Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (34 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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El cerco se cierra en torno a la ciudad de Santa Fe, último reducto de España en estas apartadas comarcas. El jefe de los indios llega de un galope al pie de la muralla. Viene armado de arcabuz, daga y espada, y luce una faja de tafeta encontrada en un convento. Arroja dos cruces, una blanca y una roja, al pie de la muralla.

—La cruz roja es resistencia. La blanca, rendición. ¡Levanten la que elijan!

Entonces da la espalda a los sitiados y se desvanece en una ráfaga de polvo.

Los españoles resisten. Pero al cabo de unos días, alzan la cruz blanca. Habían llegado hace mucho tiempo, en busca de las legendarias ciudades doradas de Cíbola. Ahora emprenden la retirada hacia el sur.

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1681 - Ciudad de México

Juana a los treinta

Después de rezar los maitines y los laudes, pone a bailar un trompo en la harina y estudia los círculos que el trompo dibuja. Investiga el agua y la luz, el aire y las cosas. ¿Por qué el huevo se une en el aceite hirviente y se despedaza en el almíbar? En triángulos de alfileres, busca el anillo de Salomón. Con un ojo pegado al telescopio, caza estrellas.

La han amenazado con la Inquisición y le han prohibido abrir los libros, pero sor Juana Inés de la Cruz estudia en las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal.

Entre el amor divino y el amor humano, entre los quince misterios del rosario que le cuelga del cuello y los enigmas del mundo, se debate sor Juana; y muchas noches pasa en blanco, orando, escribiendo, cuando recomienza en sus adentros la guerra inacabable entre la pasión y la razón. Al cabo de cada batalla, la primera luz del día entra en su celda del convento de las jerónimas y a sor Juana le ayuda recordar lo que dijo Lupercio Leonardo, aquello de que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Ella crea poemas en la mesa y en la cocina hojaldres; letras y delicias para regalar, músicas del arpa de David sanando a Saúl y sanando también a David, alegrías del alma y de la boca condenadas por los abogados del dolor.

—Sólo el sufrimiento te hará digna de Dios —le dice el confesor, y le ordena quemar lo que escribe, ignorar lo que sabe y no ver lo que mira.

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1681 - Ciudad de México

Sigüenza y Góngora

Desde fines del año pasado, un cometa incendia el cielo de México. ¿Qué males anuncia el colérico profeta? ¿Qué penas traerá? ¿Se derrumbará el sol sobre la tierra? ¿El sol como gran puño de Dios? ¿Se secará la mar y no quedará ni gota de los ríos?

—Por ninguna razón han de ser infaustos los cometas —responde el sabio a los despavoridos.

Carlos de Sigüenza y Góngora publica su Manifiesto philosofico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos, formidable alegato contra la superstición y el miedo. Se desata la polémica entre la astronomía y la astrología, entre la curiosidad humana y la revelación divina. El jesuita alemán Eusebio Francisco Kino, que anda por estas tierras, se apoya en seis fundamentos bíblicos para afirmar que casi todos los cometas son precursores de siniestros, tristes y calamitosos sucesos. Desdeñoso, Kino pretende enmendar la plana de Sigüenza y Góngora, que es hijo de Copérnico y Galileo y otros herejes; y le responde el sabio criollo:

—Podrá usted reconocer, al menos, que hay también matemáticos fuera de Alemania, aunque metidos entre los carrizales y espadañas de la mexicana laguna.

Cosmógrafo mayor de la Academia, Sigüenza y Góngora ha intuido la ley de gravedad y cree que otras estrellas han de tener, como el sol, planetas volando alrededor. Valiéndose del cálculo de los eclipses y los cometas, ha conseguido situar las fechas de la historia indígena de México; por ser la tierra su oficio tanto como el cielo, también ha fijado exactamente la longitud de esta ciudad (283° 23' al oeste de Santa Cruz de Tenerife), ha dibujado el primer mapa completo de esta región y ha contado sus sucesos, en verso y prosa, en obras de títulos extravagantes, al uso del siglo.

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1682 - Accra

Toda Europa vende carne humana

No lejos de los fortines de Inglaterra y Dinamarca, a la distancia de un balazo, se alza la flamante factoría prusiana. Una nueva bandera flamea en estas costas, sobre el techo de tronco del almacén de esclavos y en los mástiles de los navíos que parten repletos. A través de la Compañía de África, los alemanes se han incorporado al negocio más jugoso de la época.

Los portugueses cazan y venden negros por medio de la Compañía de Guinea. La Real Compañía Africana opera en provecho de la corona inglesa. El pabellón francés navega en los barcos de la Compañía del Senegal. Prospera la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. La empresa danesa especializada en el tráfico de esclavos se llama también Compañía de las Indias Occidentales; y la Compañía de la Mar del Sur da de ganar a los suecos.

