Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
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La primera expedición contra Palmares
En los ingenios, que estrujan y exprimen cañas y hombres, se mide el trabajo de cada esclavo como se mide el peso de las cañas y la presión del trapiche y el calor del horno. La fuerza de un esclavo se agota en cinco años, pero en un solo año recupera su dueño el precio que por él ha pagado. Cuando los esclavos dejan de ser brazos útiles y se convierten en bocas inútiles, reciben el regalo de la libertad.
En las sierras del nordeste del Brasil se esconden los esclavos que conquistan la libertad antes de que los volteen la súbita vejez o la temprana muerte. Palmares se llaman los santuarios donde se refugian los cimarrones, en las florestas de altas palmas de Alagoas.
El gobernador general del Brasil envía la primera expedición contra Palmares. La integran unos pocos blancos y mestizos pobres, ansiosos por capturar y vender negros, unos cuantos indios a quienes se han prometido peines, cuchillos y espejitos, y muchos mulatos.
Al volver del río Itapicurú, el comandante de la expedición, Bartolomeu Bezerra, anuncia en Recife: El foco de la rebelión ha sido destruido. Y le creen.
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Las cuatro partes del mundo
Se publica en Roma una edición ilustrada y ampliada de la Iconología de Cesare Ripa.
El diccionario de imágenes simbólicas muestra el mundo tal como se ve desde la orilla norte del Mediterráneo.
Arriba aparece Europa, la reina, con sus emblemas de poder. La respaldan caballos y lanzas. Con una mano sostiene las columnas del templo; en la otra ostenta el cetro. Lleva una corona en la cabeza y otras coronas yacen a sus pies, entre mitras y libros y pinceles, cítaras y arpas. Junto al cuerno de la abundancia, reposan el compás y la regla.
Abajo, a la derecha, el Asia. Ofrece café, pimienta, incienso. La adornan guirnaldas de flores y frutas. Un camello, echado, la espera.
Al costado, el África es una morena morisca, con una cabeza de elefante por cimera. Luce al pecho un collar de corales. La rodean el león, la serpiente, el escorpión y las espigas.
Debajo de todos, América, mujer de rostro espantoso de mirar. Lleva plumas sobre la desnuda piel olivácea. A los pies, tiene una cabeza humana recién cortada y un lagarto. Está armada de arco y flechas.
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La jauría
El cabildo de Santiago ha comprado una nueva marca de plata para herrar a los indios esclavos en la cara. El gobernador, Alonso de Ribera, manda que se destine a gastos de guerra y sustento de soldados la quinta parte del valor de cada araucano vendido en los puertos de Valdivia y Arica.
Se suceden las cacerías. Los soldados atraviesan el Bío-Bío y en las noches pegan sus zarpazos. Incendian y degüellan y regresan acarreando hombres, mujeres y niños atados por el pescuezo. Una vez marcados, los venden al Perú.
El gobernador alza el botijo de vino y brinda por las batallas ganadas. Brinda a la flamenca, como Pedro de Valdivia. Primero, por todos los hidalgos y las damas que le van viniendo a la memoria, trago tras trago. Cuando se acaba la gente, brinda por los santos y los ángeles; y nunca olvida agradecerles el pretexto.
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La noche del Juicio Final
Recién pasada la Navidad, los cañonazos de la tierra han volado la ciudad de Arequipa. Reventó la cordillera y la tierra vomitó los cimientos de las casas. Quedó la gente descuartizada bajo los escombros y las cosechas quemadas bajo las cenizas. Se alzó la mar, mientras tanto, y ahogó el puerto de Arica.
Ayer, cuando atardecía, un fraile descalzo convocó a la multitud en la plaza de Lima. Anunció que esta ciudad libertina se hundiría en las próximas horas y con ella sus alrededores hasta donde se perdía la vista.
—¡Nadie podrá huir! —gritaba, aullaba—. ¡Ni el más veloz de los caballos ni la más rauda nave podrán escapar!
Cuando el sol se puso, ya estaban las calles llenas de penitentes que se azotaban a la luz de los hachones. Los pecadores gritaban sus culpas en las esquinas y desde los balcones los ricos arrojaban a la calle las vajillas de plata y las ropas de fiesta. Espeluznantes secretos se revelaban a viva voz. Las esposas infieles arrancaban adoquines de la calle para golpearse el pecho. Los ladrones y los seductores se arrodillaban ante sus víctimas, los amos besaban los pies de sus esclavos y los mendigos no tenían manos para tanta limosna. La Iglesia recibió anoche más dinero que en todas las cuaresmas de toda su historia. Quien no buscaba cura para confesarse, buscaba cura para casarse. Estaban abarrotados los templos de gente que quiso yacer a su amparo.
Y después, amaneció.
