Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
En el turbio crepúsculo, los guardias de la Inquisición han arrancado a Juan de los brazos de María y lo han arrojado a la cárcel porque lenguas envenenadas dicen que él dijo, mientras escuchaba el Evangelio:
—¡Ea! ¡Qué no hay más que vivir y morir!
Pocas horas antes, en la plaza mayor y por las cuatro calles que dan a la esquina de los mercaderes, el negro Lázaro había pregonado las nuevas órdenes del virrey sobre los corrales de comedias.
Manda el virrey, conde de Chinchón, que una pared de adobe separe a las mujeres de los hombres en el teatro, bajo pena de cárcel y multa a quien invada el territorio del otro sexo. También dispone que acaben las comedias más temprano, a la campana de oración, y que entren y salgan hombres y mujeres por puertas diferentes, para que no continúen las graves ofensas contra Dios Nuestro Señor en la oscuridad de los callejones. Y por si fuera poco, el virrey ha decidido que se rebajen las entradas.
—¡Nunca me tendrá! —clama María—. ¡Por mucha guerra que me haga, nunca me tendrá!
María del Castillo, gran jefa de los cómicos de Lima, lleva intactos el donaire y la belleza que la han hecho célebre, y a los sesenta años largos se ríe todavía de las tapadas, que con el mantón se cubren un ojo: como ella tiene hermosos los dos, a cara descubierta mira, seduce y asusta. Era casi niña cuando eligió este oficio de maga; y hace medio siglo que hechiza gentíos desde los escenarios de Lima. Aunque quisiera, explica, ya no podría cambiar el teatro por el convento, que no la querría Dios por esposa después de tres matrimonios tan disfrutados.
Por mucho que ahora los inquisidores la dejen sin marido y los decretos de gobierno pretendan espantar al público, María jura que no entrará en la cama del virrey.
—¡Nunca, nunca!
Contra viento y marea, sólita y sola, ella seguirá ofreciendo obras de capa y espada en su corral de comedias, detrás del monasterio de San Agustín. De aquí a poco repondrá La monja alférez, del notable ingenio peninsular Juan Pérez de Montalbán, y estrenará un par de obras bien condimentadas, para que todos bailen y canten y tiemblen de emoción en esta ciudad donde nunca pasa nada, tan aburrida que en un bostezo se te mueren dos tías.
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Una tarde de música en el convento de la Concepción
En el jardín del convento, Juana canta y tañe el laúd. Luz verde, troncos verdes, verde brisa: estaba muerto el aire hasta que ella lo ha tocado con las palabras y la música.
Juana es la hija del juez Maldonado, que reparte los indios de Guatemala en labranzas, minas y talleres. De mil ducados fue la dote para su matrimonio con Jesús, y en el convento la sirven seis esclavas negras. Mientras Juana canta letras propias o ajenas, las esclavas, paradas a distancia, escuchan y esperan.
El obispo, sentado ante la monja, no puede contener las muecas. Mira la cabeza de Juana inclinada sobre el mástil del laúd, el cuello desnudo, la boca abriéndose, alumbrosa, y se da orden de estarse quieto. Es fama que jamás muda de expresión al dar un beso o un pésame, pero ahora se frunce esa cara inmutable: se le tuerce la boca y le aletean, sublevados, los párpados. Su firme pulso parece ajeno a esta mano que sostiene, temblequeando, una copita.
Las melodías, alabanzas de Dios o melancolías profanas, se elevan en el follaje. Más allá se alza el verde volcán de agua y el obispo quisiera concentrarse en aquellos sembradíos de maíz y de trigo y en los manantiales que brillan en la ladera.
Ese volcán tiene presa el agua. Quien se le arrima escucha hervores de marmita. La última vez que vomitó, hace menos de un siglo, ahogó la ciudad que Pedro de Alvarado había fundado al pie. Aquí, cada verano tiembla la tierra, prometiendo ^ furias; y vive la ciudad en vilo, entre dos volcanes que le cortan la respiración. Éste la amenaza con el diluvio. El otro, con el infierno.
A espaldas del obispo, frente al volcán de agua, se alza el volcán de fuego. Las llamas que asoman por la boca permiten leer cartas a una legua, en plena noche. De tiempo en tiempo suena un trueno de cañones y el volcán bombardea el mundo a pedradas: dispara rocas tan grandes que no las moverían veinte mulas y llena el cielo de ceniza y el aire de azufre que apesta.
Vuela la voz de la muchacha.
El obispo mira el suelo, queriendo contar hormigas, pero se le deslizan los ojos hacia los pies de Juana, que los zapatos ocultan y delatan, y la mirada recorre todo ese cuerpo bien labrado que palpita bajo el hábito blanco, mientras la memoria despierta súbitamente y lo viaja hacia la infancia. El obispo recuerda aquellas ganas que sentía, incontenibles, de morder la hostia en plena misa, y el pánico de que la hostia sangrara; y después navega por un mar de palabras no dichas y cartas no escritas y sueños no contados.
