Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
[201]
Se vende gente
—¡Camina!
—¡Corre!
— ¡Canta!
—¿Qué tachas tiene?
—¡Abre esa boca!
—¿Borracho es, o pendenciero?
—¿Cuánto ofrece, señor?
—¿Y enfermedades?
—¡Si vale el doble!
—¡Corre!
—¡No me engañe usted, que lo devuelvo!
—¡Salta, perro!
—¡Una pieza así no se regala!
—¡Qué levante los brazos!
—¡Qué cante fuerte!
—Esa negra, ¿con la cría o sin la cría?
—¡A ver los dientes!
Se los llevan de una oreja. Les marcarán el nombre del comprador en las mejillas o la frente y serán instrumentos de trabajo en las plantaciones, las pesquerías y las minas y armas de guerra en los campos de batalla. Serán parteras y nodrizas, dando vida, y quitándola serán verdugos y sepultureros. Serán juglares y carne de cama.
Está el corral de esclavos en pleno centro de Lima, pero el cabildo acaba de votar el traslado. Los negros en oferta se alojarán en un barracón al otro lado del río Rímac, junto al matadero de San Lázaro. Allí estarán bastante lejos de la ciudad, para que los vientos se lleven sus aires corrompidos y contagiosos.
[31][160]
El negro azota al negro
Tres esclavos africanos han recorrido las calles de Lima con las manos atadas y una cuerda al cuello. Los verdugos, negros también, caminaban detrás. Cada pocos pasos, un latigazo, hasta sumar cien; y cuando caían, los azotes eran de regalo.
El alcalde había dado la orden. Los esclavos habían entrado naipes al cementerio de la catedral, convirtiéndolo en sala de juego, con las lápidas como mesas; y bien sabía el alcalde que mal no venía el escarmiento para los negros en general, que tan insolentes y numerosos son, y tan amigos del alboroto.
Ahora yacen, los castigados, en el patio de la casa de su amo. Tienen las espaldas en carne viva. Aúllan mientras les lavan las llagas con orina y aguardiente.
El amo maldice al alcalde, agita el puño, jura venganzas. No se juega así con la propiedad ajena.
[31]
«La endiablada».
Luz de luna a la una, que anuncia la campana de la iglesia, y don Juan de Mogrovejo de la Cerda sale de la taberna y se echa a caminar por la noche de Lima, aromosa de azahares.
Al llegar al cruce de la calle del Trato, escucha raras voces o ecos; se detiene y para la oreja.
Un tal Asmodeo está diciendo que ha cambiado varias veces de residencia desde que su navío partió de Sevilla. Al llegar a Portobelo habitó los cuerpos de varios mercaderes que a la trampa llaman trato, al hurto ganancia y a la ganzúa vara de medir; y en Panamá se mudó y pasó a vivir adentro de un hipócrita de la caballería, de nombre falso, que se sabía de memoria la copia de los duques, el calendario de los marqueses y la letanía de los condes…
—Cuéntame, Asmodeo. ¿Guardaba ese sujeto los mandamientos de la caballería moderna?
—Todos, Amonio. Mentía y no pagaba deudas ni hacía caso del sexto mandamiento; se levantaba siempre tarde, hablaba en misa y sentía frío todo el tiempo, que dizque es de buen gusto. Y mira que es difícil sentir frío en Panamá, con aquellos calores que ya quisiera nuestro infierno. En Panamá las piedras sudan y dice la gente: «Apúrate con la sopa, que se calienta».
El indiscreto don Juan de Mogrovejo de la Cerda no puede ver a Asmodeo ni a Amonio, que se hablan de lejos, pero le basta con saber que tales nombres no figuran en el santoral y con oler el inconfundible tufo de azufre que ha invadido el aire, por si no alcanzara el tema de charla tan elocuente. Don Juan aplasta su espalda contra la alta cruz de la esquina del Trato, cuya sombra impide, a través de la calle, que Amonio y Asmodeo se aproximen; se persigna y al punto invoca toda una escuadra de santos para su protección y socorro. Pero rezar no puede, porque quiere escuchar. No va a perderse palabra de esto.
Asmodeo cuenta que salió del cuerpo de aquel caballero para meterse en un clérigo renegado y luego, en viaje al Perú, encontró posada en las entrañas de una beata especializada en vender doncellas.
—Así he llegado a Lima, en cuyos laberintos mucho norte me serán tus advertencias. Dame noticia de estas dilatadas provincias… ¿Son bien ganadas las haciendas tratando?
—Si lo fueran, más desocupado estuviera el infierno.
—¿Por qué camino he de tentar a los mercaderes?
—Procurando que lo sean y dejándolos.
—A los superiores, ¿tiénenlos aquí amor o respeto?
—Miedo.
—¿Pues qué ha de hacer el que quisiere premio?
—No merecerlo.
Don Juan invoca a la Virgen de Atocha, busca el rosario, que se le ha olvidado, y aprieta el pomo de la espada, mientras continúa el cuestionario sobre Lima que Amonio, al punto, responde.
