Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (29 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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La primera vez vieron los indios una isla andante. El mástil era un árbol, y las velas, blancas nubes. Cuando la isla se detuvo, los indios se acercaron, en sus canoas, para recoger fresas. En lugar de fresas, encontraron la viruela.

La viruela arrasó las comunidades indias y despejó el terreno a los mensajeros de Dios, elegidos de Dios, pueblo de Israel en las arenas de Canaan. Como moscas han muerto los que aquí vivían desde hace más de tres mil años. La viruela, dice Winthrop, ha sido enviada por Dios para obligar a los colonos ingleses a ocupar las tierras desalojadas por la peste.

[35][153][204]

1637 - Mystic Fort

Del testimonio de John Underhill, puritano de Connecticut, sobre una matanza de indios pequot

Ellos no sabían nada de nuestra llegada. Estando cerca del fuerte, nos encomendamos a Dios y suplicamos Su asistencia en tan pesada empresa…

No pudimos sino admirar a la Divina Providencia cuando nuestros soldados, inexpertos en el uso de las armas, lanzaron una descarga tan cerrada que parecía que el dedo de Dios hubiera encendido la mecha con el pedernal. Al romper el día, la andanada provocó terror en los indios, que estaban profundamente dormidos, y escuchamos los más lastimeros gritos. Si Dios no hubiera preparado los corazones nuestros para Su servicio, hubiéramos sido movidos a conmiseración. Pero habiéndonos Dios despojado de piedad, nos dispusimos a cumplir nuestro trabajo sin compasión, considerando la sangre que los indios habían derramado cuando trataron bárbaramente y asesinaron a unos treinta de nuestros compatriotas. Con nuestras espadas en la mano derecha y nuestras carabinas o mosquetes en la mano izquierda, atacamos…

Muchos murieron quemados en el fuerte… Otros fueron forzados a salir y nuestros soldados los recibían con las puntas de las espadas. Cayeron hombres, mujeres y niños; los que escapaban de nosotros, caían en manos de nuestros indios aliados, que esperaban en la retaguardia. Según los indios pequot, había unas cuatrocientas almas en ese fuerte, y ni siquiera cinco lograron escapar de nuestras manos. Grande y lastimosa fue la visión de la sangre para los jóvenes soldados que nunca habían estado en guerra, viendo tantas almas que yacían boqueando en el suelo y tan amontonadas que en algunas partes no se podía pasar.

Se podría preguntar: ¿Y por qué tanta furia? (Como alguien ha dicho.) ¿No deberían los cristianos tener más clemencia y compasión? Y yo respondo recordando la guerra de David. Cuando un pueblo ha llegado a tal colmo de sangre y pecado contra Dios y el hombre, David no respeta a las personas, sino que las desgarra y las destroza con su espada y les da la muerte más terrible. A veces las Escrituras declaran que las mujeres y los niños deben perecer junto a sus padres. A veces se dan casos distintos, pero no vamos a discutir sobre eso ahora. Suficiente luz recibimos de la Palabra de Dios para nuestros procederes.

[204]

1639 - Lima

Martín de Porres

Tocan a muerto las campanas de la iglesia de Santo Domingo. A la luz de las velas, bañado en sudores de hielo, Martín de Porres ha entregado su alma después de mucho pelear contra el Demonio con el auxilio de María Santísima y Santa Catalina Virgen y Mártir. Murió en su cama, con una piedra por almohada y una calavera al lado, mientras el virrey de Lima, de rodillas, le besaba la mano y le rogaba que intercediera para que le hicieran un lugarcito allá en el Cielo.

Martín de Porres había nacido de una esclava negra y de su amo, caballero de abolengo y puro solar español, que no la embarazó por disponer de ella como cosa, sino por aplicar el principio cristiano de que en la cama todas son iguales ante Dios.

