Tenía que someterme a su espíritu. Si la perjudicaba en algo, notaría en mí su censura.
Stoner se reunió conmigo en el aeropuerto. De allí, fuimos directamente al instituto Arroyo.
Era mi segunda visita, tiempo después de que un equipo de filmación me tomase unos planos allí. La entrevista había salido muy bien. No había visto las imágenes. No fui capaz de señalar el punto exacto ni colocar allí a mi madre.
Stoner aparcó cerca del lugar. Hacía calor y humedad. Conectó el aire acondicionado y cerró las ventanillas.
Dijo que debíamos hablar de mi madre, con franqueza y sin reservas. Le aseguré que me sentía capaz de hacerlo. Entonces, anunció que pretendía reconstruir el crimen según su idea de lo sucedido.
Mencioné mi nueva teoría. Stoner se mostró en desacuerdo.
Según él, el Hombre Moreno iba tras un coño, pero Jean tenía la regla y no había querido dárselo. No pasaban de los besos y magreos y el Hombre Moreno buscaba más. Jean pretendía enfriarlo un poco y le propuso regresar al Stan's Drive-In. Allí los atendió nuevamente Lavonne Chambers. Jean había bebido y estaba algo achispada. El Hombre Moreno estaba caliente y harto de ella. Y conocía esa calle solitaria junto al instituto…
Terminaron la consumición y el Hombre Moreno sugirió ir a dar otra vuelta en el coche. Jean asintió. El Hombre Moreno la llevó directamente al lugar donde ahora estábamos y le exigió pasar a mayores.
Jean se negó. Discutieron hasta que el Hombre Moreno golpeó a Jean en la cabeza cinco o seis veces, utilizando los puños o alguna pequeña herramienta de metal que tenía en el coche.
Jean perdió el conocimiento. El Hombre Moreno la violó. La lubricación explicaba la ausencia de abrasiones vaginales. Un rato antes estaban sobándose y besándose. Jean se había excitado y aún estaba mojada. El Hombre Moreno la había penetrado suavemente. La violación en sí había sido torpe y frenética. El forense había encontrado un tampón en el fondo del conducto vaginal. El pene del Hombre Moreno lo había encajado allí dentro.
Jean seguía sin volver en sí. El Hombre Moreno, aturdido, se dejó llevar por el pánico. Estaba en su coche con una mujer inconsciente que podía identificarlo y acusarlo de violación. Decidió matarla.
En el coche tenía una cuerda de persiana. La enrolló en torno al cuello de Jean y tiró de los extremos. La cuerda se rompió. Entonces, le quitó la media izquierda y la utilizó para estrangularla. Arrastró el cuerpo fuera del coche y lo dejó sobre la hiedra. Después, abandonó la zona a toda prisa.
Cerré los ojos y repasé nuevamente la reconstrucción de los hechos. Incluso fijé la atención en primeros planos sumamente elocuentes.
Empecé a temblar. Stoner apagó el aire acondicionado.
Vivía en un apartamento amueblado. Las sillas y el sofá estaban impregnados de un repelente de manchas sintético. La agencia de alquileres suministraba la ropa de cama y los utensilios de cocina. El anterior inquilino me dejó un insecticida en aerosol y un frasco de colonia Old Spice. Los de la agencia instalaron un teléfono. Conecté un contestador automático. Se trataba de un lugar de clase baja para mi nivel de entonces. El salón y el dormitorio eran pequeños, las paredes blancas y lisas. Alquilé el apartamento por meses, sin límite. Podía marcharme sin previo aviso.
Me trasladé. De inmediato comencé a echar de menos a Helen.
El lugar parecía una buena cámara de obsesiones. Apenas si tenía ventanas. Para que semejase aún más una cueva, podía correr las cortinas. Podía desconectar las luces y perseguir a la pelirroja en la oscuridad. Podía comprar un reproductor de discos compactos, escuchar a Rachmaninoff y a Prokofiev y desencadenar ese punto en que los vuelos líricos se vuelven discordantes.
La casa de Bill quedaba a veinte minutos. Bill llevaba un brazalete de reservista y permiso de armas. Trabajaba como colaborador externo para la oficina del ayudante del fiscal. Estaban preparando las pruebas contra Bob Beckett. Bill tenía carta blanca en la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Tenía acceso a todos los archivos y equipos de comunicaciones. Nuestra investigación fue aprobada: Bill compartiría la información con el Departamento de Casos No Resueltos y contaría en todo momento con el expediente de Jean Ellroy. Me dijo que tendríamos que estudiar cada pedazo de papel que contuviera.
Compré un gran tablero de corcho y lo clavé a la pared del salón. Pedí prestadas algunas fotos del expediente e hice un collage.
Clavé con chinchetas dos instantáneas de mi madre en agosto del 57. También clavé el retrato robot del Hombre Moreno. Escribí un interrogante en un papel adhesivo y lo pegué sobre las imágenes. Seleccioné un cinco por ciento de fotos de identificación y las coloqué debajo de los tres retratos. Mi escritorio estaba de cara al tablero. Cuando levantaba la vista observaba a mi madre entrar en su caída en barrena. Y alcanzaba a vislumbrar el resultado final. Podía devastar mi recuerdo de ella cuando era más joven y tierna.