El sol brilla como nunca en Lima. Los penitentes buscan ungüentos para sus espaldas desolladas y los amos persiguen a sus esclavos. Las recién casadas preguntan por sus flamantes maridos, que la luz del día evaporó; los arrepentidos andan por las calles en busca de pecados nuevos. Se escuchan llantos y maldiciones detrás de cada puerta. No hay un mendigo que no se haya perdido de vista. También los curas se han escondido, para contar las montañas de monedas que Dios aceptó anoche. Con el dinero que sobra, las iglesias de Lima comprarán en España auténticas plumas del arcángel Gabriel.
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La fresa
El capitán Alonso González de Nájera, que ha vivido seis años en Chile, recuerda y cuenta.
Habla de los que nacen entre trompetas y tambores, la noble hueste que viste cota de malla desde la cuna y hace muralla de sus cuerpos ante el embate de los indios. Asegura que la lluvia arranca granos de oro a la tierra chilena y que los indios pagan el tributo con el oro que sacan de las barrigas de las lagartijas.
También cuenta de una fruta rara, de color y hechura de corazón, que al roce de los dientes estalla en dulces jugos. Bien podría competir, por vistosa, sabrosa y olorosa, con las más regaladas frutas de España, aunque allá en Chile la agravian llamándola frutilla.
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Silvestre de Balboa
En la casa de barro y palma de Silvestre de Balboa, escribano del cabildo de Puerto Príncipe, nace el primer poema épico de la historia de Cuba. Dedica el autor sus octavas reales al obispo Altamirano, que hace cuatro años fue secuestrado por el pirata francés Gilbert Giron en el puerto de Manzanillo.
Al navío del pirata ascendieron, desde el reino de Neptuno, focas y nereidas condolidas del obispo, que no quiso en su defensa aceptar nada. Consiguieron los vecinos de Manzanillo reunir doscientos ducados, mil cueros y otras vituallas y por fin el corsario luterano soltó su presa. Desde los bosques llegaron a la playa, para dar la bienvenida al obispo rescatado, sátiros, faunos y semicapros que le trajeron guanábanas y otras delicias. Vinieron de los prados las napeas, cargadas de mameyes, piñas, tunas, aguacates, tabaco; y vistiendo enaguas las dríades bajaron de los árboles, plenos los brazos de silvestres pitajayas y frutos del árbol birijí y de la alta jagua. También recibió el obispo Altamirano guabinas, dajaos y otros peces de río de manos de las náyades; y las ninfas de las fuentes y los estanques le regalaron unas sabrosas tortugas jicoteas de Masabo. Cuando se disponían los piratas a cobrar el rescate, cayeron sobre ellos unos pocos mancebos, flor y nata de Manzanillo, que valientemente les dieron su merecido. Fue un negro esclavo, llamado Salvador, quien atravesó con su lanza el pecho del pirata Gilbert Giron:
¡Oh Salvador criollo, negro honrado!
Vuele tu fama y nunca se consuma;
que en alabanza de tan buen soldado
es bien que no se cansen lengua y pluma.
Henchido de admiración y espanto, Silvestre de Balboa invoca a Troya y compara con Aquiles y Ulises a los vecinos de Manzanillo, después de haberlos mezclado con ninfas, faunos y centauros. Pero entre las portentosas deidades se han abierto paso, humildemente, las gentes de este pueblo, un negro esclavo que se portó como un héroe y muchas frutas, hierbas y animales de esta isla que el autor llama y ama por sus nombres.
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Mateo Alemán
Mateo Alemán sube al navío que parte hacia México. Para poder viajar a las Indias, ha sobornado al secretario del rey y ha demostrado pureza de sangre.
Judío de padre y madre y con algún pariente quemado por la Inquisición, Mateo Alemán se ha inventado un cristianísimo linaje y un imponente escudo de armas, y de paso ha convertido a su amante, Francisca de Calderón, en su hija mayor.
El novelista supo aprender las artes de su personaje, Guzmán de Alfarache, diestro en el oficio de la florida picardía, quien muda de traje, de nombre y de ciudad para borrar estigmas y escapar de la pobreza. Bailar tengo al son que todos, dure lo que durare, explica Guzmán de Alfarache en la novela que España está leyendo.
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El Inca Garcilaso
A los setenta años, se inclina sobre la mesa, moja la pluma en el tintero de cuerno y escribe disculpando.
Es hombre de prosa minuciosa y galana. Elogia al invasor en la lengua del invasor, que ha hecho suya. Con una mano saluda la conquista, por ser obra de la Divina Providencia: los conquistadores, brazos de Dios, han evangelizado el Nuevo Mundo y la tragedia ha pagado el precio de la salvación. Con la otra mano dice adiós al reino de los incas, antes destruido que conocido, y lo evoca con nostalgias de paraíso. Una mano pertenece a su padre, capitán de Pizarro. La otra es de su madre, prima de Atahualpa, que ese capitán humilló y arrojó a los brazos de un soldado.
Como América, el Inca Garcilaso de la Vega ha nacido de una violación. Como América, vive desgarrado.
