Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
Es la única mujer entre los hombres. Ellos dicen: «Es un macho», y la comparan con Roldán y con el Cid, mientras ella frota aceite sobre los dedos del capitán Francisco de Aguirre, que han quedado prendidos a la empuñadura de la espada y no hay modo de abrírselos, aunque la guerra, por hoy, ha terminado.
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Nunca
Le habían embargado hasta la mula. Los que ahora comen en su vajilla de plata y pisan sus alfombras, lo habían echado de México con los tobillos engrillados.
Diez años después, ellos, los funcionarios, convocaron al guerrero. Alvarado abandonó la gobernación de Guatemala y se vino a castigar indios en estas tierras ingratas que él había conquistado junto a Cortés. Él quería seguir viaje hacia el norte, hacia las siete ciudades de oro del reino de Cíbola, pero esta mañana, en plena batalla, un caballo se le vino encima y lo despeñó cuesta abajo.
Pedro de Alvarado ha vuelto a México y en México yace. Ningún caballo lo llevará hacia el norte ni hacia ninguna parte. El yelmo cuelga de una rama y entre las zarzas ha caído la espada. No me envaines sin honor, se lee todavía en la hoja de acero.
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Beatriz
Pedro de Alvarado se había casado con Francisca, pero Francisca cayó fulminada por el agua de azahares que bebió en el camino a Veracruz. Entonces se casó con Beatriz, la hermana de Francisca.
Beatriz lo estaba esperando en Guatemala cuando supo, hace dos meses, que era viuda. Tapizó su casa de negro por dentro y por fuera y claveteó puertas y ventanas para hartarse de llorar sin testigos.
Lloró mirando en el espejo su cuerpo desnudo, que se había secado de tanto esperar y ya no tenía nada que esperar, cuerpo que no cantaba, y lloró por su boca que sólo era capaz de decir:
—¿Estás ahí?
Lloró por esta casa que odia y por esta tierra que no es la suya y por los años gastados entre esta casa y la iglesia, de la misa a la mesa y del bautizo al entierro, rodeada de soldados borrachos y de sirvientas indias que le dan asco. Lloró por la comida que le hace mal y por el que nunca venía, porque siempre había alguna guerra que pelear o tierra que conquistar. Lloró por todo lo que había llorado en su cama sin nadie, cuando pegaba un respingo cada vez que ladraba el perro o el gallo cantaba y solita aprendía a leer la oscuridad y a escuchar el silencio y a dibujar el aire. Lloró y lloró, rota de adentro.
Cuando por fin salió de la clausura, anunció:
—Yo soy la gobernadora de Guatemala.
Poco pudo gobernar.
El volcán está vomitando una catarata de agua y piedras que ahoga la ciudad y mata lo que toca. El diluvio va arremetiendo hacia la casa de Beatriz, mientras ella corre al oratorio, trepa al altar y se abraza a la Virgen. Sus once criadas se abrazan a sus piernas y se abrazan entre sí, y Beatriz grita:
—¿Estás ahí?
La tromba arrasa la ciudad que Alvarado fundó y mientras el rugido crece, Beatriz sigue gritando:
—¿Estás ahí?
[81]
Al amanecer, el grillo cantó
Había estado mudo desde que lo embarcaron en el puerto de Cádiz, dos meses y medio callado y triste en la jaulita, hasta que su grito de júbilo resonó, hoy, de proa a popa, y despertó a todo el mundo.
—¡Milagro! ¡Milagro!
El tiempo alcanzó justo para desviar el navío. El grillo estaba celebrando la cercanía de la tierra. Gracias a su alarma, los navegantes no se han hecho pedazos contra las peñas de la costa del Brasil.
Cabeza de Vaca, jefe de esta expedición al río de la Plata, es muy sabido en estas cosas. Lo llaman Alvar el Milagrero desde que atravesó América de costa a costa resucitando muertos en las aldeas indígenas.
[39]
El Dorado
Largo tiempo anduvieron los hombres de Gonzalo Pizarro, selva adentro, buscando al príncipe de piel de oro y a los bosques de canela. Encontraron serpientes y murciélagos, ejércitos de mosquitos, pantanos y lluvias de nunca acabar. Los relámpagos alumbraron, noche tras noche, esta caravana de desnudos, pegados unos a otros por el pánico.
Esta tarde están llegando, llagas y huesos, a las afueras de Quito. Cada cual dice su nombre para ser reconocido. De los cuatro mil esclavos indios de la expedición, no ha regresado ni uno.
El capitán Gonzalo Pizarro se arrodilla y besa la tierra. Anoche, él ha soñado con un dragón que se le echaba encima y lo hacía pedazos y le comía el corazón. Por eso no parpadea, ahora, cuando le dan la noticia:
—Tu hermano Francisco ha sido asesinado en Lima.
