? El pincel es mágico como el espejo. Como el espejo, se apodera de la gente.

De vez en cuando estornudan, por culpa de estos fríos de Quito, y el artista los rezonga. Incómodos, medio ahorcados por las golas, vuelven a ponerse en pose, rígidos, hasta el próximo estornudo. Llevan en esta ciudad algunos días y todavía no entienden por qué gente tan poderosa se ha venido a vivir en un lugar tan frío, ni entienden por qué las casas tienen puertas ni por qué las puertas tienen cerraduras, trancas y candados.

Hace medio siglo, la tempestad estrelló un barco negrero contra los arrecifes de la costa, cerquita de la boca del río Esmeraldas. El barco llevaba esclavos de Guinea para vender en Lima. Los negros se fugaron y se perdieron monte adentro. Fundaron aldeas y tuvieron hijos con mujeres indígenas y esos hijos también se multiplicaron. De los tres que el pintor Andrés Sánchez Gallque está retratando ahora, dos nacieron de esa mezcla de africanos y ecuatorianas. El otro, Francisco de Arobe, vino de Guinea. Tenía diez años cuando el naufragio.

Los han disfrazado de floridos señores, sayos y capas, puños de encaje, sombreros, para que no hagan mala impresión al rey cuando reciba, en Madrid, este retrato de sus nuevos súbditos, estos bárbaros que hasta ahora habían sido invencibles. También llevan lanzas en las manos, collares de dientes y conchas sobre las ropas españolas; y en los rostros lucen adornos de oro que les atraviesan las orejas, las narices y los labios.

[176]

1599 - Río Chagres

No hablan los sabios

Éste es el camino más brillante del mundo. De mar a mar serpentea el largo hilo de plata. Infinitas hileras de mulas atraviesan la selva, agobiadas por los metales de Potosí, rumbo a los galeones que esperan en Portobelo.

Los monitos acompañan la ruta de la plata volando de rama en rama a través de Panamá. Chillando sin tregua, se burlan de los arrieros y les arrojan proyectiles de guayaba.

A orillas del río Chagres, fray Diego de Ocaña los está admirando. Para atravesar el río, los monos forman una cadena desde la copa de un árbol, agarrándose unos a otros por las colas: la cadena se balancea y toma impulso hasta que un envión fuerte la arroja hacia las ramas más altas de la otra orilla.

El indio peruano que carga el equipaje de Ocaña, se le acerca y comenta: —Padre, estos son gente. No hablan para que los españoles no se den cuenta. Si ven que son gente, los mandan a trabajar a las minas—.

[157]

1599 - La Imperial

Las flechas llameantes

La rebelión estalla en las costas del Pacífico y los truenos sacuden la cordillera de los Andes.

Martín García Óñez de Loyola, sobrino de san Ignacio, había venido del Perú con fama de cazador incansable y certero matador. Allá había capturado a Túpac Amaru, el último de los Incas. Lo mandaron de gobernador a Chile para que amansara a los araucanos. Aquí mató indios, robó ovejas y quemó sementeras sin dejar un grano. Ahora los araucanos pasean su cabeza en la punta de una lanza.

Los indios llaman a la pelea soplando huesos de cristianos a modo de trompetas. Máscaras de guerra, corazas de cuero: la caballería araucana arrasa el sur. Siete poblaciones se desploman, una tras otra, bajo la lluvia de flechas de fuego. La presa se hace cazador. Los araucanos ponen sitio a La Imperial. Para dejarla sin agua, desvían el curso del río.

Medio reino de Chile, todo el sur del Bío-Bío, vuelve a ser araucano.

Los indios dicen, señalando la lanza: Éste es mi amo. Éste no me manda que le saque oro, ni que le traiga hierbas ni leña, ni que le guarde el ganado, ni que le siembre ni siegue. Con este amo quiero andar.

[66][94]

1599 - Santa Marta

Hacen la guerra para hacer el amor

La rebelión estalla en las costas del Caribe y los truenos sacuden la sierra Nevada. Los indios se alzan por la libertad del amor.

En la fiesta de la luna llena, bailan los dioses en el cuerpo del jefe Cuchacique y dan magia a sus brazos. Desde los pueblos de Jeriboca y Bonda, las voces de la guerra despiertan la tierra toda de los indios tairona y sacuden a Masinga y Masinguilla, Zaca y Mamazaca, Mendiguaca y Rotama, Buritaca y Tairama, Maroma, Taironaca, Guachaca, Chonea, Cinto y Nahuanje, Mamatoco, Ciénaga, Dursino y Gairaca, Origua y Durama, Dibocaca, Daona, Chengue y Masaca, Daodama, Sacasa, Cominea, Guarinea, Mauracataca, Choquenca y Masanga.

