Orestíada (3 page)

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Authors: Esquilo

BOOK: Orestíada
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CORIFEO. ¡Salud, heraldo de la hueste aquea!

HERALDO. ¡Ya, si quieren los dioses, morir puedo!

CORIFEO. ¿Te atormentó tu amor hacia esta tierra?

HERALDO. Tanto, que de placer mis ojos lloran.

CORIFEO. ES que sufríais nuestro dulce morbo.

HERALDO Ilustrado por ti, podré entenderte.

CORIFEO. Afecto por aquel que nos amaba.

HERALDO. ¿Una hueste añoráis que os añoraba?

CORIFEO. Tanto, que gime mi enlutado pecho.

HERALDO. Y esta tristeza, ¿por qué causa vino?

CORIFEO. Tiempo ha que es el silencio mi remedio.

HERALDO. ¿Alguien, ausente el rey, te daba miedo?

CORIFEO. Sí, y como tú, morir ya no me importa.

HERALDO. Sí, pues todo ha acabado felizmente. Cuando una empresa largo tiempo dura conoce unos momentos venturosos y otros funestos. ¿Quién sino los dioses gozan de una existencia sin pesares? Si yo os contara todas nuestras penas, las duras noches al relente, aquellos tan estrechos y duros pasadizos donde era fuerza maldormir. Y ¡cómo nos apretamos todos, no teniendo un mal rincón donde acostarnos! Pero la cosa fue peor cuando llegamos a tierra: que era fuerza junto al muro enemigo dormir, y la humedad...

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del cielo y de la tierra, pertinaz fastidio, nos mojaba... los vestidos, y llenando de insectos nuestro pelo. ¡Si de aquellos inviernos yo os hablara que con las aves acababan y que el Ida, con sus nieves, nos hacía mucho más insufribles! ¡Del bochorno cuando una mar sin olas se amodorra sesteando en su lecho! Mas, ¿a qué lamentarse? Pasaron las fatigas, y a un punto tal que ni los mismos muertos piensan ya en levantarse. En cuanto a aquellos que hemos sobrevivido de la empresa, pesa más la ganancia, sin que incline el dolor la balanza hacia su lado. ¿A qué retornar, pues, a los caídos? ¿Por qué habrá de llorar quien sobrevive, por una suerte adversa? ¿No es mejor olvidar las miserias ya pasadas, y, ante la luz del sol que, cielo y tierra en su vuelo recorre, de esta forma pregonar nuestra prez? «La hueste argiva, tras arrasar a Troya, ha consagrado a los dioses de Grecia, en sus santuarios, estos despojos, en condigna gloria». Y es fuerza que ensalcemos a la patria, al escucharlo, y a sus capitanes, y rendir homenaje a los auxilios del padre Zeus, que lo han hecho posible. Y aquí tienes el fin de mi discurso.

CORIFEO. Negar no puedo que me ha convencido este relato tuyo. Que en los viejos hay siempre propensión a las lecciones. Pero es a Clitemnestra y a esta casa, a quienes más conciernen tus noticias, como es muy natural; pero una parte de esta riqueza sí debe tocarme.

CLITEMNESTRA. Antes lancé, alborozada, un clamor por la victoria, cuando nos llegó el primer mensajero, ígneo, nocturno, para anunciar la conquista y la destrucción de Troya. Pero entonces, en un tono de reproche, alguien me dijo: «Por una simple fogata fuiste convencida, y crees que Troya es ahora ya alimento de las llamas. Es propio de la mujer dejar que se le enardezca el corazón». Frente a tales razones yo parecía, sin más, ser una demente. Y, sin embargo, seguía ofreciendo sacrificios mientras los hombres lanzaban, por toda la ciudad, gritos de victoria, cual mujeres, y sus votos ofrecían en los templos de los dioses para apagar, ya más tarde, esas llamas perfumadas que la ofrenda consumían.

(Al
HERALDO).

¿A qué contarme ya más, si de labios del rey mismo habré de saberlo todo? Y ahora, yo me dispongo a ofrecer a mi marido, la más digna bienvenida porque, al fin, ha regresado. ¿Hay acaso luz más dulce para una esposa, que abrir las puertas de su morada al esposo, a su regreso de la guerra, cuando un dios la vida le ha conservado? ¡Y que llegue cuanto antes, rodeado del afecto de su patria! Que a su esposa a su regreso, tan fiel, hállela cual la dejara al partir, tal como un perro guardián de la morada, tierna con él, mas hostil con los extraños, y siempre conservándose la misma; que, después de tanto tiempo, ningún sello ha traicionado. Pues del amor de otros hombres y de cualquier reprensible murmuración, no sé más que de trabajar el bronce. Y si altivo es mi lenguaje es que rebosa verdad, a tal punto que no puede sonar impropio en los labios de una mujer de prosapia.

(CLITEMNESTRA
entra en el palacio).

CORIFEO. Ella ya ha hablado a quien, como eres tú, de esta suerte lo entiende; pero ha sido, para intérprete fiel, claro discurso. Mas dime, heraldo, y ahora te pregunto por Menelao: ¿ha regresado ya? ¿Se ha salvado quizá, y vuelve a su tierra ese monarca amado de mi patria?

HERALDO. No soy capaz de embellecer yo tanto una mentira para que el que quiero de ella pueda gozar por mucho tiempo.