[97]
Las amazonas
No tenía mala cara la batalla, hoy, día de San Juan. Desde los bergantines, los hombres de Francisco de Orellana estaban vaciando de enemigos, a ráfagas de arcabuz y de ballesta, las blancas canoas venidas de la costa.
Pero peló los dientes la bruja. Aparecieron las mujeres guerreras, tan bellas y feroces que eran un escándalo, y entonces las canoas cubrieron el río y los navíos salieron disparados, río arriba, como puercoespines asustados, erizados de flechas de proa a popa y hasta en el palo mayor.
Las capitanas pelearon riendo. Se pusieron al frente de los hombres, hembras de mucho garbo y trapío, y ya no hubo miedo en la aldea de Conlapayara. Pelearon riendo y danzando y cantando, las tetas vibrantes al aire, hasta que los españoles se perdieron más allá de la boca del río Tapajós, exhaustos de tanto esfuerzo y asombro.
Habían oído hablar de estas mujeres, y ahora creen. Ellas viven al sur, en señoríos sin hombres, donde ahogan a los hijos que nacen varones. Cuando el cuerpo pide, dan guerra a las tribus de la costa y les arrancan prisioneros. Los devuelven a la mañana siguiente. Al cabo de una noche de amor, el que ha llegado muchacho regresa viejo.
Orellana y sus soldados continuarán recorriendo el río más caudaloso del mundo y saldrán a la mar sin piloto, ni brújula, ni carta de navegación. Viajan en los dos bergantines que ellos han construido o inventado a golpes de hacha, en plena selva, haciendo clavos y bisagras con las herraduras de los caballos muertos y soplando el carbón con borceguíes convertidos en fuelles. Se dejan ir al garete por el río de las Amazonas, costeando selva, sin energías para el remo, y van musitando oraciones: ruegan a Dios que sean machos, por muchos que sean, los próximos enemigos.
[45]
A plena luz
Echando humo bajo su traje de hierro, atormentado por las picaduras y las llagas, Alvar Núñez Cabeza de Vaca se baja del caballo y ve a Dios por primera vez.
Las mariposas gigantes aletean alrededor. Cabeza de Vaca se arrodilla ante las cataratas del Iguazú. Los torrentes, estrepitosos, espumosos, se vuelcan desde el cielo para lavar la sangre de todos los caídos y redimir a todos los desiertos, raudales que desatan vapores y arcoiris y arrancan selvas del fondo de la tierra seca: aguas que braman, eyaculación de Dios fecundando la tierra, eterno primer día de la Creación.
Para descubrir esta lluvia de Dios ha caminado Cabeza de Vaca la mitad del mundo y ha navegado la otra mitad. Para conocerla ha sufrido naufragios y penares; para verla ha nacido con ojos en la cara. Lo que le quede de vida será de regalo.
[39]
Los pescadores de perlas
La ciudad de Nueva Cádiz ha caído, derribada por el maremoto y los piratas. Antes había caído la isla entera, esta isla de Cubagua donde hace cuarenta y cinco años Colón cambió a los indios perlas por platos rotos. Al cabo de tanta pesquería, se han agotado las ostras y los buceadores yacen en el fondo de la mar.
En estas aguas se han sumergido los esclavos indios, con piedras atadas a la espalda, para llegar bien hondo, donde yacían las perlas más grandes, y sin resuello han nadado de sol a sol, arrancando las ostras pegadas a las rocas y al suelo.
Ningún esclavo duró mucho. Más temprano que tarde, se les rompían los pulmones: un chorro de sangre subía, en lugar de ellos, a la superficie. Los hombres que los habían atrapado o comprado, decían que la mar enrojecía porque las ostras, como las mujeres, tenían menstruación.
[102][103]
El trono de piedra
Desde aquí ha reinado Manco Inca sobre las tierras de Vilcabamba. Desde aquí ha dado larga y dura guerra, guerra de incendios y emboscadas, a los invasores. Ellos no conocen los laberintos que conducen a la ciudadela secreta. Ningún enemigo los conoce.
Solamente el capitán Diego Méndez pudo llegar al escondite. Venía huyendo. A las órdenes del hijo de Almagro, su espada había atravesado la garganta de Francisco Pizarro. Manco Inca le dio refugio. Después, Diego Méndez clavó el puñal en la espalda de Manco Inca.
Entre las piedras de Machu Picchu, donde las flores encendidas ofrecen miel a quien las fecunde, yace el Inca envuelto en bellas mantas.
[53]
Canción de guerra de los incas
Beberemos en el cráneo del traidor
y con sus dientes haremos un collar.
De sus huesos haremos flautas,
de su piel haremos un tambor.
Entonces, bailaremos.
[202]
Las Casas
Hace tiempo que espera, aquí en el puerto, a solas con el calor y los mosquitos. Deambula por los muelles, descalzo, escuchando los vaivenes de la mar y el golpeteo de su báculo, paso a paso, sobre las piedras. Nadie ofrece una palabra al recién ungido obispo de Chiapas.
