Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (32 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Los sirvientes blancos sueñan con convertirse en dueños de tierras y de negros. Cuando recuperan su libertad, al cabo de los años de dura penitencia y trabajo sin sueldo, lo primero que hacen es comprarse un negro que los abanique a la hora de la siesta.

Hay cuarenta mil esclavos africanos en Barbados. Los nacimientos se registran en los libros de contabilidad de las plantaciones. Al nacer, un negrito vale media libra.

[11][224]

1666 - Isla Tortuga

Retablo de los piratas

Jean David Nau, llamado el Olonés, viene de saquear Remedios y Maracaibo. Su alfanje ha hecho tajadas a muchos españoles. Las fragatas regresan a media marcha por el peso de la riqueza robada.

Desembarca el Olonés. Entre sus botas, agita el rabo y ladra su único amigo y confidente, compañero de aventuras y desventuras; y detrás asoma una jauría de hombres recién desprendidos de los hilos de araña de los velámenes, ávidos de tabernas y mujeres y tierra firme bajo los pies.

En estas arenas ardientes, donde los huevos de tortuga se cocinan solos, los piratas soportan una larga misa parados y en silencio. Cuerpos zurcidos, casacas duras de mugre, grasientas barbas de profeta, caras de cuchillos mellados por los años: si durante la misa alguien osa toser o reír, lo bajan de un tiro y se persignan. Cada pirata es un arsenal. En vainas de piel de caimán lleva a la cintura cuatro cuchillos y una bayoneta, dos pistolas desnudas, el sable de abordaje golpeando la rodilla y el mosquete terciado al pecho.

Después de la misa, se reparte el botín. Los mutilados, primero. Quien ha perdido el brazo derecho recibe seiscientos pesos o seis esclavos negros. El brazo izquierdo vale quinientos pesos o cinco esclavos, que es también el precio de cualquiera de las piernas. El que ha dejado un ojo o un dedo en las costas de Cuba o Venezuela, tiene derecho a cobrar cien pesos o un esclavo.

La jornada se estira en largos tragos de ron con pimienta y culmina en la apoteosis del bucán de tortuga. Bajo la arena, cubierto de brasas, se ha ido asando lentamente, en el carapacho, el picadillo de carne de tortuga, yemas de huevo y especias, que es la fiesta suprema de estas islas. Los piratas fuman en pipa, echados en la arena, y se dejan ir en humos y melancolías.

Cuando cae la noche, cubren de perlas el cuerpo de una mulata y le susurran horrores y maravillas, historias de ahorcados y abordajes y tesoros, y le juran al oído que no habrá próximos viajes. Beben y aman sin sacarse las botas: las botas que mañana pulirán las piedras del puerto buscando nave para otro zarpazo.

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1667 - Ciudad de México

Juana a los dieciséis

En los navíos, la campana señala los cuartos de la vela marinera. En los socavones y en los cañaverales, empuja al trabajo a los siervos indios y a los esclavos negros. En las iglesias da las horas y anuncia misas, muertes y fiestas.

Pero en la torre del reloj, sobre el palacio del virrey de México, hay una campana muda. Según se dice, los inquisidores la descolgaron del campanario de una vieja aldea española, le arrancaron el badajo y la desterraron a las Indias, hace no se sabe cuántos años. Desde que el maese Rodrigo la creó en 1530, esta campana había sido siempre clara y obediente. Tenía, dicen, trescientas voces, según el toque que dictara el campanero, y todo el pueblo estaba orgulloso de ella. Hasta que una noche su largo y violento repique hizo saltar a todo el mundo de las camas. Tocaba a rebato la campana, desatada por la alarma o la alegría o quién sabe qué, y por primera vez nadie la entendió. Un gentío se juntó en el atrio mientras la campana sonaba sin cesar, enloquecida, y el alcalde y el cura subieron a la torre y comprobaron, helados de espanto, que allí no había nadie. Ninguna mano humana la movía. Las autoridades acudieron a la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio declaró nulo y sin valor alguno el repique de la campana, que fue enmudecida por siempre jamás y expulsada al exilio en México.

Juana Inés de Asbaje abandona el palacio de su protector, el virrey Mancera, y atraviesa la plaza mayor seguida por dos indios que cargan sus baúles. Al llegar a la esquina, se detiene y vuelve la mirada hacia la torre, como llamada por la campana sin voz. Ella le conoce la historia. Sabe que fue castigada por cantar por su cuenta.

Juana marcha rumbo al convento de Santa Teresa la Antigua. Ya no será dama de corte. En la serena luz del claustro y la soledad de la celda, buscará lo que no puede encontrar afuera. Hubiera querido estudiar en la universidad los misterios del mundo, pero nacen las mujeres condenadas al bastidor de bordar y al marido que les eligen. Juana Inés de Asbaje se hará carmelita descalza, se llamará sor Juana Inés de la Cruz.

