Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
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De la carta de Lope de Aguirre al rey Felipe II
…Ya de hecho habemos alcanzado en este reino cuán cruel eres y quebrantador de fe y palabra, y así tenemos en esta tierra tus promesas por de menos crédito que los libros de Martín Lutero, pues tu Visorrey Marqués de Cañete ahorcó a Martín de Robles hombre señalado en tu servicio y al bravoso Tomás Vázquez conquistador del Pirú, y al triste de Alonso Díaz que trabajó más en el descubrimiento deste reino que los exploradores de Moisés en el desierto…
Mira, mira Rey español, que no seas cruel a tus vasallos ni ingrato, pues estando tu padre y tú en los reinos de España sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos a costa de su sangre y hacienda, tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes, y mira rey y Señor, que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en ello han trabajado y sudado sean gratificados…
¡Ay, ay, qué lástima tan grande que César y Emperador tu padre, conquistase con las fuerzas de España la superba Germania y gastase tanta moneda llevada destas Indias descubiertas por nosotros, que no te duelas de nuestra vejez y cansancio siquiera para matarnos la hambre un día!…
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Restablecen el orden
Abandonado por los suyos, que han preferido el perdón o las mercedes reales, Lope de Aguirre acribilla a puñaladas a su hija Elvira, para que no venga a ser colchón de bellacos, y enfrenta a sus verdugos. Les corrige la puntería, así no, así no, mal tiro, y cae sin encomendarse a Dios.
Cuando Felipe II lee la carta, sentado en su trono muy lejos de aquí, la cabeza de Aguirre está clavada en una pica, para advertencia de todos los peones del desarrollo europeo.
[123][164]
Se equivoca el fuego
Fray Diego de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero, los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos, los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y crujen los libros, como quejándose.
Esta noche se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban los trabajos y los días, los sueños y las guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí, los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores, para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro, el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo. Ellos están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia. ¿Acaso no se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían pintado?
Cuando le queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones de tortuga y las flautas de caña.
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La historia que será
El cerco ahoga. En este fortín de frontera, dos veces quemado y vuelto a nacer, casi no queda agua. Pronto habrá que beber lo poco que se mea. Tantas flechas han caído adentro que los españoles las usan de leña para guisar.
El jefe de los araucanos se acerca, de a caballo, hasta el pie de la muralla: —¡Capitán! ¿Me oyes?
Lorenzo Bernal se asoma desde lo alto.
El jefe indígena anuncia que rodearán la fortaleza con paja y le prenderán fuego. Dice que no han dejado hombre con vida en Concepción.
—¡Nada!—grita Bernal.
—¡A rendirse, capitán! ¡No tienen salida!
—¡Nada! ¡Nunca!
El caballo se para en dos patas.
—Entonces, ¡morirán!
—Pues moriremos —dice Bernal, y grita: «¡Pero a la larga, ganaremos la guerra! ¡Nosotros seremos cada vez más!». El indio responde con una carcajada. —¿Con qué mujeres? —pregunta.
—Si no hay españolas, tendremos las vuestras —dice el capitán, lento, saboreando, y añade:
—Y les haremos hijos que serán vuestros amos.
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Hawkins
Los cuatro navíos, al mando del capitán John Hawkins, esperan la marea de la mañana. No bien suban las aguas, partirán rumbo al África, a cazar hombres en las costas de Guinea. Desde allí pondrán proa a las Antillas, para cambiar los esclavos por azúcar, cueros y perlas.
Hace un par de años, Hawkins hizo ese trayecto por su cuenta. En una nave llamada Jesús, vendió de contrabando trescientos negros en Santo Domingo. Estalló de furia la reina Isabel cuando lo supo, pero se le desvaneció la ira apenas conoció el balance del viaje. En un santiamén, se hizo socia comercial del audaz perro de mar del condado de Devon, y los condes de Pembroke y Leicester y el alcalde mayor de Londres compraron las primeras acciones de la nueva empresa.
Mientras los marineros izan las velas, el capitán Hawkins los arenga desde el puente. La armada británica hará suyas estas órdenes en los siglos por venir:
—¡Servid a Dios diariamente! —manda Hawkins a pleno pulmón—. ¡Amaos los unos a los otros! ¡Reservad vuestras provisiones! ¡Cuidaos del fuego! ¡Manteneos en buena compañía!