El jefe Cuchacique viste la piel del jaguar. Flechas que silban, flechas que queman, flechas que envenenan: los tairona incendian capillas, rompen cruces y matan frailes, peleando contra el dios enemigo que les prohíbe las costumbres.

Desde lo más lejano de los tiempos, en estas tierras se divorciaba quien quería y hacían el amor los hermanos, si tenían ganas, y la mujer con el hombre o el hombre con el hombre o la mujer con la mujer. Así fue en estas tierras hasta que llegaron los hombres de negro y los hombres de hierro, que arrojan a los perros a quienes aman como los antepasados amaban.

Los tairona celebran las primeras victorias. En sus templos, que el enemigo llama casas del Diablo, tocan la flauta en los huesos de los vencidos, beben vino de maíz y danzan al son de los tambores y las trompetas de caracoles. Los guerreros han cerrado todos los pasos y caminos hacia Santa Marta y se preparan para el asalto final.

[189]

Ellos tenían una patria

El fuego demora en arder. Qué lento arde.

Ruidos de hierro, ambular de armaduras. El asalto a Santa Marta ha fracasado y el gobernador ha dictado sentencia de arrasamiento. Armas y soldados han llegado desde Cartagena en el momento preciso y los tairona, desangrados por tantos años de tributos y esclavitudes, se desparraman en derrota.

Exterminio por el fuego. Arden las poblaciones y las plantaciones, los maizales y los algodonales, los campos de yuca y papas, las arboledas de frutales. Arden los regadíos y las sementeras que alegraban la vista y daban de comer, los campos de labranza donde los tairona hacían el amor a pleno día, porque nacen ciegos los niños hechos en la oscuridad.

¿Cuántos mundos iluminan estos incendios? El que estaba y se veía, el que estaba y no se veía…

Desterrados al cabo de setenta y cinco años de revueltas, los tairona huyen por las montañas hacia los más áridos y lejanos rincones, donde no hay pescado ni maíz. Hacia allá los expulsan, sierra arriba, para arrancarles la tierra y la memoria: para que allá lejos se aíslen y olviden, en la soledad, los cantos de cuando estaban juntos, federación de pueblos libres, y eran poderosos y vestían mantos de colorido algodón y collares de oro y piedras fulgurantes: para que nunca más recuerden que sus abuelos fueron jaguares. A las espaldas, dejan ruinas y sepulturas.

Sopla el viento, soplan las almas en pena, y el fuego se aleja bailando.

[189]

Técnica de la caza y de la pesca

En lo hondo de la selva amazónica, un pescador de la tribu de los desana se sienta sobre una roca alta y contempla el río. Las aguas se deslizan, llevan peces, pulen piedras, aguas doradas por las primeras luces del día. El pescador mira y mira y siente que el viejo río se hace flujo de su sangre por las venas. No pescará el pescador hasta que haya enamorado a las mujeres de los peces.

Cerquita, en la aldea, se prepara el cazador. Ya vomitó, ya se bañó en el río, ya está limpio por dentro y por fuera. Bebe ahora infusiones de plantas que tienen el color del venado, para que sus aromas le impregnen el cuerpo, y se pinta la cara con la máscara que el venado prefiere. Después de soplar humo de tabaco sobre sus armas, camina suavemente hacia el manantial donde el venado bebe. Allí arroja jugo de piña, que es leche de la hija del sol.

El cazador ha dormido solo estas últimas noches. No ha estado con mujeres ni ha soñado con ellas, para no dar celos al animal que perseguirá y penetrará con la lanza o las flechas.

[189]

1600 - Potosí

La octava maravilla del mundo

Incesantes caravanas de llamas y mulas llevan al puerto de Arica la plata que, por todas sus bocas, sangra el cerro de Potosí. Al cabo de larga navegación, los lingotes se vuelcan en Europa para financiar, allá, la guerra, la paz y el progreso.

A cambio llegan a Potosí, desde Sevilla o por contrabando, vinos de España y sombreros y sedas de Francia, encajes, espejos y tapices de Flandes, espadas alemanas y papelería genovesa, medias de Nápoles, cristales de Venecia, ceras de Chipre, diamantes de Ceilán, marfiles de la India y perfumes de Arabia, Malaca y Goa, alfombras de Persia y porcelanas de China, esclavos negros de Cabo Verde y Angola y caballos chilenos de mucho brío.