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1668 - Isla Tortuga

Los perros

Ya no quedan indios en esta islita al norte de Haití. Pero quedan los perros que los españoles habían traído para perseguirlos y castigarlos. Los mastines, que se han multiplicado y andan en manadas devorando jabalíes, disputan a los filibusteros franceses el dominio de esta tierra. Noche a noche llegan los aullidos desde la floresta. Dentro de las murallas, los piratas duermen temblando.

La isla Tortuga pertenece a la empresa creada por el ministro Colbert para el tráfico de esclavos y la piratería. La empresa ha nombrado gobernador a Bertrand d'Ogeron, gentilhombre de brillante prestigio entre bucaneros y filibusteros.

Desde Francia, el gobernador trae un cargamento de veneno. Matará unos cuantos caballos y los diseminará por la isla, con el vientre lleno de ponzoña. Así piensa poner fin al peligro de los perros monteses.

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1669 - Villa de Gibraltar

Toda la riqueza del mundo

Los hombres de Henry Morgan andan escarbando las costas del lago de Maracaibo. Buscan los tesoros enterrados que el Olonés no pudo llevarse. Por mucho que madruguen y trabajen los piratas, no hay tiempo que alcance ni bodega que no se desborde.

Después de los cañonazos, el desembarco. Saltan los piratas de los esquifes y entran a sable en la aldea humeante.

No hay nadie, no hay nada.

En el centro de la plaza, un muchacho, destartalado, en harapos, los recibe riendo. El enorme sombrero, que le tapa los ojos, tiene un ala rota, caída sobre el hombro.

—¡Secreto! ¡Secreto! —grita. Mueve los brazos como aspas, espantando moscas imaginarias, y ríe sin cesar.

Cuando la punta de un sable le rasca la garganta, susurra: «No duermas con los pies desnudos, que te los comen los murciélagos».

Arde el aire, espeso de vapores y humo y polvo. Morgan hierve de calor y de impaciencia. Atan al muchacho. «¿Dónde escondieron las alhajas?». Lo golpean. «¿Dónde está el oro?». Le abren los primeros tajos en las mejillas y en el pecho.

—¡Yo soy Sebastián Sánchez! —grita—. ¡Yo soy hermano del gobernador de Maracaibo! ¡Muy señor y principal!

Le cortan media oreja.

Lo llevan a rastras. El muchacho conduce a los piratas a una cueva, a través del bosque, y revela su tesoro. Escondidos bajo las ramas, hay dos platos de barro, una punta de ancla tapada de herrumbre, un caracol vacío, varias plumas y piedras de colores, una llave y tres moneditas.

—¡Yo soy Sebastián Sánchez! —dice y repite el dueño del tesoro, mientras lo matan.

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1669 - Maracaibo

Reventazón

Al alba, Morgan descubre que las naves españolas, brotadas de la noche, cierran la boca del lago.

Decide embestir. A la cabeza de su flota, envía una balandra a toda vela, de proa contra la nave capitana de los españoles. La balandra lleva el estandarte de guerra desplegado en desafío y contiene toda la pez, el alquitrán y el azufre que Morgan ha encontrado en Maracaibo, y varios cartuchos de pólvora escondidos en cada rincón. La tripulan unos cuantos muñecos de madera, vestidos de camisa y sombrero. El almirante español, don Alonso del Campo y Espinoza, vuela por los aires sin enterarse de que sus cañones han disparado contra un polvorín.

Detrás, arremete toda la flota de los piratas. Las fragatas de Morgan rompen el candado español a cañonazos y ganan la mar. Navegan repletas de oro y joyas y esclavos.

A la sombra de los velámenes se alza Henry Morgan, vestido de la cabeza a los pies con el botín de Maracaibo. Lleva catalejo de oro y botas amarillas, de cuero de Córdoba; los botones de su chaqueta son esmeraldas engarzadas por joyeros de Ámsterdam. El viento levanta la espuma de encajes de la camisa de seda blanca; y trae la lejana voz de la mujer que espera a Morgan en Jamaica, la mulata lanzallamas que le advirtió en los muelles, cuando le dijo adiós:

—Si te mueres, te mato.

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1670 - Lima

«Duélete de nosotros».

le habían dicho, sin palabras, los indios de las minas de Potosí. Y el año pasado el conde de Lemos, virrey del Perú, escribió al rey de España: No hay nación en el mundo tan fatigada. Yo descargo mi conciencia con informar a Vuestra Majestad con esta claridad: no es plata lo que se lleva a España, sino sangre y sudor de indios.

El virrey ha visto el cerro que come hombres. De las comunidades traen indios ensartados a los ramales con argolleras de hierro, y cuantos más traga el cerro más le crece el hambre. Se vacían de hombres los pueblos.

Después del informe al rey, el conde de Lemos prohibió las jornadas de toda la semana en los socavones asfixiantes. Golpes de tambor, pregón de negro: en lo sucesivo, dispuso el virrey, trabajarán los indios desde la salida hasta la puesta del sol, porque no son esclavos para pernoctar en las galerías.

Nadie le hizo caso.

