Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (17 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Don Pedro recuerda y comenta y el caballo cabecea. Un relámpago viborea, súbito, en el cielo, y los truenos aturden la tierra.

—Llueve —comprueba don Pedro—. ¡Llueve leche! El caballo alza la boca y bebe.

[130]

1558 - Cañete

La guerra continúa

Con cien flechas en el pecho acaba Caupolicán. El gran jefe de un solo ojo cae derrotado por la traición. La luna solía detenerse para contemplar sus hazañas y no había entre los hombres quien no lo amara o lo temiera, pero un traidor pudo con él.

El año pasado, la traición sorprendió también a Lautaro:

—Y tu, ¿qué haces aquí? —preguntó el jefe de los españoles.

—Vengo a ofrecerte la cabeza de Lautaro —dijo el traidor.

Lautaro no entró en Santiago al frente de los suyos, a paso vencedor. Una lanza, la más larga del ejército español, llevó a Santiago su cabeza desde el cerro Chilipirco.

La traición es un arma tan devastadora como el tifus, la viruela y el hambre —que atormenta a los araucanos mientras la guerra va arrasando cosechas y sembradíos.

Pero los labradores y los cazadores de estas tierras de Chile tienen otras armas. Dominan ahora a los caballos que antes les daban terror: atacan de a caballo, torbellino de jinetes, y se protegen con corazas de cuero crudo. Saben disparar los arcabuces que arrancan en el campo de batalla y atan las espadas a la punta de sus lanzas. Tras los ramajes que se mueven, en la bruma del amanecer, avanzan sin que los vean. Después simulan retirarse, para que los caballos enemigos se hundan en las ciénagas o se rompan las patas en las trampas ocultas. Las columnas de humo les dicen por dónde andan las tropas españolas: las muerden y desaparecen. Súbitamente regresan y se les echan encima cuando brilla fuerte el sol del mediodía y los soldados se están cocinando dentro de las armaduras. Los lazos corredizos, que Lautaro inventó, voltean a los jinetes.

Además, los araucanos vuelan. Antes de salir a la pelea, se frotan el cuerpo con las plumas de los pájaros más veloces.

[5][66]

Canción araucana del jinete fantasma

¿Quién es

el que cabalga en el viento,

como el tigre,

con su cuerpo de fantasma?

Cuando los robles lo ven,

cuando lo ven las personas,

se dicen en voz baja

unos a otros:

«Mira, hermano, ahí viene

el espectro de Caupolicán».

[42]

1558 - Michmaloyan

Los tzitzime

Han atrapado y están castigando a Juan Teton, indio predicador del pueblo de Michmaloyan, en el valle de México, y también a quienes lo escucharon y le hicieron caso. Andaba Juan anunciando el fin de un ciclo y decía que estaba próxima la atadura de los años. Entonces, decía, llegará la completa oscuridad, se secarán los verdores y habrá hambre. En bestias se convertirán todos los que no se laven la cabeza para borrar el bautismo. Los tzitzime, espantosos pájaros negros, bajarán del cielo y comerán a todos los que no se hayan quitado la marca de los curas.

También había anunciado a los tzitzime Martín Océlotl, que fue preso y azotado, despojado y desterrado de Texcoco. También él dijo que no habrá lumbre en la fiesta del fuego nuevo y que se acabará el mundo por culpa de quienes han olvidado las enseñanzas de los padres y los abuelos y ya no saben a quién deben el nacer y el crecer. A través de las tinieblas se abatirán sobre nosotros los tzitzime, decía, y devorarán a las mujeres y a los hombres. Según Martín Océlotl, los frailes misioneros son tzitzime disfrazados, enemigos de toda alegría, que ignoran que nacimos para morir y que después de muertos no tendremos placer ni regocijo.

Y algo así también opinan, sobre los frailes, los antiguos señores que han sobrevivido en Tlaxcala: Pobres, dicen. Pobres. Deben estar enfermos o locos. A medio día, a media noche y al cuarto del alba, cuando todos se regocijan, estos dan voces y lloran. Mal grande han de tener. Son hombres sin sentido. No buscan placer ni alegría, sino tristeza y soledad.

[109]

1558 - Yuste

¿Quién soy, quién habré sido?

Respirar es una hazaña y la cabeza arde. Ya no caminan los pies, inflados por la gota. Echado en la terraza, el que fuera monarca de la mitad del mundo ahuyenta a los bufones y contempla el crepúsculo en este valle de Extremadura. El sol se está yendo más allá de la serranía morada y los últimos reflejos enrojecen las sombras sobre el convento de los Jerónimos.