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Desventuras de la vida conyugal
—Di. ¿Me encuentras rara?
—Pues un poco.
—¿Un poco qué?
—Un poco gorda, señora, usted disculpe.
—A ver si adivinas. ¿Gorda estoy de comer o de reír?
—Gorda de amar, pareciera, y no es por ofender.
—Qué va, mujer, si por eso te he llamado…
Está la señora muy preocupada. Poca paciencia ha tenido su cuerpo, incapaz de esperar al marido ausente; y alguien le ha dicho que el traicionado está llegando a Cartagena. Cuando le descubra la barriga… ¿Qué no hará ese hombre tan categórico, que decapitando cura los dolores de cabeza?
—Por eso te he llamado, Juana. Ayúdame, tú que eres tan voladora y puedes beber vino de una copa vacía. Dime. ¿Viene mi marido en la flota de Cartagena?
En jofaina de plata, la negra Juana García revuelve aguas, tierras, sangres, yuyos. Sumerge un librito verde y lo deja navegar. Después hunde la nariz:
—No —informa—. No viene. Y si quiere usted ver a su marido, asómese.
Se inclina la señora sobre la palangana. A la luz de las velas, lo ve. Él está sentado junto a una bella mujer, en un lugar de muchas sedas, mientras alguien corta un vestido de paño guarnecido.
—¡Ah, farsante! Dime, Juana, ¿qué lugar es éste?
—La casa de un sastre, en la isla de Santo Domingo.
En las espesas aguas aparece la imagen del sastre cortando una manga.
—¿Se la quito? —propone la negra.
—¡Pues quítasela!
La mano emerge de la jofaina con una manga de fino paño chorreando entre los dedos.
La señora tiembla, pero de furia.
—¡Se merece más barrigas, el muy puerco!
Desde un rincón, un perrito ronronea con los ojos entreabiertos.
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La espía
En la hacienda de don Antonio Solar, a orillas del río Lurín, han crecido los melones grandes como soles. Es la primera vez que por aquí se plantan estas frutas traídas de España; y el capataz envía al amo diez muestras para su placer y vanagloria. La enormidad de estos melones es comparable al grandor de los rábanos del valle de Cuzapa, que dizque se pueden atar cinco caballos a sus ramas.
Dos indios llevan a Lima, en sendas bolsas, la ofrenda del capataz. Él les ha dado una carta para que la entreguen, con los melones, a don Antonio Solar:
—Si os coméis algún melón —les advirtió— esta carta lo dirá.
A mitad de camino, cuando están a un par de leguas de la Ciudad de los Reyes, los indios se sientan en un barranco a descansar.
—¿Y qué sabor tendrá esta fruta tan rara?
—Maravillas ha de ofrecer.
—¿Y si probamos? Un melón. Unito.
—Carta canta —advierte uno de los indios.
Miran la carta, la odian. Le buscan una prisión. La esconden detrás de una roca, donde nada puede ver, y a rápidas dentelladas devoran un melón, pulpa de agua dulce, sabrosura jamás imaginada, y después se comen otro para emparejar las cargas.
Entonces recogen la carta, la guardan entre sus ropas, se echan las bolsas a la espalda y siguen su camino.
[76]
Esa piedra soy yo
El funcionario del rey aguarda a la bruja, diestra en maldades, que ha de venir a rendir cuentas. A sus pies yace, boca abajo, el ídolo de piedra. La bruja fue sorprendida cuando estaba velando esta huaca a escondidas, y pronto pagará su herejía. Pero antes del castigo, el funcionario quiere escuchar de su boca la confesión de sus charlas con el demonio. Mientras espera que la traigan, se entretiene pisoteando la huaca y meditando sobre el destino de estos indios, que da pesar a Dios haberlos hecho.
Los soldados arrojan a la bruja y la dejan temblando en el umbral.
Entonces la huaca de piedra, fea y vieja, saluda en lengua quechua a la bruja vieja y fea:
—Bienvenida seas, princesa —dice la voz, ronca, desde las suelas del funcionario.
El funcionario queda bizco y cae, despatarrado, al piso.
Mientras lo abanica con un sombrero, la vieja se prende a la casaca del desvanecido y clama: «¡No me castigues, señor, no la rompas!».