Y ahora recibe, en su austero palacio de Lima, una respuesta del Consejo de Indias, desde Madrid. El Consejo se niega a suprimir el trabajo forzado en las minas de plata y azogue.

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1670 - San Juan Atitlán

Un intruso en el alta

A media mañana, el padre Marcos Ruiz se deja llevar por el burrito hacia el pueblo de San Juan Atitlán. Quién sabe si viene del pueblo o del sueño la dulce música de agua y campanas que la brisa trae. El fraile no apura el paso, el balanceo dormilón, y bosteza.

Hay que andar mucha vuelta y recoveco para llegar a San Juan Atitlán, pueblo muy entrañado en las asperezas de la tierra; y bien se sabe que los indios tienen sus cultivos en los rincones más intrincados del monte para rendir homenaje, en esos escondites, a sus dioses paganos.

Empieza a despertar fray Marcos en las primeras casas. Está el pueblo vacío; nadie sale a recibirlo. Parpadea fuerte al llegar a la iglesia, desbordada por el gentío, y le pega un feroz brinco el corazón cuando consigue abrirse paso y se restriega los ojos y ve lo que está viendo: en la iglesia, florida y perfumosa como nunca, los indios están adorando al bobo del pueblo. Sentado en el altar, cubierto de pies a cabeza con las vestiduras sagradas, el idiota recibe, babeándose, bizqueando, las ofrendas de incienso y frutas y comida caliente, en medio de una lloradera de oraciones y cánticos entreverados. Nadie escucha los gritos de indignación de fray Marcos, que huye corriendo en busca de soldados.

El espectáculo enfurece al piadoso sacerdote, pero muy poco le ha durado la sorpresa. Al fin y al cabo, ¿qué puede esperarse de estos idólatras que piden perdón al árbol cuando lo van a cortar y no cavan un pozo sin antes dar explicaciones a la tierra? ¿No confunden a Dios, acaso, con cualquier piedrita, rumor de arroyo o llovizna? ¿Acaso no llaman juego al pecado carnal?

[71]

1670 - Masaya

«El Güegüence»

El sol rompe las nubes, se asoma y vuelve al escondite, arrepentido o asustado por lo mucho que aquí abajo brilla la gente, que está la tierra incendiada de alegría: danza conversada, teatro bailado, sainete bailete musicalero y respondón: a la orilla de las palabras, el Güegüence desata la fiesta. Los personajes, enmascarados, hablan una lengua nueva, ni náhuatl ni castellano, lengua mestiza que ha crecido en Nicaragua. La han alimentado los mil modos populares de decir desafiando y de inventar diciendo, ají picante de la imaginación del pueblo burlón de sus amos.

Un indio vejete, engañador y deslenguado, ocupa el centro de la obra. Es el Güegüence o Macho-Ratón un burlador de prohibiciones, que nunca dice lo que habla ni escucha lo que oye, y así consigue evitar que lo aplasten los poderosos: lo que el pícaro no gana, lo empata; lo que no empata, lo enreda.

[9]

1670 - Cuzco

El Lunarejo

Las paredes de la catedral, hinchadas de oro, abruman a la Virgen. Humillada parece la sencilla imagen de esta Virgen morena, con su negra melena brotando del sombrero de paja y una llamita en brazos, rodeada como está por un mar de oro espumoso de infinitas filigranas. La catedral del Cuzco quisiera vomitar de su vientre opulento a esta Virgen india, Virgen del desamparo, como no hace mucho echaron sus porteros a una vieja descalza que pretendía entrar:

—¡Déjenla! —gritó el sacerdote desde el púlpito—. ¡Dejen entrar a esa india, que es mi madre!

El sacerdote se llama Juan de Espinosa Medrano, pero todos lo conocen por el Lunarejo, porque Dios le ha sembrado la cara de lunares.

Cuando el Lunarejo predica, acude el gentío a la catedral. No tiene mejor orador la Iglesia peruana. Además, enseña teología, en el seminario de San Antonio, y escribe teatro. Amar su propia muerte, su comedia en lengua castellana, la lengua de su padre, se parece al púlpito donde pronuncia sus sermones: pomposos versos retorcidos en mil arabescos, ostentosos y derrochones como las iglesias coloniales. En cambio, ha escrito en quechua, lengua de su madre, un auto sacramental sencillo en la estructura y despojado en el decir. En el auto, sobre el tema del hijo pródigo, el Diablo es un latifundista peruano, el vino es chicha y el bíblico becerro, un chancho gordo.

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1671 - Ciudad de Panamá

Sobre la puntualidad en las citas

Hace más de dos años que Henry Morgan llegó en canoa a Panamá, y a la cabeza de un puñado de hombres saltó las murallas de Portobelo llevando el cuchillo entre los dientes. Con muy escasa tropa y sin culebrinas ni cañones, venció a ese bastión invulnerable; y por no incendiarlo cobró en rescate una montaña de oro y plata. El gobernador de Panamá, derrotado y deslumbrado ante la impar hazaña, mandó pedir a Morgan una pistola de las que había usado en el asalto.

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