Read Muere la esperanza Online

Authors: Jude Watson

Muere la esperanza (11 page)

BOOK: Muere la esperanza
13.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Frente a él, Obi-Wan se detuvo en el control de la rampa. Lo escudriñó.

—Hay un electroscopio —dijo, retirándose cuando Qui-Gon se acercó—. No creo que podamos activar la rampa. Nos verán.

Qui-Gon se agachó y se asomó al electroscopio. Se veía la orilla y la entrada de la cueva. El humo seguía saliendo de la caverna. Los Absolutos se estaban reuniendo en la orilla. Alguien estaba organizando la retirada con los vehículos que quedaban en funcionamiento. Si activaban la rampa, aterrizarían justo en medio de los Absolutos. Obi-Wan tenía razón. Qui-Gon se dio cuenta de que, aunque los Jedi no fueran reconocidos, Eritha y Tahl sí que lo serían. Eritha había perdido su tecnochaqueta. Y Tahl no estaba en condiciones de caminar.

—Tenemos que nadar —decidió Qui-Gon—. Si nos alejamos lo suficiente, podremos pasar de largo aquellas rocas y llegar al desfiladero donde están nuestros vehículos —se detuvo un momento—. ¿Puedes? —preguntó a Obi-Wan—. Tu pierna...

—Puedo —dijo Obi-Wan con firmeza—. Le daré mi respirador a Eritha.

Qui-Gon dejó a Tahl con cuidado en el suelo. No podía sostenerse en pie, así que la tumbó. Se quitó el respirador del cinturón de utilidades.

—¿Tahl?

Ella giró la cabeza. A Qui-Gon se le partió el corazón al ver aquella respuesta tan débil.

—Tenemos que nadar. ¿Puedes ponerte el respirador?

Hubo un temblor en la comisura de sus labios. Casi una sonrisa.

—Desde que tengo tres años.

Él sonrió y le puso con cuidado el tubo.

—Cuando lleguemos a la orilla, tendremos que caminar un poco. Yo te llevaré. Nuestros vehículos no están muy lejos.

Ella asintió débilmente. Él sabía que estaba ahorrando energías.

Qui-Gon pulsó la palanca de la salida de emergencia. Eritha se había puesto el respirador de Obi-Wan. Qui-Gon sabía que tendrían que nadar demasiado para Obi-Wan. Su joven padawan era un nadador impresionante, pero la lesión de la pierna le preocupaba.

Salieron por la puerta, que daba a una pequeña cámara. Había un panel en el techo. Lentamente, la cámara comenzó a llenarse de agua helada, y Qui-Gon notó el temblor involuntario de Tahl. Flotaron hasta el techo. Qui-Gon hizo una señal a Obi-Wan, y los dos Jedi cogieron todo el aire que pudieron. El panel se abrió, y salieron nadando.

Qui-Gon no sentía el frío del agua. No se sentía fatigado.

Tahl flotaba entre sus brazos, y él sintió que su esperanza crecía. Nadó junto a su padawan. Ambos vigilaban constantemente a Eritha, y Obi-Wan se paraba adrede para esperarla cuando se retrasaba.

Le empezaron a doler los pulmones. El humo los había debilitado. Qui-Gon miró hacia delante, pero no vio la orilla. No habría ascenso gradual, ya que la cueva se había excavado para ser una explotación minera. Su velocidad se veía mermada por el hecho de que sólo podía utilizar un brazo, pero sus patadas eran potentes y le impulsaban hacia delante.

Finalmente, los pies de Obi-Wan tocaron el suelo. Se puso en pie y les hizo una señal al resto. Qui-Gon también se puso en pie, tomando grandes bocanadas de aire. Obi-Wan estaba haciendo lo mismo.

Mientras recuperaban el aliento, se dirigieron hacia la orilla. Los Absolutos estaban haciendo cola para entrar en los transportes. Nadie los vio mientras recorrían la poca distancia que les separaba de las rocas. Desde allí era fácil colarse por los estrechos pasillos, entre los elevados desfiladeros. El abrupto suelo dificultaba el caminar. A Qui-Gon comenzaron a dolerle los brazos por el esfuerzo de llevar a Tahl. Obi-Wan cojeaba ligeramente, pero seguía siendo capaz de moverse rápido.