De tanto callar, el silencio suena. El obispo advierte de pronto que hace un buen rato que Juana ha dejado de cantar y tocar.
El laúd reposa sobre sus rodillas y mira al obispo, muy sonreída, con esos ojos que ni ella se merece. Un aura verde le flota alrededor.
El obispo sufre un ataque de tos. El anís cae al suelo y se le ampollan las manos de tanto aplaudir.
—¡Te haré superiora! —chilla—. ¡Te haré abadesa!
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Coplas populares del que ama callando
Quiero decir y no digo
y estoy sin decir diciendo.
Quiero y no quiero querer
y estoy sin querer queriendo.
Tengo un dolor no sé dónde,
nacido de no sé qué.
Sanaré yo no sé cuándo
si me cura quien yo sé.
Cada vez que me miras
y yo te miro,
con los ojos te digo
lo que no digo. *
Como no te hallo te miro y callo.
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Gloria in excelsis Deo
La nigua es más pequeña que una pulga y más feroz que un tigre. Se mete por los pies y tumba al que se rasca. No ataca a los indios, pero no perdona a los extranjeros.
Dos meses ha pasado en guerra el padre Thomas Gage, echado en cama, y mientras celebra su victoria contra la nigua, hace un balance del tiempo vivido en Guatemala. A no ser por la nigua, no se puede quejar. En los pueblos lo reciben al son de las trompetas, bajo palio de ramajes y flores. Tiene los criados que quiere y un palafrenero le lleva el caballo de la brida.
Cobra su sueldo, puntualmente, en plata, trigo, maíz, cacao y gallinas. Las misas que ofrece aquí en Pinola y en Mixco, se pagan aparte, y aparte los bautismos, matrimonios y entierros, y las oraciones que reza por encargo para conjurar langostas, pestes o terremotos. Si se incluyen las ofrendas a los santos a su cargo, que tiene muchos, y las de Nochebuena y Semana Santa, el padre Gage recibe más de dos mil escudos por año, libres de polvo y paja, además del vino y la sotana gratis.
El sueldo del cura viene de los tributos que pagan los indios a don Juan de Guzmán, dueño de estos hombres y estas tierras. Como sólo pagan tributo los casados, y los indios son rápidos en el saber y maliciar, los funcionarios obligan al matrimonio a los niños de doce y trece años y los casa el cura mientras les crece el cuerpo.
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¿Quién se escondía bajo la cuna de tu esposa?
El Consejo Supremo del Santo Oficio de la Inquisición, velando por la limpieza de la sangre, decide que en lo sucesivo se hará una prolija investigación antes de que sus funcionarios contraigan matrimonio.
Todos los que trabajan para la Inquisición, el portero y el fiscal, el torturador y el verdugo, el médico y el pinche de cocina, deberán presentar la genealogía de dos siglos de la mujer que han elegido, para evitar que casen con personas infectas.
Personas infectas, o sea: con litros o gotas de sangre india o sangre negra, o con tatarabuelos de fe judía o cultura islámica o devoción de cualquier herejía.
[115]
La tercera mitad
Durante veinte años largos ha sido el mandamás del reino de Quito, presidente del gobierno y rey del amor, la baraja y la misa. Todos los demás caminan o corren al paso de su cabalgadura.
En Madrid, el Consejo de Indias lo ha declarado culpable de cincuenta y seis fechorías, pero la mala noticia no ha cruzado todavía la mar. Tendrá que pagar multa por la tienda que hace veinte años instaló en la audiencia real, para vender las sedas y las tafetas chinas que había traído de contrabando, y por infinitos escándalos con casadas, viudas y vírgenes; y también por el casino que instaló en la sala de bordar de su casa, al lado de la capilla privada donde comulgaba todos los días. Las ruedas de naipes han dejado a don Antonio de Morga doscientos mil pesos de ganancias por las entradas que ha cobrado, sin contar las hazañas de sus ágiles dedos desplumadores. (Por deudas de diez pesos, don Antonio ha condenado a muchos indios a pasar el resto de sus vidas atados a los telares en los obrajes).
Pero la resolución del Consejo de Indias todavía no ha llegado a Quito. No es eso lo que preocupa a don Antonio.
Está de pie en la sala, desnudo ante el espejo labrado en oro, y ve a otro. Busca su cuerpo de toro y no lo encuentra. Bajo el soposo vientre y entre las piernas flacas cuelga, muda, la llave que había sabido abrir todas las cerraduras de mujer.
Se busca el alma y el espejo no la tiene. ¿Quién ha robado la mitad piadosa del hombre que daba sermones a los frailes y era más devoto que el obispo? ¿Y el fulgor en sus ojos de místico? Sólo hay apagones y arrugas sobre la blanca barba.
Don Antonio de Morga da unos pasos hasta rozar el espejo y pregunta por su tercera mitad. Tiene que haber una región donde han buscado refugio los sueños soñados y olvidados. Tiene que haberla: un lugar donde los ojos, gastados de tanto mirar, hayan guardado los colores del mundo; y los oídos, ya casi sordos, las melodías. Busca algún sabor invicto, algún aroma que no se haya desvanecido, alguna tibieza que persista en la mano.
