Read Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 Online
Authors: Eduardo Galeano
Tags: #Historico,Relato
—Que la guarde por un año —dijo el pirata—. Volveré a buscarla.
Ahora entra en la ciudad de Panamá, avanzando entre las llamas, con la bandera inglesa flameando en una mano y el sable en la otra. Lo siguen dos mil hombres y varios cañones. En plena noche, el incendio es una luz de mediodía, otro verano que agobia al eterno verano de estas costas: el fuego devora casas y conventos, iglesias y hospitales, y llamea la boca del corsario que clama:
—¡Vine en busca de dinero, no de plegarias!
Después de mucho quemar y matar, se aleja seguido por una infinita caravana de burritos cargados de oro, plata y piedras preciosas.
Morgan manda pedir perdón al gobernador, por la demora.
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La carga del hombre blanco
El duque de York, hermano del rey de Inglaterra, fundó hace nueve años la Compañía de los Reales Aventureros. Los cultivadores ingleses de las Antillas compraban sus esclavos a los negreros holandeses; y la Corona no podía permitir que adquirieran artículos tan valiosos a los extranjeros. La nueva empresa, nacida para el comercio con África, tenía prestigiosos accionistas: el rey Carlos II, tres duques, ocho condes, siete lores, una condesa y veintisiete caballeros. Como homenaje al duque de York, los capitanes marcaban al rojo vivo las letras DY en el pecho de los tres mil esclavos que cada año conducían a Barbados y Jamaica.
Ahora, la empresa ha pasado a llamarse Real Compañía Africana. El rey inglés, que tiene la mayoría de las acciones, estimula en sus colonias la compra de los esclavos, seis veces más caros que lo que cuestan en África.
Los tiburones hacen el viaje hasta las islas, detrás de los buques, esperando los cadáveres que caen desde la borda. Muchos mueren porque no alcanza el agua y los más fuertes beben la poca que hay, o por culpa de la disentería o la viruela, y muchos mueren de melancolía: se niegan a comer y no hay modo de abrirles los dientes.
Yacen en hileras, aplastados unos contra otros, con el techo encima de la nariz. Llevan esposadas las muñecas, y los grilletes les dejan en carne viva los tobillos. Cuando el mar agitado o la lluvia obligan a cerrar las troneras, el muy poco aire es una fiebre, pero con las troneras abiertas también huele la bodega a odio, a odio fermentado, peor que el peor tufo de los mataderos, y está el piso siempre resbaloso de sangre, flujos y mierda.
Los marineros, que duermen en cubierta, escuchan los gemidos incesantes que suenan desde abajo durante toda la noche; y al amanecer los gritos de los que han soñado que estaban en su país.
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Canción del pájaro del amor, del pueblo mandinga
Pero déjame, ¡oh, Dyamberé!
Tú que llevas la banda de franjas largas,
déjame cantar a los pájaros,
los pájaros que escuchan a la princesa que parte
y reciben sus últimas confidencias.
Y ustedes, doncellas, canten, canten
dulcemente
«lab, lab» —el bello pájaro.
Y tú, Dueño-del-fusil-formidable,
déjame contemplar al pájaro del amor,
el pájaro que mi amigo y yo amamos.
Déjame, dueño-de-la-túnica-espléndida,
amo de las vestiduras más brillantes
que la claridad del día.
¡Déjame amar al pájaro del amor!
Morgan
Era casi un niño cuando lo vendieron, en Bristol, a un traficante. El capitán que lo trajo a las Antillas lo cambió por unas monedas en Barbados.
En estas islas aprendió a romper de un hachazo la rama que te golpea la cara; y supo que no hay fortuna que no tenga el crimen por padre y por madre la infamia. Pasó años desvalijando galeones y haciendo viudas. Cortaba de un tajo los dedos que llevaban anillos de oro. Se convirtió en el caudillo de los piratas. Corsarios, corrige. Almirante de corsarios. De su cuello de sapo cuelga siempre la patente de corso, que legaliza la faena y evita la horca.
Hace tres años, después del saqueo de Panamá, lo llevaron preso a Londres. El rey le quitó las cadenas, lo armó caballero de la corte y lo designó lugarteniente general de Jamaica.
El filósofo John Locke ha redactado las instrucciones para el buen gobierno de esta isla, que es el cuartel general de los filibusteros ingleses. Morgan cuidará de que nunca falten biblias ni perros para cazar negros fugados, y ahorcará a sus hermanos piratas cada vez que su rey decida quedar bien con España.
Recién desembarcado en Port Royal, Henry Morgan se quita el plumoso sombrero, bebe un trago de ron y a modo de brindis vacía el cuenco sobre su peluca de muchos rulos. Los filibusteros gritan y cantan, alzando sables.
Tiene herraduras de oro el caballo que conduce a Morgan al palacio de gobierno.
