Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
—Ésta por las minas de oro, que tanto hieden a muerto que a una legua no se puede pasar.
—Ésta por la gran ciudad de México, alzada sobre las ruinas de Tenochtitlán, y por los que a cuestas trajeron vigas y piedras para construirla, cantando y gritando noche y día, hasta morir extenuados o aplastados por los derrumbamientos.
—Ésta por los esclavos que desde todas las comarcas han sido arrastrados hacia esta ciudad, como manadas de bestias, marcados en el rostro; y ésta por los que caen en los caminos llevando las grandes cargas de mantenimientos a las minas.
—Y ésta, Señor, por los continuos conflictos y escaramuzas de nosotros los españoles, que siempre terminan en suplicio y matanza de indios.
Hincado ante las cruces, Motolinía ruega:
—Perdónalos, Dios. Te suplico que los perdones. De sobra sé que continúan adorando a sus ídolos sanguinarios, y que si antes tenían cien dioses, contigo tienen ciento uno. Ellos no saben distinguir la hostia de un grano de maíz. Pero si merecen el castigo de tu dura mano, también merecen la piedad de tu generoso corazón.
Después Motolinía se persigna, se sacude el hábito y emprende, cuesta abajo, el regreso.
Poco antes del avemaría, llega al convento. A solas en su celda, se tiende en la estera y lentamente come una tortilla.
[60][213]
Manco Inca
Harto de ser rey tratado como perro, Manco Inca se alza contra los hombres de cara peluda. En el trono vacío, Pizarro instala a Paullo, hermano de Manco Inca y de Atahualpa y de Huáscar.
De a caballo, a la cabeza de un gran ejército, Manco Inca pone sitio al Cuzco. Arden las hogueras en torno a la ciudad y llueven, incesantes, las flechas de yesca encendida, pero más castiga el hambre a los sitiadores que a los sitiados y las tropas de Manco Inca se retiran, al cabo de medio año, entre alaridos que parten la tierra.
El Inca atraviesa el valle del río Urubamba y emerge entre los altos picos de niebla. La escalinata de piedra lo conduce a la morada secreta de las cumbres. Protegida por parapetos y torreones, la fortaleza de Machu Picchu reina más allá del mundo.
[53][76]
Gonzalo Guerrero
Se retiran, victoriosos, los jinetes de Alonso de Ávila. En el campo de batalla yace, entre los vencidos, un indio con barba. El cuerpo, desnudo, está labrado de arabescos de tinta y sangre. Símbolos de oro cuelgan de la nariz, los labios y las orejas. Un tiro de arcabuz le ha partido la frente.
Se llamaba Gonzalo Guerrero. En su primera vida había sido marinero del puerto de Palos. Su segunda vida comenzó hace un cuarto de siglo, cuando naufragó en las costas de Yucatán. Desde entonces, vivió entre los indios. Fue cacique en la paz y capitán en la guerra. De mujer maya tuvo tres hijos.
En 1519, Hernán Cortés lo mandó buscar:
—No —dijo Gonzalo al mensajero—. Mira mis hijos, cuan bonicos son. Déjame algunas de estas cuentas verdes que traes. Yo se las daré a mis hijos, y les diré: «Estos juguetes los envían mis hermanos, desde mi tierra».
Mucho después, Gonzalo Guerrero ha caído defendiendo otra tierra, peleando junto a otros hermanos, los hermanos que eligió. Él ha sido el primer conquistador conquistado por los indios.
[62][119]
Cabeza de Vaca
Ocho años han pasado desde que naufragó Cabeza de Vaca en la isla del Mal Hado. De los seiscientos hombres que partieron de Andalucía, unos cuantos desertaron por el camino y a muchos se los tragó la mar; otros murieron por el hambre, el frío o los indios, y cuatro, apenas cuatro, llegan ahora a Culiacán.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo, Andrés Dorantes y Estebanico, negro alárabe, han atravesado, caminando, toda América desde la Florida hasta las costas del Pacífico. Desnudos, mudando la piel como las serpientes, han comido yerbas pedreras y raíces, gusanos y lagartijas y cuanta cosa viva han podido encontrar, hasta que los indios les brindaron mantas y tunas y choclos a cambio de sus milagros y curaciones. A más de un muerto ha resucitado Cabeza de Vaca, rezando padrenuestros y avemarías, y muchos enfermos ha sanado haciendo la señal de la cruz y soplando el lugar donde dolía. De legua en legua, iba creciendo la fama de los milagreros; las multitudes salían a recibirlos en los caminos y los despedían los pueblos con bailes y alegrías.
En tierras de Sinaloa, yendo hacia el sur, aparecieron las primeras huellas de cristianos. Cabeza de Vaca y sus compañeros encontraron hebillas, clavos de herrar, estacas para atar caballos. También encontraron miedo: cultivos abandonados, indios que huían a los montes.
—Estamos cerca —dijo Cabeza de Vaca—. Después de tanto caminar, estamos cerca de nuestra gente.