—En cuanto a los presumidos de la gala, te pregunto si se visten bien.
—Pudieran, por lo mucho que todo el año cortan.
—¿Tanto murmuran?
—De suerte que en Lima todas las horas son críticas.
—Dime agora, ¿por qué llaman a los Franciscos, Panchos; a los Luises, Luchos; a las Isabelas, Chabelas?…
—Lo primero por no decir verdad; lo segundo por no nombrar los santos.
Sufre entonces don Juan un inoportuno ataque de tos. Escucha gritar: ¡Huyamos, huyamos!, y al cabo de un largo silencio se despega de la cruz que lo protegía. Con las rodillas tembleques, se asoma a la calle de los Mercaderes y a los portales de la Provincia. De los charlatanes, no queda ni el humito.
[57]
El último capítulo de la «Vida del Buscón».
El río refleja al hombre que lo interroga.
—¿Adonde envío al truhán? ¿He de mandarlo a la muerte?
Bailan sobre el Guadalquivir, desde el muelle de piedra, las botas chuecas. Este hombre tiene la costumbre de agitar los pies mientras piensa.
—Yo decido. Fui yo quien lo hizo nacer hijo de barbero y bruja y sobrino de verdugo. Yo lo coroné príncipe de la vida buscona en el reino de los piojos, los mendigos y los ahorcados.
Fulguran los lentes en las aguas verdosas, clavados en las profundidades, preguntando, preguntones:
—¿Qué hago? Yo le enseñé a robar pollos y a implorar limosna por las llagas de Cristo. De mí aprendió maestrías en dados y naipes y lances de estoque. Con artes mías fue galán de monjas y cómico de la legua.
Francisco de Quevedo frunce la nariz para acomodar los lentes.
—Yo decido. ¡Qué más remedio queda! No se ha visto novela, en la historia de las letras, que no tenga capítulo final.
Estira el pescuezo ante los galeones que vienen, arriando velas, hacia los muelles.
—Nadie lo ha sufrido como yo. ¿No hice mías sus hambres, cuando le gruñían las tripas y ni los exploradores le encontraban los ojos en la cara? Si don Pablos ha de morir, matarlo debo. Él es ceniza, como yo, que sobró a la llama.
Desde lejos, un niño andrajoso mira al caballero que se rasca la cabeza, inclinado sobre el río. «Una lechuza», piensa el niño. Y piensa: «La lechuza está loca. Quiere pescar sin anzuelo».
Y Quevedo piensa:
—¿Matarlo? ¿No es fama, acaso, que trae mala suerte romper espejos? Matarlo. ¿Y si se tomara el crimen por justo castigo a su mal vivir? ¡Menuda alegría para inquisidores y censores! De sólo imaginarles la dicha, se me revuelven las tripas.
Estalla, entonces, un vuelerío de gaviotas. Un navío de América está echando anclas. De un salto, Quevedo se echa a caminar. El niño lo persigue, imitándole el andar patizambo.
Resplandece la cara del escritor. En los muelles ha encontrado el destino que su personaje merece. Enviará a don Pablos, el buscón, a las Indias. ¿Dónde, sino en América, podía terminar sus días? Ya tiene desembocadura su novela y Quevedo se hunde, alucinado, en esta ciudad de Sevilla donde sueñan los hombres con navegaciones y las mujeres con regresos.
[183]
El río de la cólera
La multitud, que cubre toda la plaza mayor y las calles vecinas, arroja maldiciones y pedradas al palacio del virrey. Los adoquines y los gritos, traidor, ladrón, perro, Judas, se estrellan contra los postigos y los portones, cerrados a cal y canto. Los insultos al virrey se mezclan con los vivas al arzobispo, que lo ha excomulgado por especular con el pan de esta ciudad. Desde hace tiempo, el virrey viene acaparando todo el maíz y el trigo en sus graneros privados; y así juega a su antojo con los precios. Echa humo el gentío. ¡Qué lo ahorquen! ¡A palos! ¡Qué lo maten a palos! Unos piden la cabeza del oficial que ha profanado la iglesia llevándose a rastras al arzobispo; otros exigen linchar a Mejía, testaferro de los negocios del virrey; y todos quieren freír en aceite al virrey acaparador.
Surgen picas, chuzos, alabardas; se escuchan tiros de pistolas y mosquetes. Manos invisibles enarbolan el pendón del rey, en la azotea del palacio, y piden auxilio los alaridos de las trompetas; pero nadie acude a defender al virrey acorralado. Los principales del reino se han encerrado en sus palacios y se han escurrido por los agujeros los jueces y los oficiales. Ningún soldado obedece órdenes.
Las paredes de la cárcel de la esquina no resisten la embestida. Los presos se incorporan a la furiosa marea. Caen los portones del palacio, el fuego devora las puertas y la muchedumbre invade los salones, huracán que arranca cortinajes, revienta arcones y devora lo que encuentra.
El virrey, disfrazado de fraile, ha huido por un túnel secreto, hacia el convento de San Francisco.