No reconoce nada que esté a salvo y merezca quedarse. El espejo sólo devuelve a un viejo vacío que morirá esta noche.
[176]
Dieguillo
Hace unos días, el padre Thomas Gage aprendió a escapar de los caimanes. Si uno huye en zig-zag, los caimanes se desconciertan. Ellos sólo saben correr en línea recta.
En cambio, nadie le ha enseñado a escapar de los piratas. Pero ¿acaso conoce alguien la manera de huir de dos buenos navíos holandeses en una fragata lenta y sin cañones?
Recién salida a la mar Caribe, la fragata arría las velas y se rinde.
Más desinflada que las velas, yace por los suelos el alma del padre Gage. Con él viaja todo el dinero que ha juntado en América durante los doce años que pasó salvando sacrílegos y arrancando muertos del infierno.
Los esquifes van y vienen. Se llevan los piratas el tocino, la harina, la miel, las gallinas, la grasa y los cueros. También casi toda la fortuna que el cura traía en perlas y en oro. No toda, porque le han respetado la cama y él había cosido al colchón buena parte de sus bienes.
El capitán de los piratas, un mulato fornido, lo recibe en su camarote. No le da la mano, pero le ofrece asiento y un jarro de ron con pimienta. Un sudor frío brota de la nuca del cura y le recorre la espalda. Apura un trago. Al capitán Diego Grillo lo conoce de oídas. Sabe que pirateaba a las órdenes del temible Pata de Palo y que ahora roba por su cuenta, con patente de corso de los holandeses. Dicen que Dieguillo mata por no perder la puntería.
El cura implora, balbucea que no le han dejado más que la sotana que lleva puesta. Mientras le llena el jarro, el pirata cuenta, sordo, sin parpadear, los maltratos que sufrió cuando era esclavo del gobernador de Campeche.
—Mi madre es esclava, todavía, en La Habana. ¿No conoces a mi madre? Es tan buena, la pobre, que da vergüenza.
—Yo no soy español —gimotea el cura—. Yo soy inglés —dice y repite, en vano—. Mi nación no es enemiga de la vuestra. ¿No son buenas amigas, Inglaterra y Holanda?
—Hoy gano, mañana pierdo —dice el corsario. Retiene un buche de ron, lo envía de a poquito a la garganta.
—Mira —ordena, y se arranca la casaca. Muestra la espalda, los costurones de los azotes.
Se escuchan ruidos que vienen de cubierta. El sacerdote los agradece, porque ocultan los latidos de su corazón desbocado.
—Yo soy inglés…
Una vena late, desesperada, en la frente del padre Gage. La saliva se niega a pasar por la garganta.
—Llevadme a Holanda. Os lo ruego, señor, llevadme a Holanda. ¡Por favor! No puede un hombre generoso abandonarme así, desnudo y sin…
De un tirón, el capitán desprende su brazo de las mil manos del cura.
Golpea el piso con un bastón y dos hombres acuden.
—¡Fuera con él!
Se despide de espaldas, mientras se mira al espejo.
—Si pasas por La Habana —dice—, no dejes de visitar a mi madre. Dale memorias. Dile… Dile que me va muy bien.
Mientras regresa a su fragata, el padre Gage siente calambres en la barriga. Andan picadas las olas y el cura maldice a quien le dijo, allá en Jerez de la Frontera, hace doce años, que estaba América empedrada de oro y plata y que había que caminar con cuidado para no tropezar con los diamantes.
[72]
«Dios es inglés»
Dijo el piadoso John Aylmer, pastor de almas, hace unos cuantos años. Y John Winthrop, fundador de la colonia de la bahía de Massachusetts, afirma que los ingleses pueden apropiarse de las tierras de los indios tan legítimamente como Abraham entre los sodomitas: Lo que es común a todos no pertenece a nadie. Este pueblo salvaje mandaba sobre vastas tierras sin título ni propiedad. Winthrop es el jefe de los puritanos que llegaron en el Arbella, hace cuatro años. Vino con sus siete hijos. El reverendo John Cotton despidió a los peregrinos en los muelles de Southampton asegurándoles que Dios los conduciría volando sobre ellos como un águila, desde la vieja Inglaterra, tierra de iniquidades, hacia la tierra prometida.
Para construir la nueva Jerusalén en lo alto de la colina, vienen los puritanos. Diez años antes del Arbella, llegó el Mayflower a Plymouth, cuando ya otros ingleses, ansiosos de oro, habían alcanzado, al sur, las costas de Virginia. Las familias puritanas huyen del rey y sus obispos. Dejan atrás los impuestos y las guerras, el hambre y las pestes. También huyen de las amenazas del cambio en el viejo orden. Como dice Winthrop, abogado de Cambridge nacido en cuna noble, Dios todopoderoso, en su más santa y sabia providencia, ha dispuesto que en la condición humana de todos los tiempos unos han de ser ricos y otros pobres; unos altos y eminentes en poder y dignidad y otros mediocres y sometidos.