A los quince años, Martín fue donado al convento de los frailes dominicos. Aquí vivió sus trabajos y milagros. Nunca lo ordenaron sacerdote, por ser mulato; pero abrazando con amor la escoba, ha barrido cada día los salones, los claustros, la enfermería y la iglesia. Navaja en mano afeitaba a los doscientos curas del convento; atendía a los enfermos y distribuía la ropa limpia con aroma de romero.

Cuando supo que el convento sufría penurias de dinero, se presentó ante el prior:

—Ave María.

—Gratia plena.

—Venda vuesa merced a este perro mulato —se ofreció.

Acostaba en su cama a los mendigos ulcerosos de la calle y oraba de rodillas durante toda la noche. Lo hacía blanco de nieve la luz sobrenatural; blancas llamas salían de su rostro cuando cruzaba el claustro a medianoche, volando cual divino meteoro, rumbo a la soledad de la celda. Atravesaba puertas cerradas con candado y rezaba, a veces, arrodillado en el aire, lejos del suelo; los ángeles lo acompañaban al coto llevando luces en las manos. Sin salir de Lima consolaba a los cautivos en Argel y salvaba almas en Filipinas, China y Japón; sin moverse de su celda, tocaba las campanadas del ángelus. Curaba a los moribundos con paños mojados en sangre de gallo negro y polvos de sapo y mediante conjuros aprendidos de su madre. Con el dedo rozaba una muela y suprimía el dolor y convertía en cicatrices las heridas abiertas; hacía blanco el azúcar oscuro y apagaba incendios con la mirada. El obispo tuvo que prohibirle tanto milagro sin permiso.

Después de los maitines se desnudaba y se azotaba la espalda con un látigo de nervios de buey rematado en gruesos nudos, y mientras se arrancaba sangre gritaba:

—¡Perro mulato vil! ¿Hasta cuándo ha de durar tu vida pecadora?

Con ojos suplicosos, lacrimosos, siempre pidiendo perdón, pasó por el mundo el primer santo de piel oscura del blanquísimo santoral de la Iglesia católica.

[216]

1639 - San Miguel de Tucumán

De una denuncia contra el obispo de Tucumán, enviada al Tribunal de la Inquisición en Limao

Con la sinceridad y verdad que a tan santo Tribunal se debe hablar, denuncio de la persona del reverendo obispo de Tucumán, don Fr. Melchor Maldonado de Saavedra, del cual he oído cosas gravísimas sospechosas en nuestra santa fe católica, y corren generalmente entre todo este obispado. Que en Salta, estando confirmando, llegó una niña de buen parecer, y la dijo: «Mejor es vuestra merced para tomada que para confirmada»; y en Córdoba este pasado año de 1638 llegó otra en presencia de mucha gente y alzándose la saya dijo: «¡Zape! Que no la he de confirmar para abajo sino para arriba»; y con la primera se amancebó con publicidad…

[140]

1639 - Potosí

El testamento del mercader

Entre las cortinas, asoma la nariz del escribano. Huele a cera la alcoba, y a muerte. A la luz de la única vela, se adivina la calavera bajo la piel del moribundo.

—¿Qué esperas, buitre?

No abre los ojos el mercader, pero su voz suena invicta.

—Mi sombra y yo hemos discutido y decidido —dice.

Y suspira. Y ordena al notario:

—No has de añadir ni quitar cosa alguna. ¿Me oyes? Te pagaré con doscientos pesos en aves, para que con sus plumas, y las que usas para escribir, vueles a los infiernos. ¿Me estás oyendo? ¡Ay! Cada día que vivo es un día que alquilo. Cada día más caro me cuesta. ¡Escribe, anda! Date prisa. Mando que con la cuarta parte de la plata que dejo, se hagan en la plazuela del puente unas grandes letrinas, para que nobles y plebeyos de Potosí rindan allí homenaje, cada día, a mi memoria. Otra cuarta parte de mis barras y monedas se ha de enterrar en el corral de esta mi casa, y a sus puertas se pondrán cuatro perros de los más bravos, atados con cadenas y con buena ración, para guardar este entierro.