Bill me llamó. Dijo que debía reunirme con él en la Academia de Policía de la Oficina del sheriff. Quería enseñarme cierta prueba.
Fui en el coche y salió a recibirme al aparcamiento. Me anunció que tenía noticias frescas.
El sargento Jack Lawton había muerto en 1990. Ward Hallinen seguía vivo y residía en el condado de San Diego. Tenía ochenta y tres años. Bill había hablado con él. No recordaba en absoluto el caso Ellroy. Bill le explicó nuestra situación. Hallinen se mostró interesado y le dijo que le llevara el expediente. Quizás encontrase algo en él que le refrescara la memoria.
Nos dirigimos hacia el almacén de pruebas materiales. Junto a él había una pequeña oficina y, en ella, tres hombres enfrascados en una conversación tópica. Un tipo blanco decía que lo había hecho O.J. Dos negros discrepaban de él. Bill enseñó la placa y firmó un formulario de petición de pruebas.
Uno de los hombres de la oficina nos llevó al almacén. En éste, de las dimensiones de dos campos de fútbol colocados uno junto al otro, hacía un calor terrible. El interior estaba lleno de estanterías de acero que llegaban hasta el techo, a diez metros de altura. Conté veinte o treinta hileras, rebosantes de paquetes envueltos en plástico.
Bill salió del almacén. Yo permanecí delante de un escritorio, cerca de la puerta. El encargado me trajo un paquete. Llevaba la marca identificativa Z-483-362.
El envoltorio era transparente. Vi cuatro pequeñas bolsas de plástico en el interior. Abrí el paquete y coloqué las bolsas sobre el escritorio.
La más pequeña contenía unas muestras minúsculas de polvo y fibras. Una etiqueta señalaba su procedencia: «Oldsmobile de 1955 / NPR-558 / 26/6/58.» La segunda encerraba tres pequeños sobres sellados. Llevaban anotado el nombre de mi madre y el número del expediente. El contenido de cada uno aparecía rotulado más abajo:
«Uñas de la víctima (muestra).»
«Cabellos de la víctima (muestra).»
«Vello pubiano de la víctima (muestra).»
No los abrí. Sí lo hice con la tercera bolsa grande, para ver el vestido y el sujetador que llevaba mi madre el día de su muerte.
El vestido era celeste y azul marino. El sujetador, blanco, con encajes en las copas. Lo tomé entre mis manos y me lo llevé a la cara.
No percibí ningún olor a ella. No logré sentir su cuerpo dentro de aquella prenda. Y lo deseaba. Deseaba reconocer su perfume y tocar su contorno.
Me pasé el vestido por el rostro. El calor me hacía sudar. Mojé ligeramente la tela.
Dejé el vestido y el sujetador. Abrí la cuarta bolsa. Vi la cuerda y la media de nailon.
Estaban enroscadas juntas. Vi el punto en que la cuerda había rodeado y apretado el cuello de mi madre. Los dos lazos estaban intactos. Formaban círculos perfectos de apenas ocho centímetros de diámetro. A mi madre le habían apretado el cuello hasta reducirlo a esas dimensiones, exactamente. Con esa fuerza la habían asfixiado.
Cogí las ligaduras. Las observé y las hice girar con los dedos. Me llevé la media a la cara e intenté percibir el olor de mi madre.
Esa noche subí al coche y fui a El Monte. El calor y la humedad eran insoportables.
El valle de San Gabriel siempre había sido muy caluroso. Mi madre murió durante una oleada de calor de principios de verano. La sensación de bochorno era ahora la misma de entonces.
Seguí un viejo instinto que me condujo a la casa. Mantuve las ventanillas bajadas y dejé que el aire caliente entrara en el coche. Pasé por delante de la comisaría de El Monte. Seguía allí, en el mismo lugar que en 1958. Pero el edificio tenía un aspecto distinto. Quizá le hubieran hecho un lavado de cara. El coche me parecía una condenada máquina del tiempo.
Doblé hacia el norte por Peck Road. Recordé un largo regreso a casa a la salida del cine. Había visto entera
Los diez mandamientos
y, al llegar, había encontrado a mi madre borracha perdida.
En Peck con Bryant torcí hacia el oeste. En la esquina sudoeste vi una tienda 7-Eleven. Los clientes eran hispanos. El hombre del mostrador, asiático. El Monte había dejado de ser blanco hacía tiempo. Tomé por Maple y aparqué enfrente de mi antigua casa, al otro lado de la calle.
Era mi tercera visita en treinta y seis años. Las dos anteriores me acompañaban periodistas y reporteros. En ambas ocasiones me mostré locuaz y desenvuelto. Señalé los anacronismos y me extendí sobre lo que habían hecho a la propiedad los inquilinos posteriores. Ésta era mi primera visita nocturna. La oscuridad disimulaba los cambios y me devolvió la imagen de la casa tal como estaba entonces. Recordé la noche en que había contemplado una tormenta desde la ventana del dormitorio de mi madre. Me había tendido en su cama y había apagado las luces para distinguir mejor los colores. Mi madre había salido a alguna parte. En una ocasión me había sorprendido en su dormitorio y me había regañado. Cada vez que ella salía de noche yo me colaba en la estancia e inspeccionaba el cajón de la lencería.