España no tiene ninguna empresa negrera. Pero hace un siglo, en Sevilla, la Casa de Contratación envió al rey un documentado informe explicando que los esclavos eran las mercancías más lucrativas de cuantas entraban en América; y así sigue siendo. Por el derecho de vender esclavos en las colonias españolas, las empresas extranjeras pagan fortunas a las arcas reales. Con esos fondos se han construido, entre otras cosas, los alcázares de Madrid y de Toledo. La Junta de Negros se reúne en la sala mayor del Consejo de Indias.

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1682 - Remedios

Por orden del Diablo

Tiembla, se retuerce, ruge, se babea. Hace vibrar las piedras de la iglesia. Alrededor humea la bermeja tierra de Cuba.

—¡Satanás, perro! ¡Perro borracho! ¡Habla o te meo! —amenaza el inquisidor José González de la Cruz, párroco de esta villa de Remedios, mientras revuelca y patea a la negra Leonarda ante el altar mayor. Bartolomé del Castillo, notario público, aguarda sin respirar: aprieta un grueso manojo de papeles con una mano, y con la otra tiene en vilo una pluma de ave.

El Diablo retoza, feliz, en el cuerpo saleroso de la negra Leonarda.

El inquisidor voltea a la esclava de un golpe y ella cae de bruces y muerde el polvo y rebota, alzándose, y gira y flamea, sangrante, bella, sobre el ajedrez de las baldosas.

—¡Satanás! ¡Lucifer! ¡Mandinga! ¡Habla de una vez, mierda apestosa!

De la boca de Leonarda salen fuegos y espumarajos. También vocifera estrépitos que nadie entiende, salvo el padre José, que traduce y dicta al escribano:

—¡Dice que es Lucifer! ¡Dice que hay ochocientos mil demonios en Remedios!

Otros ruidos truena la negra.

—¿Qué más? ¿Qué más, perro? —exige el cura, y levanta a Leonarda por las motas.

—¡Habla, mierda!

No le insulta a la madre porque el Diablo no tiene. Antes de que la esclava se desmaye, el cura grita y el notario escribe:

—¡Dice que Remedios se hundirá! ¡Está confesando todo! ¡Lo tengo agarrado por el pescuezo! ¡Dice que nos tragará la tierra!

Y aúlla:

—¡Una boca del infierno! ¡Dice que Remedios es una boca del infierno!

Todos gritan. Todos los vecinos de Remedios patalean y chillan y gritan. Más de una se desmaya.

El cura, bañado en sudor, transparente la piel y tembleques los labios, afloja los dedos que oprimen el cuello de Leonarda. La negra se desploma.

Nadie la abanica.

[161]

Pero se quedan

Ochocientos mil demonios. Así que tiene el aire de Remedios más demonios que mosquitos: mil trescientos cinco diablos atormentan a cada vecino.

Los demonios son cojos, desde aquella caída que todo el mundo sabe. Tienen barba y cuernos de chivo, alas de murciélago, rabo de rata y piel negra. Por ser negros andan gustosos en el cuerpo de Leonarda.

Leonarda llora y se niega a comer.

—Si Dios quiere limpiarte —le dice el padre José—, te blanqueará la piel.

De las almas en pena sale el canto quejumbroso de las chicharras y los grillos. Los cangrejos son pecadores condenados a caminar torcido. En los pantanos y los ríos, moran los duendes robaniños. Cuando llueve, resuena en cuevas y grietas la bronca de los demonios, furiosos porque se les mojan los rayos y las centellas que han encendido para incendiar el cielo. Con voz ronca, gangosa, croa el sapo en la grieta del Boquerón. ¿Pronostica lluvia o maldice? ¿Viene del cocuyo la luz que brilla en la oscuridad? Esos ojos, ¿son de la lechuza? ¿Contra quién silba el majá? Nocturnoso, ciego, zumba el murciélago: si te roza con el ala, vas a parar al infierno, que está allá abajo, abajo de Remedios: allá las llamas queman pero no alumbran y el hielo eterno hace tiritar a quienes aquí en la tierra han pecado de calentones.

—¡Tente atrás!

A la menor alarma, el cura se mete de un salto en la pila de agua bendita.

—Satanás, ¡tente atrás!

Con agua bendita se lavan las lechugas. Se bosteza con la boca cerrada.

—¡Jesús! ¡Jesús! —se persignan los vecinos.

No hay casa que no adornen las ristras de ajos, ni aire que no impregne el humo de la albahaca.

—Que pies traigan y no me alcancen, hierro y no me hieran, nudos y no me aten…

Pero se quedan. Ninguno se va. Nadie abandona la villa de Remedios.

[161]

1682 - Remedios

Por orden de Dios

Las campanas de la iglesia, recortadas contra el cielo, tocan a reunión. Toda Remedios acude.

El escribano ocupa su sitio a la derecha del altar. La multitud se apretuja hasta mucho más allá de las puertas abiertas.