Éste es el hombre más odiado de América, el anticristo de los señores coloniales, el azote de estas tierras. Por su culpa, el emperador ha promulgado las nuevas leyes que despojan de esclavos indios a los hijos de los conquistadores. ¿Qué será de ellos sin los brazos que los sustentan en minas y labranzas? Las nuevas leyes les arrancan la comida de la boca.
Éste es el hombre más amado de América. Voz de los mudos, empecinado defensor de los que reciben peor trato que el estiércol de las plazas, denunciador de quienes por codicia convierten a Jesucristo en el más cruel de los dioses y al rey en lobo hambriento de carne humana.
No bien desembarcó en Campeche, fray Bartolomé de Las Casas anunció que ningún dueño de indios sería absuelto en confesión. Le contestaron que aquí no valían sus credenciales de obispo ni valían tampoco las nuevas leyes, porque habían llegado en letras de molde y no de puño y letra de los escribientes del rey. Amenazó con la excomunión y se rieron. Se rieron fuerte, a las carcajadas, porque fray Bartolomé tiene fama de sordo.
Esta tarde ha llegado el mensajero de la Ciudad Real de Chiapas. El cabildo manda decir que están vacíos sus cofres para pagar el viaje del obispo hasta su diócesis, y le envía unas monedas de la caja de difuntos.
[27][70]
Carvajal
Las luces del amanecer dan forma y rostro a las sombras que cuelgan de las farolas de la plaza. Algún madrugador, espantado, las reconoce: dos conquistadores de la primera hora, de aquellos que capturaron al Inca Atahualpa en Cajamarca, se bambolean con la lengua afuera y los ojos desorbitados.
Trueno de tambores, estrépito de caballos: la ciudad despierta de un salto. Grita el pregonero a plano pulmón ya su lado Francisco de Carvajal dicta y escucha. El pregonero anuncia que todos los señores principales de Lima serán ahorcados como esos dos, y no quedará casa sin saquear, si el cabildo no acepta por gobernador a Gonzalo Pizarro. El general Carvajal, maese de campo de las tropas rebeldes, da plazo hasta el mediodía.
—¡Carvajal!
Antes de que se apague el eco, ya los oidores de la Real Audiencia y los notables de Lima se han echado alguna ropa encima y a medio abrochar han llegado corriendo hasta el palacio y están firmando, sin discusión, el acta que reconoce a Gonzalo Pizarro como autoridad única y absoluta.
Sólo falta la firma del licenciado Zárate, que se acaricia el cuello y duda mientras los demás esperan, aturdidos, tembleques, escuchando o creyendo escuchar el jadeo de los caballos y las maldiciones de los soldados que toman campo, a rienda corta, ansiosos de arremeter.
—¡Daos prisa! —suplican.
Zárate piensa que deja una buena dote a su hija casadera, la Teresa, y que sus cuantiosas ofrendas a la Iglesia le han pagado con creces otra vida más serena que ésta.
—¿Qué espera vuesa merced?
—¡Corta es la paciencia de Carvajal!
Carvajal: más de treinta años de guerras en Europa, diez en América. Se batió en Ravena y en Pavía. Estuvo en el saqueo de Roma. Peleó junto a Cortés en México y en Perú junto a Francisco Pizarro. Seis veces atravesó la cordillera.
—¡El Demonio de los Andes!
En medio de la batalla, se sabe, el gigante arroja el yelmo y la coraza y ofrece el pecho. Come y duerme sobre el caballo.
—¡Calma, señores, calma!
—¡Correrá sangre de inocentes!
—¡No hay tiempo que perder!
La sombra de la horca se cierne sobre los recién comprados títulos de nobleza.
—¡Firmad, señor! ¡Evitemos al Perú nuevas tragedias!
El licenciado Zárate moja la pluma de ganso, dibuja una cruz y debajo, antes de firmar, escribe: Juro a Dios y a esta Cruz y a las palabras de los Santos Evangelios, que firmo por tres motivos: por miedo, por miedo y por miedo.
[167]
Desde Valladolid llega la mala noticia
La Corona ha suspendido las más importantes leyes nuevas, que hacían libres a los indios.
Mientras duraron, tres años apenas, ¿quién las cumplió? En la realidad siguen siendo esclavos hasta los indios que llevan marcada en el brazo, al rojo vivo, la palabra libre.
—¿Para esto me han dado la razón?
Fray Bartolomé se siente abandonado de Dios, hoja sin rama, solo y nadie.
—Me han dicho que sí para que nada cambie. Ya ni el papel protegerá a los que no tienen más escudo que sus vientres. ¿Para esto han recibido los reyes el Nuevo Mundo de manos del Papa? ¿Es Dios mero pretexto? Esta sombra de verdugo, ¿sale de mi cuerpo?
Acurrucado en una manta, escribe una carta al príncipe Felipe. Le anuncia que viajará a Valladolid sin esperar respuesta ni licencia.