Tomé otra vez por Peck Road y bajé hasta Medina Court. El lugar estaba exponencialmente más ruinoso que en el 58. En apenas tres manzanas vi cuatro trapicheos de droga en las aceras. Unas cuantas semanas antes de su muerte mi madre me había llevado hasta Medina Court.
Yo era un chiquillo holgazán y ella quiso enseñarme el futuro que me esperaba como «espalda mojada» anglosajón.
Ahora, El Monte era un agujero infecto. Ya lo era en 1958, pero se trataba de un agujero infecto apacible, armonioso con su tiempo. La droga era clandestina y las armas, escasas. Por entonces El Monte tenía apenas el diez por ciento de su población actual y la tasa de criminalidad era una trigésima parte de la presente.
Jean Ellroy había sido una víctima anómala en El Monte. Aquel lugar atraía su lado salvaje, el que gustaba de las tabernas sórdidas. Creía haber encontrado un buen lugar para esconderse, un lugar que cumplía con sus exigencias de seguridad y le proporcionaba terreno para divertirse los fines de semana. Después de tantos años sin duda sabría reconocer el peligro y se mantendría alejada. En 1958, había llevado a El Monte su propio peligro.
Ella escogió el lugar y lo convirtió en su mundo aparte. Había poco más de veinte kilómetros entre mi Los Ángeles de ficción y la ciudad real.
El Monte me asustó. Era el puente entre mis dos mundos separados, una zona de pérdida y de absoluto terror aleatorio.
Seguí hasta el 11.721 de Valley. El Desert Inn se había convertido en el restaurante Valenzuela's. Era un edificio de adobe blanqueado y techo de tejas.
Me detuve en el aparcamiento trasero. Aquella noche mi madre había estacionado su Buick en el mismo lugar.
Entré en el restaurante. La distribución me sorprendió.
El local era estrecho y tenía forma de ele. Frente a la puerta había un mostrador de servicio. Tenía el mismo aspecto, exactamente, que la imagen que había conservado en mi mente durante treinta y seis años.
Los reservados. El techo bajo. El ángulo de la ele a mi derecha. Todo encajaba con mi antigua impresión mental.
Acaso ella me había llevado allí alguna vez, o quizás hubiese visto alguna foto. O tal vez acababa de entrar en una extraña matriz psíquica.
Me quedé en la puerta y miré alrededor. Todas las camareras y todos los clientes eran hispanos. Media docena de miradas se volvieron hacia mí, preguntándose quién mierda era yo.
Regresé al coche y seguí por Valley arriba hasta Garvey. Pasé por delante del aparcamiento de la esquina nordeste.
En aquel tiempo se alzaba allí el Stan's Drive-In. Ahora sólo vi una cafetería abandonada. Stan's quedaba a seis manzanas del Desert Inn. El Desert Inn quedaba a dos kilómetros del 756 de Maple. Y el 756 de Maple quedaba a dos kilómetros del instituto Arroyo.
Todo quedaba muy cerca y resultaba muy vecinal.
Fui hasta el instituto Arroyo. Había oscurecido y la bruma me impedía ver las montañas, a tres kilómetros de donde me encontraba.
Aparqué en King's Row. Puse las luces largas y enfoqué la escena del crimen.
Adopté la perspectiva del Hombre Moreno. Sustituí mis ansias de «más» por su deseo de follarse a mi madre. Convertí mi rabia por remontar mi pasado en la suya por destruir la resistencia de aquella mujer. Percibí su determinación y la sangre de sus ojos. Me quedé corto en cuanto a su voluntad de infligir dolor en búsqueda del placer.
Recordé un triste incidente. Sucedió en el 71 o en el 72.
Eran las dos o las tres de la madrugada y yo estaba en Robert Burns Park, volviendo en mí de un viaje de inhaladores. Creí oír un grito de mujer.
No estaba seguro del todo. Estaba colgado de las anfetaminas y por aquella época solía oír voces.
El grito me asustó. Advertí que procedía de los apartamentos del lado oeste del parque. Quise huir y esconderme. Quise salvar a la mujer. Dudé y corrí hacia el sonido.
Escalé la valla del parque. Hice mucho ruido.
Me asomé a la ventana de un dormitorio; estaba iluminada y vi a una mujer que se ponía una bata. Se volvió en dirección a mí, apagó la luz y soltó un grito. Pero no sonó como el que acababa de oír desde el parque. Salté de nuevo la valla y escapé por Beverly Boulevard abajo. Las voces me siguieron. Me decían que buscara a la mujer y le asegurara que no pretendía hacerle daño. Llegué a la conclusión de que el primer grito no había sido tal. Era una mujer haciendo el amor.