No se le enreda la lengua y continúa, sin tomar aliento:

—Y que con otra cuarta parte de mis riquezas, se cocinen los más exquisitos manjares y puestos en mis fuentes de plata se metan en una profunda zanja, con todos los mantenimientos de mis despensas, porque quiero que se harten los gusanos como conmigo lo harán. Y mando…

Agita el dedo índice, que proyecta una sombra de garrote sobre el blanco muro:

—Y mando… que a mi propio entierro no acuda persona alguna, sino que acompañen mi cuerpo todos los asnos que hubiere en Potosí, ataviados con riquísimos vestidos y las joyas mejores, que se proveerán con lo que reste de mis dineros.

[21]

Dicen los indios:

¿Qué tiene dueño la tierra? ¿Cómo así? ¿Cómo se ha de vender? ¿Cómo se ha de comprar? Si ella no nos pertenece, pues. Nosotros somos de ella. Sus hijos somos. Así siempre, siempre. Tierra viva. Como cría a los gusanos, así nos cría. Tiene huesos y sangre. Leche tiene, y nos da de mamar. Pelo tiene, pasto, paja, árboles. Ella sabe parir papas. Hace nacer casas. Gente hace nacer. Ella nos cuida y nosotros la cuidamos. Ella bebe chicha, acepta nuestro convite. Hijos suyos somos. ¿Cómo se ha de vender? ¿Cómo se ha de comprar?

[15][84]

1640 - Sao Salvador de Bahía

Vieira

Centellea la boca mientras lanza palabras armadas como ejércitos. El orador más peligroso del Brasil es un sacerdote portugués criado en Bahía, bahiano de alma.

Los holandeses han invadido estas tierras y el jesuita Antonio Vieira pregunta a los señores coloniales si no somos nosotros de color tan oscuro respecto a los holandeses, como los indios respecto a nosotros. Desde el púlpito, el dueño de la palabra increpa a los dueños de la tierra y de la gente:

—¿He de ser señor porque he nacido más lejos del sol, y otros han de ser esclavos porque nacieron más cerca? ¡No puede haber mayor inconsideración del entendimiento, ni mayor error de juicio entre los hombres!

En la iglesita de la Ayuda, la más antigua del Brasil, Antonio Vieira acusa también a Dios, culpable de ayudar a los invasores holandeses:

—¡Aunque nosotros somos los pecadores, Dios mío, vos habéis de ser, hoy, el arrepentido!

[33][171][226]

1641 - Lima

Ávila

Ha interrogado a miles y miles de indios, sin encontrar uno que no fuera hereje. Ha desbaratado ídolos y adoratorios, ha quemado momias; ha rapado cabezas y ha desollado espaldas a latigazos. A su paso, el viento de la fe cristiana ha purificado al Perú.

El sacerdote Francisco de Ávila tiene sesenta y cinco años cuando siente que las fuerzas lo abandonan, anda medio sordo y le duele hasta la ropa; y decide que no se irá del mundo sin conseguir lo que viene queriendo desde que era muchacho. Solicita, entonces, su ingreso a la Compañía de Jesús.

—No,

contesta el rector de los jesuitas, Antonio Vázquez.

—No,

porque por más que diga que es hombre docto y gran lenguaraz, Francisco de Ávila representa su condición de mestizo.

[14]

1641 - Mbororé

Las misiones

Vienen los mamelucos de la región de San Pablo, cazadores de indios, devoradores de tierras: avanzan a son de caja, bandera tendida y orden militar, trueno de guerra, viento de guerra, a través del Paraguay. Traen largas cuerdas con collares para los indios que atraparán y venderán por esclavos en las plantaciones del Brasil.