A paso vencedor ha entrado en muchas ciudades. Ha sido aclamado y odiado. Muchos han dado la vida por él; a muchos más les han arrancado la vida en su nombre. Tras cuarenta años de viajar y pelear, el más alto prisionero de su propio imperio quiere descanso y olvido. Hoy ha hecho celebrar una misa de réquiem por sí mismo. ¿Quién soy, quién habré sido? Por el espejo, ha visto entrar a la muerte. ¿El que miente o el mentido?

Entre batalla y batalla, a la luz de las fogatas, ha firmado más de cuatrocientos empréstitos con banqueros alemanes, genoveses y flamencos, y nunca han traído bastante plata y oro los galeones de América. El que tanto amaba la música ha escuchado más truenos de cañones y caballos que melodías de laúdes; y al cabo de tanta guerra su hijo, Felipe, hereda un imperio en bancarrota.

A través de la niebla, por el norte, Carlos había llegado a España cuando tenía diecisiete años, seguido por su séquito de mercaderes flamencos y banqueros alemanes, en una infinita caravana de carretas y caballos. En aquel entonces él no sabía ni saludar en la lengua de Castilla. Pero mañana la elegirá para despedirse: —¡Ay, Jesús! —serán sus últimas palabras.

[41][116]

1559 - Ciudad de México

Los dolientes

El águila de los Austrias abre sus alas de oro contra el limpio cielo del altiplano. Sobre un paño negro, rodeada de banderas, resplandece la corona. El túmulo rinde homenaje a Carlos V y también a la muerte, que a monarca tan invencible venció.

La corona, copia exacta de la que lucía el emperador de Europa, ha recorrido ayer las calles de México. Sobre almohada de damasco, la trajeron en procesión. La multitud oraba y cantaba tras ella, mientras doblaban a muerto las campanas de todas las iglesias. A caballo desfilaron los señores principales, rasos negros, negros brocados, capotes de terciopelo negro bordados de oro y plata, y bajo palio atravesaron las nubes de incienso el arzobispo, los obispos y sus mitras fulgurantes.

Hace varias noches que no duermen los sastres. La colonia entera viste de

luto.

En los arrabales, los aztecas también están de duelo. Hace meses, un año casi, que están de duelo. La peste mata en cantidad. Una fiebre, que no se conocía antes de la conquista, arranca sangre de la nariz y los ojos y mata.

[28]

Consejos de los viejos sabios aztecas

Ahora que ya miras con tus ojos,

date cuenta.

Aquí, es así: no hay alegría,

no hay felicidad.

Aquí en la tierra es el lugar del mucho llanto,

el lugar donde se rinde el aliento

y donde bien se conoce

el abatimiento y la amargura.

Un viento de obsidiana sopla y se abate

sobre nosotros.

La tierra es lugar de alegría penosa,

de alegría que punza.

Pero aunque así fuera,

aunque fuera verdad que sólo se sufre,

aunque así fueran las cosas en la tierra,

¿habrá que estar siempre con miedo?

¿habrá que estar siempre temblando?

¿habrá que vivir siempre llorando?

Para que no andemos siempre gimiendo,

para que nunca nos sature la tristeza,

el Señor Nuestro nos ha dado

la risa, el sueño, los alimentos,

nuestra fuerza,

y finalmente

el acto del amor

que siembra gentes.

[110]

1560 - Huexotzingo

La recompensa

Los jefes indígenas de Huexotzingo llevan, ahora, los nombres de sus nuevos señores. Se llaman Felipe de Mendoza, Hernando de Meneses, Miguel de Alvarado, Diego de Chaves o Mateo de la Corona. Pero escriben en su lengua, en lengua náhuatl, y en ella dirigen una larga carta al rey de España: Infortunados somos, pobres vasallos vuestros de Huexotzingo…

Explican a Felipe II que no pueden llegar hasta él de otra manera, porque no tienen con qué pagarse el viaje, y por carta cuentan su historia y formulan su demanda. ¿Cómo hablaremos? ¿Quién hablará por nosotros? Infortunados somos.

Ellos no han dado nunca guerra a los españoles. Veinte leguas caminaron hacia Hernán Cortés y lo abrazaron, lo alimentaron y lo sirvieron y cargaron a sus soldados enfermos. Le dieron hombres y armas y la madera para construir los bergantines que asaltaron Tenochtitlán. Caída la capital de los aztecas, los de Huexotzingo pelearon luego junto a Cortés en la conquista de Michoacán, Jalisco, Colhuacan, Pánuco, Oaxaca, Tehuantepec y Guatemala. Muchos murieron. Y después, cuando nos dijeron que rompiéramos las piedras y quemáramos las maderas que adorábamos, lo hicimos, y destruimos nuestros templos… Todo lo que mandaron, obedecimos.