—Ya llegamos —dijo Qui-Gon a Tahl. No sabía si ella estaba consciente.

Encontraron los vehículos donde los habían dejado. Qui-Gon se sintió tremendamente aliviado. Su último temor era que los Absolutos los hubieran encontrado.

—Coge mi deslizador, Qui-Gon —le dijo Eritha—. Es más rápido que el tuyo.

—Gracias —Qui-Gon colocó con cuidado a Tahl en el asiento del copiloto.

Se metió en el asiento del piloto y miró a su alrededor. Como siempre, ella podía sentir la mirada de Qui-Gon. Y, como siempre, percibió lo que él sentía.

—Deja de preocuparte tanto —dijo ella lentamente.

—Lo intentaré.

—Estoy recuperando fuerzas a cada minuto gracias a las tuyas.

Él la cogió de la mano y convocó a la Fuerza que flotaba a su alrededor. Y sintió que ella hacía lo mismo, aunque su conexión con la Fuerza era más débil. Pero no pasaba nada. Él le daría la fuerza extraordinaria que necesitaba. Sintió que su poder se combinaba.

Eritha se acercó al deslizador.

—Id directamente a la residencia del Gobernador Supremo —dijo ella—. Yo llamaré para que os estén esperando con atención médica.

Qui-Gon asintió para darle las gracias. Activó los motores.

—Os veré en Nuevo Ápsolon —dijo a Obi-Wan. Se metió la mano en la túnica y dio a su padawan el sable láser de Tahl—. Hasta que el tuyo se recargue.

—Lo protegeré con mi vida —Obi-Wan tragó saliva. La preocupación en sus ojos era por Tahl. Le tocó suavemente el hombro—. Que tengas buen viaje.

Tahl respondió débilmente.

—Gracias por encontrarme, Obi-Wan.

—Que la Fuerza os acompañe —dijo Obi-Wan.

—Ya lo hace —dijo Qui-Gon con confianza, y salió a toda prisa.

Capítulo 18

Todavía les quedaba un largo viaje por delante hasta Nuevo Ápsolon. Qui-Gon no pensaba detenerse. Conduciría lo que quedaba del día y toda la noche. Con la potencia extra del deslizador de Eritha, probablemente llegaría a Nuevo Ápsolon al amanecer.

Tahl se sumió en un profundo sueño. Eso le sentaría muy bien. Qui-Gon cogió una manta térmica y la cubrió con ella. La temperatura cayó, y los soles fueron cayendo por el cielo, derritiéndose por el horizonte en tonos rojos y dorados. Las rocas a su alrededor se tiñeron de rosa. Por primera vez en mucho tiempo, Qui-Gon se fijó en la belleza de las cosas. Y era porque Tahl estaba junto a él, y él quería que ella fuera parte de ello. No la despertó, pero le dijo en silencio: "No me dejes. Nos queda muchísimo por compartir".

Las lunas se elevaron, tres esferas crecientes, delicadas y luminosas. Las estrellas parecían mucho más brillantes junto a la débil luz de las lunas. Qui-Gon activó la cúpula protectora del deslizador y puso la unidad de calefacción. Cuando comprobaba el pulso de Tahl, le chocaba lo fría que tenía la piel. No tenía hambre, pero se tomó una cápsula alimenticia y bebió algo de agua. Todavía tenía mucha noche por delante.

Unas horas después, Tahl se despertó. Se incorporó un poco.
Parece más alerta,
pensó Qui-Gon con alivio.

—Qué frío —dijo.

Qui-Gon tenía calor, pero puso la unidad calefactora al máximo.

—Estamos en plena noche.

—Gracias por todo lo que has hecho —dijo Tahl—. No me gusta que me rescaten. Me enfadé muchísimo cuando me vi de nuevo en esa situación.

—No te preocupes —dijo Qui-Gon—. Tú me has rescatado varias veces. Y sé que volverás a hacerlo.

—Balog quería algo de mí. Por eso me mantuvo con vida.