Corre el rumor de que el padre José tomará declaración a Dios. Se espera que Cristo desclave su mano derecha y jure que dirá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

El padre José avanza hacia el tabernáculo del altar mayor y abre el sagrario.

Alza el cáliz y la hostia; y ante la carne y la sangre del Señor, de rodillas, formula su requerimiento. El notario toma nota. Dios alumbrará el paraje donde los habitantes de Remedios han de vivir.

Si el Diablo habló por boca de Leonarda, Leonardo será el intérprete de su invencible enemigo.

El cura cubre con una venda los ojos de Leonardo, un niño que no le llega a la cintura, y Leonardo hunde la mano en el copón de plata donde yacen, revueltos, unos cuantos papelitos con nombres de lugares.

El niño elige uno. El cura lo desdobla y en voz muy alta lee:

—¡Santa María de Guadalupe! ¡Tome nota el escribano!

Y añade, triunfal:

—¡El Señor ha tenido piedad de nosotros! ¡Él, en su infinita misericordia, nos ofrece amparo! ¡Arriba, remedianos! ¡Ha llegado la hora de partir!

Y se va.

Mira hacia atrás. Pocos lo siguen.

El padre José se lleva todo: el cáliz y las hostias, la lámpara y los candeleros de plata, las imágenes y las tallas de madera. Pero apenitas un puñado de beatas y unos pocos asustados lo acompañan hacia la tierra prometida.

A lomo y rastra de esclavos y caballos, cargan sus trastos. Llevan muebles y ropas, arroz y frijoles, sal, aceite, azúcar, carne seca, tabaco y también libros de París, algodones de Ruán y encajes de Malinas entrados de contrabando en Cuba.

Es largo el viaje hasta Santa María de Guadalupe. Allá está el Hato del Cupey. Esas tierras pertenecen al padre José. Hace años que el cura no encuentra quien las compre.

[161]

1688 - La Habana

Por orden del rey

No se habla de otra cosa en toda Cuba. En los mentideros de la capital, se hacen apuestas.

¿Obedecerán los de Remedios?

El padre José, abandonado por sus fieles, quedó solito y tuvo que volverse a Remedios. Pero sigue dando guerra, tozuda guerra santa que ha encontrado eco hasta en el palacio real. Desde Madrid, Carlos II ha ordenado que la población de Remedios se traslade a las tierras del Hato de Cupey, en Santa María de Guadalupe.

El capitán general de la gobernación y el obispo de La Habana anuncian que de una buena vez debe cumplirse la voluntad del rey.

Se acaba la paciencia.

Los de Remedios siguen haciéndose los sordos.

[161]

1691 - Remedios

Pero de aquí no se mueven

Al amanecer, llega desde La Habana el capitán Pérez de Morales, con cuarenta hombres bien armados.

Se detienen en la iglesia. Uno por uno, comulgan los soldados. El padre José bendice los mosquetes y las hachas.

Preparan las antorchas.

Al mediodía, la villa de Remedios es una gran hoguera. Desde lejos, camino de sus tierras en el Hato del Cupey, el padre José mira la azulosa humareda alzándose de los escombros en llamas.

A la caída de la noche, cerquita de las ruinas, emergen de la fronda los escondidos.

Sentados en rueda, los ojos fijos en la humazón que no cesa, maldicen y recuerdan. Muchas veces los piratas habían saqueado esta villa. Hace años se llevaron hasta la custodia del Santísimo Sacramento y del disgusto se murió, dicen, un obispo —y menos mal que llevaba el escapulario en el pecho. Pero nunca ningún pirata había incendiado Remedios.

A la luz de la luna, debajo de una ceiba, los escondidos celebran cabildo. Ellos, que pertenecen a este rojo barrial abierto entre los verdores, resuelven que Remedios será reconstruida.

Las mujeres estrujan a sus cachorros contra el pecho y miran con ojos de fiera dispuesta a saltar.

El aire huele a quemado. No huele a azufre ni a mierda de diablo.

Se escuchan las voces de los que discuten y el llanto de un recién nacido, que pide leche y nombre.

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1691 - Ciudad de México

Juana a los cuarenta

Un chorro de luz blanca, luz de cal, acribilla a sor Juana Inés de la Cruz, arrodillada en el centro del escenario. Ella está de espaldas y mira hacia lo alto. Allá arriba un enorme Cristo sangra, abiertos los brazos, sobre la empinada tarima, forrada de terciopelo negro y erizada de cruces, espadas y estandartes. Desde la tarima, dos fiscales acusan.

Todo el mundo es negro, y negras son las capuchas que enmascaran a los fiscales. Sin embargo, uno lleva hábito de monja y bajo la capucha asoman los rojizos rulos de la peluca: es el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en el papel de sor Filotea. El otro, Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor Juana, se representa a sí mismo. Su nariz aguileña, que abulta la capucha, se mueve como si quisiera soltarse del dueño.

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