—Ellos no son como ustedes —dijeron los indios—. Ustedes vienen de donde sale el sol y ellos de donde el sol se pone. Ustedes sanan a los enfermos y ellos matan a los sanos. Ustedes andan desnudos y descalzos. Ustedes no tienen codicia de ninguna cosa.
[39]
El papa dice que son como nosotros
El papa Paulo III estampa su nombre en el sello de plomo, que luce las efigies de san Pedro y san Pablo, y lo ata al pergamino. Una nueva bula sale del Vaticano. Se llama Sublimis Deus y descubre que los indios son seres humanos, dotados de alma y razón.
[103]
El espejo
El sol del mediodía arranca humo a las piedras y relámpagos a los metales. Hay alboroto en el puerto. Los galeones han traído desde Sevilla la artillería pesada para la fortaleza de Santo Domingo.
El alcaide, Fernández de Oviedo, dirige el acarreo de las culebrinas y los cañones. A golpes de látigo, los negros arrastran la carga a toda carrera. Crujen los carros, agobiados de hierros y bronces, y a través del torbellino otros esclavos van y vienen echando calderos de agua contra el fuego que brota de los ejes recalentados.
En medio del trajín y la gritería, una muchacha india anda en busca de su amo. Tiene la piel cubierta de ampollas. Cada paso es un triunfo y la poca ropa que lleva le atormenta la piel quemada. Durante la noche y medio día, esta muchacha ha soportado, de alarido en alarido, los ardores del ácido. Ella misma asó las raíces de guao y las frotó entre las palmas hasta convertirlas en pasta. Se untó de guao el cuerpo entero, desde las raíces del pelo hasta los dedos de los pies, porque el guao abrasa la piel y la limpia de color, y así convierte a las indias y a las negras en blancas damas de Castilla.
—¿Me reconoce, señor?
Oviedo la aparta de un empujón; pero la muchacha insiste, hilito de voz, pegada al amo como sombra, mientras Oviedo corre gritando órdenes a los capataces.
—¿Sabe quién soy?
La muchacha cae al suelo y desde el suelo continúa preguntando:
—Señor, señor, ¿a que no sabe quién soy?
[166]
Barbanegra, Barbarroja, Barbablanca
Hace un año que Gonzalo Jiménez de Quesada, barba negra, ojos negros, salió en busca de las fuentes del oro en el nacimiento del río Magdalena. La mitad de la población de Santa Marta se vino tras él.
Atravesaron las ciénagas y las tierras que humean al sol. Cuando llegaron a las orillas del río, ya no quedaba vivo ni uno de los miles de indios desnudos que habían traído para cargar los cañones y el pan y la sal. Como ya no había esclavos que perseguir y atrapar, arrojaron los perros a las tinajas de agua hirviendo. Después, también los caballos fueron cortados en pedazos. El hambre era peor que los caimanes, las culebras y los mosquitos. Comieron raíces y correas. Disputaron la carne de quien caía, antes de que el cura terminara de darle pase al Paraíso.
Navegaron río arriba, acribillados por las lluvias y sin viento en las velas, hasta que Quesada resolvió cambiar el rumbo. El Dorado está al otro lado de la cordillera, decidió, y no en el origen del río. Caminaron a través de las montañas.
Al cabo de mucho trepar, Quesada se asoma ahora a los verdes valles de la nación de los chibchas. Ante ciento sesenta andrajos comidos por las fiebres, alza la espada, toma posesión y proclama que nunca más obedecerá las órdenes de su gobernador.
Hace tres años y medio que Nicolás de Federmann, barba roja, ojos azules, salió de Coro en busca del centro dorado de la tierra. Peregrinó por las montañas y los páramos. Los indios y los negros fueron los primeros en morir.
Cuando Federmann se alza sobre los picos donde se enredan las nubes, descubre los verdes valles de la nación de los chibchas. Ciento sesenta soldados han sobrevivido, fantasmas que se arrastran cubiertos de pieles de venado. Federmann besa la espada, toma posesión y proclama que nunca más obedecerá las órdenes de su gobernador.
Hace tres años largos que Sebastián de Benalcázar, ojos grises, barba blanca de canas o polvo de los caminos, salió en busca de los tesoros que la ciudad de Quito, vaciada y quemada, le había negado. De la multitud que lo siguió, restan ciento sesenta europeos extenuados y ningún indio. Arrasador de ciudades, fundador de ciudades, Benalcázar ha dejado a su paso un rastro de cenizas y sangre y nuevos mundos nacidos de la punta de su espada: en torno al patíbulo, la plaza; en torno a la plaza, la iglesia, las casas, las murallas.
Fulgura el casco del conquistador en la cresta de la cordillera. Benalcázar toma posesión de los verdes valles de la nación de los chibchas y proclama que nunca más obedecerá las órdenes de su gobernador.