—No hables. Ahorra energías. Ya tendremos tiempo en Nuevo Ápsolon —dijo Qui-Gon.

—No, tengo que contártelo. Hay una lista de informadores entre los Obreros...

—Lo sé.

—Balog pensó que yo la tenía. Por supuesto, fingí que sabía dónde estaba. Por eso me mantuvo con vida. Pero en el contenedor de privación sensorial tuve tiempo para pensar. ¿Por qué creía él que yo tenía la lista?

—¿Porque estabas de incógnito y podrías haber tenido acceso? —sugirió Qui-Gon.

—¿Y esa razón es suficiente para secuestrarme? —Tahl negó con la cabeza—. No lo creo. Mi identidad no se supo hasta el último momento. Sigo sin saber cómo supieron que yo era una Jedi.

—Quizá fue Alani —dijo Qui-Gon—. Eritha nos dijo que está compinchada con Balog. Quiere hacerse con el puesto de Gobernadora Suprema.

—¿Alani? —preguntó Tahl atónita—. Pero si fue ella la que consiguió infiltrarme en los Absolutos.

—Tenía razones para tenerte allí, supongo —dijo Qui-Gon—. Y cuando dejaste de ser útil, te traicionó.

—Y quizá tenía la esperanza de que yo encontrara la lista —dijo Tahl lentamente. Cada palabra le costaba muchísimo—. Y en caso de haber encontrado la lista, yo se lo hubiera contado a las chicas. Confiaba en ellas.

—¿Recuerdas algo significativo del último día?

La manta térmica se le cayó de los hombros, y Tahl se envolvió de nuevo en ella.

—Tengo mucho frío... —murmuró—. Alguien me ayudó ese último día. Tuve segundos para salir del escondite, antes de que vinieran a por mí. Me encontré con un mensajero llamado Oleg. Era un miembro inferior de los Absolutos. En lugar de delatarme, me ayudó. Me mostró una puerta que empleaban los mensajeros. Cuando le pregunté por qué me ayudaba, me dijo que él también iba a escapar. Los líderes Absolutos le habían llamado para interrogarlo. No sabía por qué, pero prefería marcharse antes de saberlo.

—Mira —dijo Qui-Gon—. Ya se ven las luces de la ciudad.

Seguía oscuro. Las luces de la ciudad en el horizonte parecían fundirse con las estrellas.

—Ya casi hemos llegado —dijo Qui-Gon—. Descansa. Ya hablaremos luego.

La voz de Tahl se debilitaba a cada palabra. Cerró los ojos y se quedó profundamente dormida.

Amaneció lentamente. El paisaje se fue iluminando. La ciudad estaba cada vez más cerca. Les quedaba poco combustible, pero el ordenador confirmó que llegarían sin problemas.

Tahl siguió durmiendo mientras los soles se alzaban en el horizonte. Los rayos anaranjados iluminaron su cuerpo, arrancando reflejos a su piel, como si fuera la misma de siempre. Qui-Gon sabía que era una ilusión, pero aquella visión le tranquilizó.

Qui-Gon maniobró rápidamente el deslizador por entre las atestadas callejuelas en la mañana. Bajó por el Bulevar del Estado, hacia la residencia del Gobernador Supremo. Cuando se detuvo, una figura bajó corriendo las escaleras hacia ellos. Era el hermano de Roan, Manex.

—Eritha me llamó para decirme que veníais —dijo—. Lo he arreglado para que Tahl tenga los mejores cuidados médicos de la ciudad. Está cerca de aquí. Seguidme —Manex señaló su propio deslizador.

Qui-Gon dudó un momento. Era raro que Manex les hubiera recibido fuera. Eritha les había prometido acceso a su propio centro médico, que estaba en la residencia.

Manex se dio cuenta de sus reticencias.

—Tienes que confiar en mí —dijo a toda prisa—. ¿No os dije que tengo lo mejor de todo? Mi centro médico es excepcional. El equipo médico trabajó con las víctimas de los Absolutos. Tuvieron muchísimo éxito. El médico está al tanto del estado de Tahl. Y puede ayudarla —Manex miró a Tahl, que tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.