Los mamelucos o bandeirantes llevan años arrasando las misiones de los jesuitas. De las trece misiones del Guayrá, no quedan más que piedras y carbones. Nuevas comunidades evangélicas han nacido del éxodo, aguas abajo del Paraná; pero los ataques, incesantes, continúan. En las misiones, la serpiente encuentra a los pajaritos reunidos y engordados, millares de indios entrenados para el trabajo y la inocencia, sin armas, fáciles para el zarpazo. Bajo la tutela de los sacerdotes, los guaraníes comparten una vida regimentada, sin propiedad privada ni dinero ni pena de muerte, sin lujo ni escasez, y marchan al trabajo cantando al son de las flautas. Nada pueden sus flechas de caña contra los arcabuces de los mamelucos, que prueban los aceros de sus alfanjes en hender los niños en dos partes y por trofeo se llevan jirones de sotanas y caravanas de esclavos.

Pero esta vez, una sorpresa espera a los invasores. El rey de España, asustado por la fragilidad de estas fronteras, ha ordenado que se entreguen armas de fuego a los guaraníes. Los mamelucos huyen en desbandada.

De las casas brotan penachos de humo y cantos de alabanza a Dios. El humo, que no es de incendio sino de chimeneas, celebra la victoria.

[143]

1641 - Madrid

La eternidad contra la historia

El conde-duque de Olivares se muerde los puños y maldice bajito. Es mucho lo que manda, al cabo de veinte años de tanto hacer y deshacer en la corte, pero más fuerte pisa Dios.

La Junta de Teólogos acaba de rechazar el proyecto de canalización de los ríos Tajo y Manzanares, que tan bien vendría a los páramos de Castilla. Los ríos quedarán como Dios los hizo, y al archivo irán a parar los planos de los ingenieros Carducci y Martelli.

En Francia anuncian que pronto se abrirá el gran canal del Languedoc, para unir el Mediterráneo con el valle del Garona. Mientras tanto, en esta España que ha conquistado América, la Junta de Teólogos decide que atenta contra la Divina Providencia quien intenta mejorar lo que ella, por motivos inescrutables, ha querido que sea imperfecto. Si Dios hubiera deseado que los ríos fueran navegables, los hubiera hecho navegables.

[128]

1644 - Jamestown

Opechancanough

Antes de que un soldado inglés lo fulmine por la espalda, el jefe Opechancanough se pregunta: «¿Dónde está el guardián invisible de mis viajes? ¿Quién me ha robado la sombra?».

A los cien años, ha sido derrotado. Había acudido en litera al campo de batalla.

Hace más de ochenta años, el almirante Pedro Menéndez de Avilés se lo llevó a Cádiz. Lo presentó en la corte de Felipe II: He aquí un bello príncipe indio de la Florida. Le pusieron calzas, jubón y gola. En un convento dominicano de Sevilla le enseñaron la lengua y la religión de los castellanos. Después, en México, el virrey le regaló su nombre y Opechancanough pasó a llamarse Luis de Velasco. Al tiempo regresó a la tierra de sus padres, como intérprete y guía de los jesuitas. Su gente creyó que volvía de la muerte. Predicó el cristianismo y después se desnudó y degolló a los jesuitas y volvió a llamarse como antes.

Desde aquel entonces, ha matado mucho y ha visto mucho. Ha visto las llamas devorando aldeas y campos de cultivo y a sus hermanos vendidos al mejor postor, en esta región que los ingleses bautizaron Virginia en memoria de una reina virgen de espíritu. Ha visto a la viruela tragándose hombres y al tabaco, avasallante, devorando tierras. Ha visto cómo eran borradas del mapa diecisiete de las veintiocho comunidades que aquí había, y cómo a las otras les daban a elegir entre la diáspora y la guerra. Treinta mil indios dieron la bienvenida a los navegantes ingleses que llegaron a la bahía de Chesapeake, una fresca mañana de 1607. Sobreviven tres mil.

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