Por el norte, ha llegado Quesada. Por el oriente, Federmann. Por el sur, Benalcázar. Cruz y arcabuz, cielo y suelo: al cabo de tantas vueltas locas por el planeta, los tres capitanes rebeldes bajan por los flancos de la cordillera y se encuentran en la llanura de Bogotá.
Benalcázar sabe que viajan en andas de oro los caciques de este reino. Federmann escucha la dulce melodía que la brisa arranca a las láminas de oro que cuelgan sobre los templos y los palacios. Quesada se hinca al borde de la laguna donde los sacerdotes indígenas se sumergen cubiertos de polvo de oro.
¿Quién se quedará con El Dorado? ¿Quesada, el granadino, que dice que fue el primero? ¿Federmann, el alemán de Ulm, que conquista en nombre del banquero Welser? ¿Benalcázar, el cordobés?
Los tres ejércitos en harapos, llagas y huesos, se miden y esperan.
Estalla entonces la risa del alemán. No puede parar de reír y se dobla de risa y los andaluces se contagian hasta que caen al suelo los tres capitanes, derribados por las carcajadas y por el hambre y por ése que les ha dado cita y les ha tomado el pelo: ése que está sin estar y llegó sin venir: ése que sabe que El Dorado no será de ninguno.
[13]
Vulcano, dios del dinero
De la boca del volcán Masaya salía, en otros tiempos, una vieja desnuda, sabia de muchos secretos, que daba buenos consejos sobre el maíz y la guerra. Desde que llegaron los cristianos, dicen los indios, la vieja se niega a salir del monte que arde.
Muchos cristianos creen que el Masaya es una boca del infierno, y que las llamaradas y los fogosos humos anuncian castigos eternos. Otros aseguran que son hervores de oro y plata los que alzan hasta las nubes esa humareda incandescente, que se ve a cincuenta leguas. Los metales preciosos se derriten y se purifican, revolviéndose, en el vientre del cerro. Cuanto más fuego arde, más puros quedan.
Durante un año se ha preparado la expedición. El padre Blas del Castillo se levanta tempranito y confiesa a Pedro Ruiz, Benito Dávila y Juan Sánchez. Los cuatro se piden perdón con lágrimas en los ojos y emprenden la marcha al rayar el día.
El sacerdote es el primero en bajar. Se mete en un cesto, con un casco en la cabeza, la estola al pecho y una cruz en la mano, y llega a la vasta explanada que rodea a la boca de fuego.
—¡No se llama infierno, sino paraíso! —proclama, negro de cenizas, mientras clava la cruz entre las piedras. En seguida bajan sus compañeros. Desde arriba, los indios envían la roldana, las cadenas, los calderos, las vigas, los pernos…
Sumergen el caldero de hierro. Desde las profundidades no llega oro ni plata, sino pura escoria de azufre. Cuando meten más hondo el caldero, el volcán se lo come.
[203]
Inés Suárez
Hace unos meses, Pedro de Valdivia descubrió este cerro y este valle. Los araucanos, que los habían descubierto algunos miles de años antes, llamaban al cerro Huelen, que significa dolor. Valdivia lo bautizó Santa Lucía.
Desde la cresta del cerro, Valdivia vio la tierra verde entre los brazos del río y decidió que no existía en el mundo mejor lugar para ofrecer una ciudad al apóstol Santiago, que acompaña a los conquistadores y pelea por ellos.
Cortó los aires su espada, en los cuatro rumbos de la rosa de los vientos, y así nació Santiago del Nuevo Extremo. Así cumple, ahora, su primer verano: unas pocas casas de barro y palo, techadas de paja, la plaza al centro, la empalizada alrededor.
Apenas cincuenta hombres han quedado en Santiago. Valdivia anda con los demás por las riberas del río Cachapoal.
Al despuntar el día, el centinela da el grito de alarma desde lo alto de la empalizada. Por los cuatro costados asoman los escuadrones indígenas.
Los españoles escuchan los alaridos de guerra y en seguida les cae encima un vendaval de flechas.
Al mediodía, algunas casas son pura ceniza y la empalizada ha caído. Se pelea en la plaza, cuerpo a cuerpo.
Inés corre entonces hacia la choza que hace de cárcel. El guardián vigila allí a los siete jefes araucanos que los españoles habían apresado tiempo atrás. Ella sugiere, suplica, ordena que les corte las cabezas.
—¿Cómo?
—¡Las cabezas!
—¿Cómo?
—¡Así!
Inés le arranca la espada y las siete cabezas vuelan por los aires.
Se da vuelta la batalla. Las cabezas convierten a los sitiados en perseguidores. En la acometida, los españoles no invocan al apóstol Santiago, sino a Nuestra Señora del Socorro.
Inés Suárez, la malagueña, había sido la primera en acudir cuando Valdivia alzó la bandera de enganche en su casa del Cuzco. Vino a estas tierras del sur a la cabeza de las huestes invasoras, cabalgando a la par de Valdivia, espada de buen acero y cota de fina malla, y desde entonces junto a Valdivia marcha, pelea y duerme. Hoy, ha ocupado su sitio.