La mirada de compasión y preocupación en los ojos de Manex, más que sus palabras, convenció a Qui-Gon. Su instinto le dijo que Manex era sincero. Tahl necesitaba la mejor de las atenciones.

—Bien —dijo Manex al ver a Qui-Gon asintiendo. Corrió hacia su deslizador, moviéndose rápidamente para un hombre de su tamaño. Saltó al interior y salió a toda velocidad.

Qui-Gon le siguió de cerca. Manex se detuvo frente a un edificio de piedra gris, a unas manzanas de distancia. Las puertas se abrieron inmediatamente, y salió un equipo médico.

Uno de ellos se inclinó sobre Tahl. Sus ojos se abrieron a duras penas. Aplicó un lector de diagnósticos en su cuello y frunció el ceño al ver los resultados.

—¿Se pondrá bien?

—Haremos todo lo que podamos.

El equipo médico trasladó a Tahl a una camilla con ruedas. Se la llevaron antes de que él tuviera tiempo de tocarle la mano o de decirle que la estaría esperando. Qui-Gon se sentó aturdido en el asiento del piloto, agarrando con fuerza los mandos del deslizador, como intentando no perder el control de sí mismo.

Capítulo 19

Qui-Gon se sentó a la orilla del lago y se quedó mirando al acantilado. La superficie rocosa era totalmente vertical. La pendiente parecía increíblemente grande. Pero casi todo le parecía enorme. Tenía ocho años.

Ya habían ascendido la pared con los lanzacables en clase. Habían aprendido a utilizar el peso de su cuerpo para equilibrarse, y a calcular bien el tiempo. Lo habían hecho una y otra vez. La semana próxima tendrían que hacerlo sin lanzacables y bajo la supervisión de un Maestro Jedi. Sería uno de los ejercicios con la Fuerza.

Sabía que no debería estar pensando en escalarlo solo, pero así era. Qui-Gon quería afrontar los retos que los profesores Jedi planteaban a los estudiantes. Una semana era demasiado tiempo. Y lo cierto es que no estaba tan alto. Era sólo una roca enorme. Había agarraderos para las manos y los pies, aunque él no pudiera verlos. Y, si se caía, caería al lago.

Si le cogían, se metería en problemas. Pero no le iban a pillar. Estaba amaneciendo, y la zona del lago estaba desierta.

Escuchó un ruidito tras él y se dio la vuelta. Era una de sus compañeras, Tahl. Estaba en su clase, pero no la conocía mucho. Era delgada, más pequeña que el resto. Parecía un niño, pensó Qui-Gon. Él no se veía a sí mismo como un niño.

Ella señaló la pared rocosa.

—¿Estás pensando en escalarla?

Sorprendido, estuvo a punto de decir que no. Pero los Jedi no mienten, ni siquiera en cosas pequeñas. "Acostumbrado a la mentira te vuelves", le había advertido Yoda. "Con las cosas grandes fácil se vuelve ser falso, si con las pequeñas falso eres". Así que no dijo nada.

Para su sorpresa, ella sonrió.

—Vamos.

Al ver que él dudaba, ella añadió:

—Te apuesto a que llego arriba antes que tú.

Ella corrió y se lanzó hacia la pared rocosa, agarrando el primer saliente. Él se lo pensó un instante, sorprendido por la forma tan enérgica con la que ella se había abalanzado. Entonces, Tahl pareció fundirse con la pendiente. Esperó hasta que Qui-Gon echó a correr y se reunió con ella.

Era más difícil de lo que él había pensado. Esos asideros que le habían parecido tan firmes con un cable en el cinto, te parecían ahora increíblemente pequeños. La roca se había convertido en su enemiga. Le resultaba muy difícil mantener el equilibrio. El sudor comenzó a caerle por la cara. Los músculos le temblaban por el esfuerzo. Se olvidó del desafío de Tahl y se concentró en no caerse.

Ya llevaba tres cuartos de la pared cuando se paró para ver cómo iba ella. Estaban a la misma altura. Ella tenía la cara llena de barro y sudor. Sonreía.