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Claudia, la hechicera
Con la mano movía las nubes y desataba o alejaba tormentas. En un abrir y cerrar de ojos traía gente desde tierras lejanísimas y también desde la muerte. A un corregidor de las minas de Porco le hizo ver a Madrid, su patria, en un espejo; y a don Pedro de Ayamonte, que era de Utrera, le sirvió a la mesa tortas recién hechas en un horno de allá. Hacía brotar jardines en los desiertos y convertía en vírgenes a las amantes más sabidas. Salvaba a los perseguidos que buscaban refugio en su casa, transformándolos en perros o gatos. Al mal tiempo, buena cara, decía, y a las hambres, guitarrazos: tañía la vihuela y agitaba la pandereta y así resucitaba a los tristes y a los muertos. Podía dar a los mudos la palabra y quitarla a los charlatanes. Hacía el amor a la intemperie, con un demonio muy negro, en pleno campo. A partir de medianoche, volaba.
Había nacido en Tucumán, y murió, esta mañana, en Potosí. En agonía llamó a un padre jesuita y le dijo que sacara de una gavetilla ciertos bultos de cera y les quitara los alfileres que tenían clavados, que así sanarían cinco curas que ella había enfermado.
El sacerdote le ofreció confesión y misericordia divina, pero ella se rió y riendo murió.
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Los corceles del Olimpo
James Bullocke, un sastre de Yorktown, ha desafiado a una carrera de caballos a Mathew Slader. El tribunal del condado le aplica una multa, por presumido, y le advierte que es contrario a la ley que un trabajador participe en una carrera, siendo un deporte de caballeros. Bullocke deberá pagar doscientas libras de tabaco en toneles.
Pueblo de a pie, nobleza de a caballo: el halo de la aristocracia es la nube de polvo que los cascos levantan en el camino. Las patas de los caballos hacen y deshacen fortunas. Para correr carreras los sábados de tarde, o para hablar de caballos en las noches, salen de la soledad del latifundio los caballeros del tabaco, ropas de seda, primeras pelucas ruludas; y en torno a jarras de sidra o brandy discuten y apuestan mientras ruedan los dados sobre la mesa. Apuestan dinero o tabaco o esclavos negros o sirvientes blancos de esos que pagan con años de trabajo la deuda del viaje desde Inglaterra; pero sólo en grandes noches de gloria o ruina apuestan caballos. Un buen caballo da la medida del valor de su dueño, fumócrata de Virginia que de a caballo vive y manda y de a caballo entrará en la muerte, vuelo de viento hacia las puertas del cielo.
En Virginia no queda tiempo para otra cosa. Hace tres años, el gobernador William Berkeley pudo decir, orgulloso: Agradezco a Dios que no haya escuelas gratuitas ni imprenta, y espero que no las tengamos en cien años; porque la instrucción ha traído al mundo la desobediencia, la herejía y las sectas, y la imprenta las ha divulgado.
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El hacha de la guerra
Cuando caen las primeras nieves, se alzan los indios wampanoag. Están hartos de que la frontera de Nueva Inglaterra corra hacia el sur y hacia el oeste, frontera de pies ágiles, y al fin del invierno ya los indios han arrasado el valle de Connecticut y pelean a menos de veinte millas de Boston.
El caballo lleva a rastras, preso del estribo, un jinete muerto de un flechazo. Los despojados, guerreros veloces, golpean y desaparecen; y así van empujando a los invasores hacia la costa donde desembarcaron hace años.
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Metacom
La mitad de la población india ha muerto en la guerra. Doce villas inglesas yacen en cenizas.
Al fin del verano, los ingleses traen a Plymouth la cabeza de Metacom, el jefe de los wampanoag: Metacom, o sea, Satanás, el que quiso arrebatar a los colonos puritanos las tierras que Dios les había otorgado.
Discute la Corte Suprema de Plymouth: ¿Qué hacemos con el hijo de Metacom? ¿Lo ahorcamos o lo vendemos como esclavo? Tomando en cuenta el Deuteronomio (24.16), el Libro Primero de los Reyes (11,17), el Libro Segundo de las Crónicas (25.4) y los Salmos (137.8,9), los jueces resuelven vender al hijo de Metacom, que tiene nueve años, en los mercados de esclavos de las Antillas.
Dando otra prueba de generosidad, los vencedores ofrecen a los indios un pedacito de todo lo que antes tenían: en lo sucesivo, las comunidades indias de la región, hayan peleado o no hayan peleado junto a Metacom, serán encerradas en cuatro reservas en la bahía de Massachusetts.
[153][204]
Mueren acá, renacen allá
No lo sabe el cuerpo, que poco sabe, ni lo sabe el alma que respira, pero lo sabe el alma que sueña, que es la que más sabe: el negro que se mata en América resucita en África. Muchos esclavos de esta isla de Saint Kitts se dejan morir negándose a comer o comiendo no más que tierra, ceniza y cal; y otros se atan una cuerda al pescuezo. En los bosques, entre las lianas que penden de los grandes árboles llorones, cuelgan esclavos que no solamente matan, al matarse, su memoria de dolores: al matarse también inician, en blanca canoa, el viaje de regreso a las tierras de origen.