Todo es carísimo en esta ciudad, la más cara del mundo. Sólo resultan baratas la chicha y las hojas de coca. Los indios, arrancados a la fuerza de las comunidades de todo el Perú, pasan el domingo en los corrales, danzando en torno a los tambores y bebiendo chicha hasta rodar por los suelos. Al amanecer del lunes los arrean cerro adentro y mascando coca persiguen, a golpes de barreta, las vetas de plata, serpientes blanquiverdes que asoman y huyen por las tripas de ese vientre inmenso, ninguna luz, aire ninguno. Allí trabajan los indios toda la semana, prisioneros, respirando polvo que mata los pulmones y mascando coca que engaña al hambre y disfraza la extenuación, sin saber cuándo anochece ni cuándo amanece, hasta que al fin del sábado suena el toque de oración y salida. Avanzan entonces, abriéndose paso con velas encendidas, y emergen el domingo al alba, que así de hondos son los socavones y los infinitos túneles y galerías.

Un cura, recién llegado a Potosí, los ve aparecer en los suburbios de la ciudad, larga procesión de fantasmas escuálidos, las espaldas marcadas por el látigo, y comenta:

—No quiero ver este retrato del infierno.

—Pues cierre usted los ojos —le aconsejan.

—No puedo —dice el cura—. Con los ojos cerrados, veo más.

[21][157]

Profecías

Anoche se han casado, ante el fuego, según quiere la tradición, y han escuchado las palabras sagradas.

A ella:

—Que cuando él se encienda en fuego de amor, no estés helada.

Y a él:

—Que cuando ella se encienda en fuego de amor, no estés helado.

Al resplandor del fuego se despiertan, abrazados, se felicitan con los ojos y se cuentan los sueños.

Durante el sueño, viaja el alma fuera del cuerpo y conoce, en una eternidad o parpadeo, lo que ocurrirá. Los bellos sueños se convidan; y para eso se despiertan muy tempranito las parejas. Los sueños malos, en cambio, se arrojan a los perros.

Los sueños malos, pesadillas de abismos o buitres o monstruos, pueden anunciar lo peor. Y lo peor, aquí, es que te obliguen a ir a las minas de azogue de Huancavélica o al lejano cerro de la plata en Potosí.

[150][151]

Cantar del Cuzco

Una llama quisiera

que de oro tuviera el pelo,

brillante como el sol,

fuerte como el amor

y suave como la nube

que la aurora deshace,

para tejer un cordón

donde marcaría,

nudo tras nudo,

las lunas que pasan,

las flores que mueren.

[202]

1600 - Ciudad de México

Las carrozas

Han vuelto las carrozas a las anchas calles de México.

Hace más de veinte años, el ascético Felipe II las había prohibido. Decía el decreto que el uso del coche apoltrona a los hombres y los acostumbra a la vida regalona y haragana; y que así pierden músculos para el arte de la guerra.

Muerto Felipe II, las carrozas reinan nuevamente en esta ciudad. Por dentro, sedas y cristales; por fuera, oro y carey y el blasón en la portezuela. Despiden un aroma de maderas finas y ruedan con andar de góndola y mecer de cuna; tras las cortinas saluda y sonríe la nobleza colonial. En el alto pescante, entre flecos y borlones de seda, se alza el cochero, desdeñoso, casi rey; y los caballos calzan herraduras de plata.

Siguen prohibidos los carruajes para los indios, las putas y los castigados por la Inquisición.

[213]

1601 - Valladolid

Quevedo

Hace veinte años que España reina sobre Portugal y todas sus colonias, de modo que puede un español pasearse por el mundo sin pisar tierra extranjera.

Pero España es la nación más cara de Europa: produce cada vez menos cosas y cada vez más monedas. De los treinta y cinco millones de escudos nacidos hace seis años, no queda ni la sombra. No son alentadores los datos que acaba de publicar aquí don Martín González de Cellorigo en su Memorial de la política necesaria: por obra del azar y de la herencia, cada español que trabaja mantiene a treinta. Para los rentistas, trabajar es pecado. Los hidalgos tienen por campo de batalla las alcobas; y crecen en España menos árboles que frailes y mendigos.

Camino de Génova marchan las galeras cargadas con la plata de América. Ni el aroma dejan en España los metales que llegan desde México y el Perú. Tal parece que la hazaña de la conquista hubiera sido cumplida por los mercaderes y los banqueros alemanes, genoveses, franceses y flamencos.

Vive en Valladolid un muchacho cojitranco y miope, puro de sangre y con espada y lengua de mucho filo. Por la noche, mientras el paje le arranca las botas, medita coplas. A la mañana siguiente se deslizan las serpientes por debajo de los portones del palacio real.

Con la cabeza hundida en la almohada, el joven Francisco de Quevedo y Villegas piensa en quien al cobarde hace guerrero y ablanda al juez más severo; y maldiciendo este oficio de poeta se alza en la cama, se restriega los ojos, arrima la lámpara y de un tirón se saca de adentro los versos que no lo dejan dormir. Hablan los versos de don Dinero, que nace en las Indias honrado, donde el mundo le acompaña, viene a morir en España y es en Génova enterrado.

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