Aquella sonrisa le sirvió de incentivo. Encontró el siguiente asidero, y el siguiente. Dejó atrás a Tahl, y ya estaba a punto de llegar a la cima. Buscó el siguiente saliente, con la cara apretada contra la dura roca.

De repente vio que ella estaba tras él, escalando con toda facilidad. Y le adelantó, alargando una mano hacia la cima. Se alzó por encima del borde, y se sentó, jadeando.

Qui-Gon la siguió, furioso y avergonzado. Ella le había vencido. Cuando se giró hacia Tahl, esperó ver una mirada triunfal. En lugar de eso, vio una mirada risueña.

—¡La he sentido, Qui-Gon! ¡He sentido la Fuerza! —dio una palmada en el suelo, y sus ojos verdes y dorados llamearon—. La roca... era parte de mí. Yo formaba parte de... todo. ¡Incluso del aire! Ha sido exactamente como Yoda dijo que sería.

Ahora Qui-Gon sintió envidia además de vergüenza.

—Si quieres te digo lo que has hecho mal —le dijo ella, dándole un codazo cariñoso—. Odiabas a la roca. Has luchado contra ella. Y yo también, al principio. Lo que tienes que hacer es amar la roca.

¿Amar la roca? Eso sonaba bastante tonto. Qui-Gon quiso decírselo. Pero en el fondo sabía lo que ella quería decirle. Y, de repente, sintió que no quería herir los sentimientos de la niña.

Tahl se puso en pie.

—Y ahora a por la recompensa. ¡Vamos! —cogió carrerilla, se tiró de un salto por el borde de la pared y cayó en el agua verde y brillante.

Qui-Gon la siguió. Era una caída larga, pero el contacto con el agua era refrescante. Tahl le esperó bajo el agua. Ella sonreía, y Qui-Gon le devolvió la sonrisa. El agua fresca era maravillosa, y había conseguido escalar la roca. La próxima vez lo haría mejor. La próxima vez amaría la roca.

Subieron a la superficie. Tahl se echó hacia atrás la melena oscura. Parecía una criatura acuática, dinámica y ágil.

De repente, ella frunció el ceño.

—Viene alguien —murmuró—. ¿Lo ves? Por el camino.

Qui-Gon no dijo nada. Pero una fracción de segundo después vio que las hojas colgantes se movían, a lo lejos, en el camino.

—Se supone que deberíamos estar meditando —susurró ella.

—Por aquí —dijo él. Nadó hasta la orilla del lago, donde un grupo de rocas podría servirles de escondite.

Esperaron en las sombras, temblando un poco por el agua fría. Escucharon el inconfundible sonido de los pasos arrastrados de Yoda. ¡De todos los Maestros Jedi, tenía que ser Yoda el que les pillara!

Qui-Gon entrecerró los ojos preocupado, pero Tahl parecía a punto de echarse a reír. Qui-Gon le tapó la boca con la mano, y ella le hizo lo mismo.

Yoda pasó por el camino sobre sus cabezas. No respiraron. Pasado un rato, se pusieron en marcha.

Después de que Yoda se fuera, Tahl bajó la mano, y Qui-Gon también.

—Sabes que has estado a punto de ganarme —le dijo ella—. Podríamos ser rivales, pero yo creo que es mejor que seamos amigos.

—Seamos amigos —asintió Qui-Gon. Y lo dijo en serio. Él se tomaba en serio la amistad. Y ya sabía que quería ser amigo de aquella niña.

Como si no pudiera contenerse más, Tahl se sumergió en el agua y se alejó nadando. Entonces salió a la superficie, sacudiéndose el agua. El sol brillaba y los rayos hacían que las gotitas centellearan.

—¡Amigos para siempre! —le dijo ella, salpicándole con el agua—. ¿Vale?

—Vale —dijo él.

Para siempre.

BOOK: Muere la esperanza
13.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cash: The Autobiography by Johnny Cash, Jonny Cash, Patrick Carr
The Death of Nnanji by Dave Duncan
For Better or Worse by Jennifer Johnson
Going Home by Hollister, Bridget
V - The Original Miniseries by Johnson, Kenneth
Once Bitten by Stephen Leather