Un tal Bouriau, dueño de plantaciones, anda en la fronda, machete en mano, decapitando ahorcados:
—¡Cuélguense, si quieren! —advierte a los vivos—. ¡Allá en sus países no tendrán cabeza y no podrán ver, ni oír, ni hablar, ni comer!
Y otro propietario, el mayor Crips, el más duro castigador de hombres, entra al bosque con una carreta cargada de pailas de azúcar y piezas de molinos. Busca y encuentra a sus esclavos fugados, que se han reunido y están atando nudos y eligiendo ramas, y les dice:
—Continúen, continúen. Yo me ahorcaré con ustedes. Voy a acompañarlos. He comprado en el África un gran ingenio de azúcar, y allá ustedes trabajarán para mí.
El mayor Crips elige el árbol mayor, una ceiba inmensa; enlaza la cuerda alrededor de su propio cuello y enhebra el nudo corredizo. Los negros lo miran, aturdidos, pero su cara es una pura sombra bajo el sombrero de paja, sombra que dice:
—¡Vamos, todos! ¡De prisa! ¡Necesito brazos en Guinea!
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El capitán promete tierras, esclavos y honores
En la madrugada, sale el ejército desde Porto Calvo. Los soldados, voluntarios y enganchados, marchan contra los negros libres de Palmares, que andan incendiando cañaverales en todo el sur de Pernambuco. Fernáo Carrilho, capitán mayor de la guerra de Palmares, arenga a la tropa después de la misa:
—Por grande que sea la multitud de los enemigos, es una multitud de esclavos. La naturaleza los ha creado más para obedecer que para resistir. Si los destruimos, tendremos tierras para nuestras plantaciones, negros para nuestro servicio y honor para nuestros nombres. Los negros pelean como fugitivos. ¡Nosotros los perseguiremos como señores!
[69]
Ganga Zumba
Misa de acción de gracias en la iglesia matriz: el gobernador de Pernambuco, Aires de Sousa de Castro, recoge los faldones de su casaca recamada y se hinca ante el trono del Santísimo. A su lado, cubierto por una amplia capa de seda roja, se hinca también Ganga Zumba, jefe supremo de la federación de los Palmares.
Vuelo de campanas, alborozo de artillería y tambores: el gobernador otorga a Ganga Zumba el título de maese de campo, y en prueba de amistad adopta a dos de sus hijos más pequeños, que se llamarán Sousa de Castro. Al cabo de las conversaciones de paz celebradas en Recife entre los delegados del rey de Portugal y los representantes de Palmares, se celebra el acuerdo: los santuarios de Palmares serán desalojados. Se declara libres a todos los individuos allí nacidos, y quienes llevan la marca del hierro candente volverán a manos de sus propietarios.
—Pero yo no me rindo—dice Zumbí, sobrino de Ganga Zumba.
Zumbí se queda en Macacos, capital de Palmares, sordo a los sucesivos bandos que le ofrecen perdón.
De los treinta mil palmarinos, sólo cinco mil acompañan a Ganga Zumba. Para los demás, es un traidor que merece muerte y olvido.
—No creo en la palabra de mis enemigos —dice Zumbí—. Mis enemigos no se creen ni entre ellos.
[43][69]
Sortilegio yoruba contra el enemigo
Cuando intentan atrapar a un camaleón
bajo una estera,
el camaleón toma el color de la estera
y se confunde con ella.
Cuando intentan atrapar a un cocodrilo
en el lecho del río,
el cocodrilo toma el color del agua
y se confunde con la corriente.
Cuando intente atraparme el Hechicero,
¡qué pueda yo cobrar la agilidad del viento
y escapar de un soplo!
[134]
La cruz roja y la cruz blanca
Los nudos de una cuerda de maguey anuncian la revolución y señalan los días que faltan. Los más ágiles mensajeros llevan la cuerda de pueblo en pueblo, por todo Nuevo México, hasta que llega el domingo de la ira.
Se alzan los indios de veinticuatro comunidades. Son las que quedan, de las sesenta y seis que había en estas tierras del norte cuando los conquistadores llegaron. Los españoles consiguen aplastar a los rebeldes en un pueblo o dos:
—Ríndete.
—Prefiero la muerte.
—Irás al infierno.
—Prefiero el infierno.
Pero los vengadores del dolor avanzan arrasando iglesias y fortines y al cabo de unos días se hacen dueños de toda la región. Para borrar los óleos del bautismo y quitarse los nombres cristianos, los indios se sumergen en los ríos y se frotan con amolé. Disfrazados de frailes, beben celebrando la recuperación de sus tierras y de sus dioses. Anuncian que nunca más trabajarán para otros y que por todas partes brotarán las calabazas y quedará nevado el mundo de tanto algodón.