Aunque hace medio siglo que está en Europa, todavía escucha, como si fueran de recién, las voces de la infancia en el Cuzco, cosas recibidas en las mantillas y la leche: en esa ciudad arrasada vino al mundo, ocho años después de la entrada de los españoles, y en esa ciudad bebió, de labios de su madre, las historias que vienen del lejano día en que el sol dejó caer, sobre el lago Titicaca, al príncipe y a la princesa nacidos de sus amores con la luna.
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Las reglas de la mesa
Se lo dijeron esta mañana, cuando le trajeron el humoso, aromoso chocolate. De un brinco, el gobernador se despegó de las sábanas de Holanda: el rey de España ha decidido legalizar la esclavitud de los indios capturados en guerra.
Casi un año demoró la noticia en atravesar el océano y la cordillera. Hace ya tiempo que en Chile se venden araucanos ante escribano público, y al que pretende escapar le cortan los tendones; pero el visto bueno del rey cerrará la boca de algunos protestones.
—Bendiga Dios este pan…
El gobernador ofrece una cena a los domadores de estas tierras ariscas. Los invitados beben vino del país en cuerno de buey y comen panes de maíz envueltos en hojas de maíz, la sabrosa humita, plato de indios. Como había recomendado Alfonso el Sabio, toman con tres dedos los bocados de carne con ají; y como quería Erasmo de Rotterdam no roen los huesos, ni arrojan bajo la mesa las cáscaras de la fruta. Después de tomar el agüita caliente de quelén-quelén, se limpian con un escarbadientes sin dejarlo luego entre los labios ni en la oreja.
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El extirpador de idolatrías
A golpes de pico están rompiendo a Cápac Huanca.
El sacerdote Francisco de Ávila grita a sus indios que se apuren. Todavía quedan muchos ídolos por descubrir y triturar en estas tierras del Perú, donde él no conoce persona que no incurra en el pecado de idolatría. Jamás descansa la cólera divina. Ávila, azote de los hechiceros, vive sin sentarse.
Pero a sus siervos, que saben, cada golpe les duele. Esta gran roca es un hombre elegido y salvado por el dios Pariacaca. Cápac Huanca fue el único que compartió con él su chicha de maíz y sus hojas de coca, cuando Pariacaca se disfrazó con andrajos y vino a Yarutini y aquí suplicó que le dieran de beber y mascar. Esta gran roca es un hombre generoso. Pariacaca lo enfrió y lo convirtió en piedra, para que no lo volara el huracán de castigo que se llevó de un soplo a todos los demás.
Ávila hace arrojar sus pedazos al abismo. En su lugar, clava una cruz.
Después pregunta a los indios la historia de Cápac Huanca; y la escribe.
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El golpeado golpea
El símbolo de la autoridad, trenza de cuero, punta de cuerda, silba en el aire y muerde. Arranca en tiras el pellejo y raja la carne.
Desnudo, atado a la piedra del suplicio, aguanta el castigo Cristóbal de León Mullohuamani, cacique de la comunidad de Omapacha. Los gemidos se suceden al ritmo del látigo.
De la celda al cepo, del cepo al azote, vive el cacique en agonía. Él ha osado protestar ante el virrey de Lima y no ha entregado los indios que debía: por su culpa han faltado brazos para llevar vino desde los llanos al Cuzco y para hilar y tejer ropa como el corregidor mandó.
El verdugo, un esclavo negro, descarga el látigo con ganas. Esa espalda no es mejor ni peor que otra cualquiera.
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Shakespeare
La Compañía de Virginia se está llevando el gran chasco en las costas del norte de América, sin oro ni plata, pero por toda Inglaterra circulan sus panfletos de propaganda anunciando que allá los ingleses cambian a los indios perlas del Cielo por perlas de la tierra.
No hace mucho que John Donne exploraba el cuerpo de su amante, en un poema, como quien descubre América; y Virginia, el oro de Virginia, es el tema central de las fiestas de la boda de la princesa Isabel. En honor de la hija del rey, se representa una mascarada de George Chapman que gira en torno de una gran roca de oro, símbolo de Virginia o de las ilusiones de sus accionistas: el oro, clave de todos los poderes, secreto de la vida perseguido por los alquimistas, hijo del sol como la plata es hija de la luna y el cobre nace de Venus. Hay oro en las zonas calientes del mundo, donde el sol siembra, generoso, sus rayos.
En las celebraciones del casamiento de la princesa, también se pone en escena una obra de William Shakespeare, La tempestad, inspirada en el naufragio de un barco de la Compañía de Virginia en las Bermudas. El gran creador de almas y maravillas ubica esta vez su drama en una isla del Mediterráneo que más parece del mar Caribe. Allí el duque Próspero encuentra a Calibán, hijo de la bruja Sycorax, adoradora del dios de los indios de la Patagonia. Calibán es un salvaje, un indio de esos que Shakespeare ha visto en alguna exhibición de Londres: cosa de la oscuridad, más bestia que hombre, no aprende más que a maldecir y no tiene capacidad de juicio ni sentido de la responsabilidad. Sólo de esclavo, o atado como un mono, podría encontrar un lugar en la sociedad humana, o sea, la sociedad europea, a la que no le interesa para nada incorporarse.