La vieja quisiera explicarle que en esa piedra viven las divinidades y que si no fuera por la huaca, ella no sabría cómo se llama, ni quién es, ni de dónde viene, y andaría por el mundo desnuda y perdida.
[221]
Oración de los incas, en busca de Dios
Óyeme,
desde el mar de arriba en que permaneces,
desde el mar de abajo donde estás.
Creador del mundo,
alfarero del hombre,
Señor de los Señores,
a ti,
con mis ojos que desesperan por verte
o por pura gana de conocerte
pues viéndote yo,
conociéndote,
considerándote,
comprendiéndote,
tú me verás y me conocerás.
El sol, la luna,
el día,
la noche,
él verano,
él invierno,
no en vano caminan,
ordenados,
al señalado lugar
y a buen término llegan.
Por todas partes llevas contigo
tu cetro de rey.
Óyeme,
escúchame.
No sea que me canse,
que me muera.
[105]
Ceremonia
Centellea la túnica dorada. Cuarenta y cinco años después de su muerte, Moctezuma encabeza la procesión. Los jinetes irrumpen, al paso, en la plaza mayor de la ciudad de México.
Los bailarines danzan al trueno de los tambores y al lamento de las chirimías. Muchos indios, vestidos de blanco, levantan ramos de flores; otros sostienen enormes cazuelas de barro. El humo del incienso se mezcla con los aromas de los guisos picantes.
Ante el palacio de Cortés, Moctezuma se apea del caballo.
Se abre la puerta. Entre sus pajes, armados con las altas y afiladas partesanas, aparece Cortés.
Moctezuma humilla su cabeza, coronada de plumas y oro y piedras preciosas. Hincado, ofrece guirnaldas de flores. Cortés le toca el hombro. Moctezuma se levanta. Con gesto lento, se arranca la^ máscara y descubre el rizado cabello y lps bigotes de altas puntas de Alonso de Ávila.
Alonso de Ávila, señor de horca y cuchillo, dueño de indios, tierras y minas, entra en el palacio de Martín Cortés, marqués del valle de Oaxaca. El hijo de un conquistador abre su casa al sobrino de otro conquistador.
Hoy comienza oficialmente la conspiración contra el rey de España. En la vida de la colonia, no todo son saraos y torneos, naipes y cacerías.
[28]
El fanático de la dignidad humana
Fray Bartolomé de Las Casas está pasando por encima del rey y del Consejo de Indias. ¿Será castigada su desobediencia? A los noventa y dos años, poco le importa. Medio siglo lleva peleando. ¿No están en su hazaña las claves de su tragedia? Muchas batallas le han dejado ganar, hace tiempo lo sabe, porque el resultado de la guerra estaba decidido de antemano.
Los dedos ya no le hacen caso. Dicta la carta. Sin permiso de nadie, se dirige directamente a la Santa Sede. Pide al papa Pío V que mande cesar las guerras contra los indios y que ponga fin al saqueo que usa la cruz como coartada. Mientras dicta se indigna, se le sube la sangre a la cabeza y se le quiebra la voz que le queda, ronca y poca.
Súbitamente, cae al suelo.
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Aunque pierdas, vale la pena
Los labios se mueven, dicen palabras sin sonido.
—¿Me perdonarás, Dios?
Fray Bartolomé pide clemencia en el Juicio Final, por haber creído que los esclavos negros y moros aliviarían la suerte de los indios.
Yace tendido, húmeda la frente, pálido, y no cesan de moverse los labios.
Un trueno se descarga, lento, desde lejos. Fray Bartolomé, el nacedor, el hacedor, cierra los ojos. Aunque siempre fue duro de oído, escucha la lluvia sobre el tejado del convento de Atocha. La lluvia le moja la cara. Sonríe.
Uno de los sacerdotes que lo acompañan murmura algo sobre la rara luz que le ha encendido el rostro. A través de la lluvia, libre de duda y tormento, fray Bartolomé está viajando, por última vez, hacia los verdes mundos donde conoció la alegría.
—Gracias —dicen sus labios, en silencio, mientras lee las oraciones a la luz de los cocuyos y las luciérnagas, salpicado por la lluvia que golpea el techo de hojas de palma.
—Gracias —dice, mientras celebra misa en cobertizos sin paredes y bautiza niños desnudos en los ríos.