[72]
¿Qué le parece esta ciudad?
El padre Thomas Gage, recién llegado, se entretiene en el paseo de la Alameda. Con dientes en los ojos contempla a las damas que se deslizan, flotando, bajo el túnel de altos árboles. Ninguna lleva la pañoleta o la mantilla por debajo de la cintura, para mejor lucir el meneo de las caderas y el garboso andar; y detrás de cada señora viene un séquito de negras y mulatas fulgurantes, los pechos saltando del escote, fuego y juego: llevan rosas en los zapatos de taco muy alto y palabras de amor bordadas en las cintas de seda que les ciñen las frentes.
A lomo de indio, el cura llega al palacio de gobierno.
El virrey le ofrece confitura de piñas y chocolate caliente y le pregunta qué le parece esta ciudad.
En pleno recital de elogios a México, mujeres y carruajes y avenidas, lo interrumpe el dueño de casa:
—¿Sabe usted que yo he salvado mi vida por un pelo? Y por un pelo de calvo…
De la boca del virrey brota, en catarata, la historia del motín del año pasado.
Al cabo de mucho humo y sangre y dos jícaras de chocolate agotadas sorbito a sorbito, el padre Gage se entera de que el virrey ha pasado un año escondido en el convento de San Francisco, y todavía no puede asomar la nariz fuera del palacio sin arriesgar una pedrada. Sin embargo, el arzobispo revoltoso está sufriendo el castigo del exilio en la pobretona y lejana Zamora, unos cuantos curas han sido condenados a remar en galeras y para aplastar la insolencia de la plebe ha bastado con ahorcar a tres o cuatro agitadores.
—Si por mí fuera, los ahorcaría a todos —dice el virrey. Se levanta del sillón, proclama:
—¡A todos! ¡A toda esta maldita ciudad! —y vuelve a sentarse.
—Estas son tierras siempre prontas para la rebelión —resopla—. ¡Yo he limpiado de bandidos los caminos de México! Y agrega, confidencial, estirando el pescuezo:
—¿Sabe usted? Los hijos de los españoles, los nacidos aquí… A la cabeza del tumulto, ¿quiénes estaban? ¡Ellos! ¡Los criollos! Se sienten en patria propia, quieren mandar…
El padre Gage mira con ojos de místico la pesada araña de cristal que amenaza su cabeza, y opina:
—Gravemente se ofende a Dios. Una segunda Sodoma… Lo he visto con mis ojos, esta tarde. Deleites mundanos…
El virrey cabecea confirmando.
—Como el heno serán trasegados —sentencia el cura—. Como la yerba verde recién cortada, se secarán.
Bebe el último sorbo de chocolate.
—Salmo treinta y siete —concluye, apoyando suavemente la tacita en el plato.
[72]
Se prohíben las danzas de los indios de Guatemala
Proclaman los frailes que ya no hay memoria ni rastro de los ritos y antiguas costumbres de la región de la Verapaz, pero se gastan la voz los pregoneros anunciando, en las plazas, los sucesivos edictos de prohibición.
Juan Maldonado, oidor de la Real Audiencia, dicta ahora, en el pueblo de Samayac, nuevas ordenanzas contra los bailes dañosos a la conciencia de los indios ya la guarda de la ley cristiana que profesan, porque tales bailes traen a la memoria sacrificios y ritos antiguos y hacen ofensas a Nuestro Señor. Los indios dilapidan dinero en plumas, vestidos y máscaras y pierden mucho tiempo en ensayos y borracheras, por lo que dejan de acudir al beneficio de sus haciendas, paga de sus tributos y sustento de sus casas.
Recibirá cien azotes quien dance el tun. En el tun tienen los indios pacto con los demonios. El tun, o Rabinal Achí, es un baile de la fertilidad, dramatizado con máscaras y palabras, y el tun es también el tronco hueco cuyo ritmo acompañan largas trompetas de sonido largo mientras transcurre el drama del Varón de los quichés, prisionero de los rabinales: los vencedores cantan y bailan en homenaje a la grandeza del vencido, que dignamente dice adiós a su tierra y sube al bramadero donde será sacrificado.
[3]
Un Dios castigador
La laguna embistió, rompió el dique, invadió la ciudad. A muchos trituró la inundación.
Las mulas arrancaron del barro a la gente partida. A las fosas comunes fueron a parar, entreverados, españoles, criollos, mestizos, indios. También las casas de Potosí parecían cadáveres rotos.
No se calmaron las furias de la laguna Caricari hasta que los curas sacaron en procesión al Cristo de la Vera Cruz. Al verlo venir, se detuvieron las aguas.
Desde los púlpitos de todo el Perú, se escuchan en estos días los mismos sermones:
—¡Pecadores! ¿Hasta cuándo jugaréis con la bondad del Señor? Dios es de sufrida paciencia. ¿Hasta cuándo, pecadores? ¿No han sido suficientes los avisos y castigos?
En estos dilatados y opulentos reinos, la reventazón de la laguna de Potosí no es ninguna novedad.