Huexotzingo era un reino independiente cuando los españoles llegaron. Ellos nunca habían pagado tributo a los aztecas. Nuestros padres, abuelos y antepasados no conocían el tributo y a nadie lo pagaban.

Ahora, en cambio, los españoles exigen tan altos tributos en dinero y en maíz que declaramos ante Su Majestad que no pasará mucho tiempo antes de que nuestra ciudad de Huexotzingo desaparezca y muera.

[120]

1560 - Michoacán

Vasco de Quiroga

Cristianismo primitivo, comunismo primitivo: el obispo de Michoacán redacta las ordenanzas para sus comunidades evangélicas. Él las ha fundado inspirándose en la Utopía de Tomás Moro, en los profetas bíblicos y en las antiguas tradiciones de los indios de América.

Los pueblos creados por Vasco de Quiroga, donde nadie es dueño de nadie ni de nada y no se conoce el hambre ni el dinero, no se multiplicarán, como él quisiera, por todo México. El Consejo de Indias jamás se tomará en serio los proyectos del insensato obispo ni echará siquiera una ojeada a los libros que él, porfiadamente, recomienda. Pero ya la utopía ha regresado a América, que era su realidad de origen. La quimera de Tomás Moro ha encarnado en el pequeño mundo solidario de Michoacán; y los indios de aquí sentirán suya, en los tiempos por venir, la memoria de Vasco de Quiroga, el alucinado que clavó los ojos en el delirio para ver más allá del tiempo de la infamia.

[227]

1561 - Villa de los Bergantines

La primera independencia de América

Lo coronaron ayer. Los monos se asomaron, curiosos, entre los árboles. La boca de Fernando de Guzmán chorreaba jugo de guanábanas y había soles en sus ojos. Uno tras otro, los soldados se arrodillaron ante el trono de palo y paja, besaron mano del elegido y le juraron obediencia. Después firmaron el acta, con nombre o cruz, todos los que no eran mujeres, ni criados, ni indios, ni negros. El escribano dio fe y testimonio y proclamada quedó la independencia.

Los buscadores de El Dorado, perdidos en medio de la selva, tienen ahora su propio monarca. Nada los ata a España, como no sea el rencor. Han negado vasallaje al rey del otro lado del mar:

—¡No lo conozco! —gritó ayer Lope de Aguirre, puro hueso y cólera, alzando su espada cubierta de moho—. ¡No lo conozco, ni quiero conocerlo, ni tenerlo, ni obedecerlo!

En la choza más grande de la aldea, se instala la corte. A la luz de un candelabro, el príncipe Fernando come incesantes buñuelos de yuca regados de miel. Lo sirven sus pajes, el copero, el copa y jarro, el camarero; entre buñuelo y buñuelo, da órdenes a sus secretarios, dicta decretos a los escribientes y otorga audiencias y mercedes. El tesorero del reino, el capellán, el mayordomo mayor y el maestresala visten jubones en hilachas y tienen las manos hinchadas y los labios partidos. El maese de campo es Lope de Aguirre, cojo, tuerto, casi enano, pellejo quemado, que por las noches conspira y durante el día dirige la construcción de los bergantines.

Suenan los golpes de las hachas y los martillos. Las corrientes del Amazonas han hecho pedazos las naves, pero ya dos nuevas quillas se alzan en la arena. La selva ofrece buena madera. Con el cuero de los caballos, hicieron fuelles; de las herraduras salieron los clavos, los pernos y las bisagras.

Atormentados por los zancudos y los jejenes, envueltos en los vapores de la humedad y la fiebre, los hombres esperan que los barcos crezcan. Comen pasto y carne de buitre, sin sal. Ya no quedan perros ni caballos y los anzuelos no traen más que barro y algas podridas, pero nadie en el campamento duda de que ha llegado la hora de la revancha. Han salido hace meses del Perú, en busca del lago donde dice la leyenda que hay ídolos de oro macizo grandes como muchachos, y al Perú quieren regresar, ahora, en pie de guerra. No van a perder ni un día más persiguiendo la tierra de promisión, porque se han dado cuenta de que ya la conocen y están hartos de maldecir su mala suerte. Navegarán el Amazonas, saldrán al océano, ocuparán la isla Margarita, invadirán Venezuela y Panamá…

Los que duermen, sueñan con la plata de Potosí. Aguirre, que jamás cierra el ojo que le queda, la ve despierto.

[123][164]

1561 - Nueva Valencia del Rey

Aguirre

En el centro del escenario, hacha en mano, aparece Lope de Aguirre rodeado de decenas de espejos. El perfil del rey Felipe II se recorta, negro, inmenso, sobre el telón de fondo.

Lope de Aguirre (hablando al público). —Caminando nuestra derrota, y pasando por muertes y malas venturas, tardamos más de diez meses y medio en llegar a la boca del río de las Amazonas, que es río grande y temeroso y mal afortunado. Después, tomamos posesión de la isla Margarita. Allí cobré en horca o garrote veinticinco traiciones. Y después, nos abrimos paso en tierra firme. ¡Tiemblan de miedo los soldados del rey Felipe! Pronto saldremos de Venezuela… ¡Pronto entraremos triunfantes en el reino del Perú! (Se vuelve y enfrenta su propia imagen, lastimosa, en uno de los espejos.) ¡Yo hice rey a don Fernando de Guzmán en el río de las Amazonas! (Alza el hacha y parte el espejo.) ¡Yo lo hice rey y yo lo maté! ¡Y al capitán de su guardia y al teniente general y a cuatro capitanes! (Mientras habla, va haciendo añicos todos los espejos, uno tras otro.) ¡Y a su mayordomo y a su capitán clérigo de misa!… ¡Y a una mujer de la liga contra mí, y a un comendador de Rodas, y a un almirante… y a otros seis aliados!… ¡Y nombré de nuevo capitanes y sargento mayor! ¡Y quisiéronme matar y los ahorqué! (Pulveriza los últimos espejos). ¡A todos! ¡A todos!… (Se sienta, muy sofocado, en él suelo cubierto de cristales. En los puños, vertical, el hacha. La mirada perdida. Largo silencio). En mi mocedad pasé el océano a las partes del Perú, por valer más con la lanza en la mano… ¡Un cuarto de siglo!… Misterios, miserias… Yo escarbé cementerios arrancando para otros platerías y jícaras de oro… Monté horcas en el centro de ciudades no nacidas… De a caballo, perseguí gentíos… Los indios huyendo despavoridos a través de las llamas… Caballeros de pomposo título y prestadas ropas de seda, hijosdalgo, hijos de nadie, agonizando en la selva, rabiando, mordiendo tierra, envenenada la sangre por los dardos… En la cordillera, guerreros de acerada armadura atravesados de parte a parte por ventiscas más violentas que cualquier arcabuzazo… Muchos han encontrado sepultura en el vientre de los buitres… Muchos han quedado amarillos como el oro que buscaban… La piel amarilla, los ojos amarillos… Y el oro… (Deja caer el hacha. Abre con dificultad las manos, que son como garras. Muestra las palmas). Desvanecido… Oro hecho sombra o rocío… (Mira con estupor. Queda mudo, largo rato. Súbitamente, se levanta. De espaldas al público, alza el puño sarmentoso contra la enorme sombra de Felipe II, proyectada, barba en punta, en el telón de fondo.) ¡Pocos reyes van al infierno, porque pocos sois! (Camina hacia el telón de fondo, arrastrando su pierna coja). ¡Ingrato! ¡Yo he perdido mi cuerpo por defenderte contra los rebeldes del Perú! ¡Te entregué una pierna y un ojo y estas manos que de poco me sirven! ¡Ahora, el rebelde soy yo! ¡Rebelde hasta la muerte por tu ingratitud! (Encara al público, desenvaina la espada.) ¡Yo, Príncipe de los rebeldes! ¡Lope de Aguirre el Peregrino, Ira de Dios, Caudillo de los lastimados! ¡No te necesitamos, rey de España! (Se encienden luces de colores sobre varios puntos del escenario.) ¡No hemos de dejar ministro tuyo con vida! (Se abalanza, espada en mano, contra un haz de luz rojiza.) ¡Oidores, gobernadores, presidentes, visorreyes! ¡Guerra a muerte contra los alcahuetes cortesanos! (El haz de luz continúa en su sitio, indiferente a la espada que lo corta). ¡Usurpadores! ¡Ladrones! (la espada hiere el aire.) ¡Vosotros habéis destruido las Indias! (Arremete contra un haz de luz dorada.) ¡Letrados, notarios, cagatintas! ¿Hasta cuándo hemos de sufrir vuestros robos en estas tierras ganadas por nosotros? (Los mandobles atraviesan un haz de luz blanca.) ¡Frailes, obispos, arzobispos! ¡A ningún indio pobre queréis enterrar! ¡Por penitencia tenéis en la cocina una docena de mozas! ¡Traficantes! ¡Traficantes de sacramentos! ¡Estafadores! (Y así continúa el inútil torbellino de la espada contra los haces de luz inmutable, que se multiplican en el escenario. Aguirre va perdiendo fuerza y se ve cada vez más solo y pequeñito).

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