CORIFEO. ¡Cómo podrías darnos una nueva que, a la par que verdad, fuera agradable? Dos cosas son que, si están separadas, no resulta muy fácil encubrirlas.

HERALDO. Despareció, en su nave, de la hueste aquea. Y yo no digo falsedades.

CORIFEO. ¿Le visteis todos zarpar desde Troya? ¿O acaso una tormenta, compartido azote de la escuadra, arrebatólo?

HERALDO. Diste en el blanco como un buen arquero. Mas, con breves palabras, una pena muy larga y dilatada has resumido.

CORIFEO. ¿Y qué decían los demás pilotos? ¿Que estaba muerto, o que aún vivía?

HERALDO. Nadie puede saberlo, excepto el sol que alimenta la fuerza de la tierra.

CORIFEO. Pero, ¿cómo ocurrió, di, esta tormenta causada por la ira de algún numen, y que cayó sobre las naves? Dime, ¿de qué manera concluyó la historia?

HERALDO. Un día fausto no debe profanarse con infausto lenguaje. Que cada dios goza de sus privilegios.

Cuando trae un mensajero, con el rostro entristecido, a la ciudad, la noticia, abominable, contando que su ejército ha mordido el polvo —para la patria, herida que a todos duele, y cada hogar recomienda sus caídos a los dioses subterráneos, por el doble azote tan caro a Ares, miseria de doble filo, yugo sediento de sangre—; entonces sí que el heraldo que llega con esa nueva, debe entonar de la Erinia el triste peán. Mas cuando, como a mí me ocurre ahora, se llega con buenas nuevas a una ciudad que disfruta de una bonanza completa, ¿cómo se deben mezclar los gozos con las miserias, contándoos la tormenta que cayó sobre los griegos no sin la ira del cielo? Porque allí se conjuraron, —hasta entonces enemigos declarados— agua y fuego, patentizando su unión, destruyendo, juntamente la mísera hueste aquea. Por la noche ya se había encrespado el infortunio de un oleaje cruel: una con otra empujaban los vientos tracios las naves, por el soplo de los vientos fuertemente corneadas, y por la lluvia también, que, en torrente, las azota. Y así se fueron hundiendo por el vórtice tragadas de un pernicioso pastor.

Cuando la brillante luz del sol ya se levantaba, vemos todo el mar Egeo de cadáveres bordado de los guerreros aqueos, y de restos del naufragio. A nosotros, algún dios —que sin duda no fue un hombre— y a nuestra nave salvó manejando el gobernalle o intercediendo por todos. La fortuna salvadora, se dignó, sin duda alguna, sentarse en nuestro bajel y, de esta guisa, ni anclados, la furia del mar sentimos, ni nos vimos arrojados contra costero arrecife. Y libres ya de una muerte entre las ondas segura, al aparecer la aurora, y desconfiando aún de aquella buena fortuna, una nueva pena vino a apacentar nuestro pecho: ¡Aniquilada, la escuadra, y reducida a ceniza! Y si alguno de ellos vive, sin duda que estamos muertos pensará, como nosotros lo mismo creemos de ellos. ¡Y que todo acabe bien! Y en cuanto al rey Menelao

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imagina que por él más que por otro se empeña. Y, por tanto, si algún rayo de sol lo está contemplando, es de esperar que con vida, y de lozanía lleno —gracias al favor de Zeus, que no querrá aniquilar a su estirpe— un día, llegue de regreso, a este palacio.

Y después de este relato que ahora acabas de escuchar sabe que lo sabes todo.

(Sale el
HERALDO).

CORO.

ESTROFA 1.ª
¿Quién impuso su nombre, tan adecuadamente —¿no fue alguien acaso a quien no vemos, y que en su presciencia del destino, rige su lengua con acierto?—, a Helena, la novia de la lanza, envuelta en la discordia? Porque, evidentemente elimina naves, elimina guerreros, elimina ciudades. Pasando sus lujosos cortinajes, salió para zarpar a los soplos del Céfiro impetuoso, y, en pos de ella, cazadores innúmeros armados, con escudos que siguen el invisible rastro de los remos, llegaron a la orilla de Simoente cubierta de follaje por obra de porfía carnicera;

ANTÍSTROFA 1.ª
a Ilion envió la ira de designios infalibles boda infausta, para pedir un día las cuentas, con el tiempo, por los agravios infligidos a una mesa hospitalaria, y a Zeus, protector del hogar, a quienes, entonan un día con voz clara el canto nupcial, el himeneo, que en aquella ocasión correspondía entonar a los deudos. Y ahora, en vez de aquel, es muy distinto en cántico que aprende de Príamo la antigua fortaleza, y lo entona en voz
alta, en medio de gemidos, mientras a Paris llaman «el del tálamo infausto», tras sufrir una sangre desdichada.

ESTROFA 2.ª
Cría en su casa un hombre, un cachorro de león, privado de la leche de su madre; en los primeros pasos de su vida, manso y amigo de los niños, y diversión de viejos; con frecuencia lo sostienen en brazos, cual si de un tierno niño se tratara. A un gesto de la mano resplandecen sus ojos, mientras mueve la cola, constreñido por la exacción del hambre.

ANTÍSTROFA 2.ª
Empero, con el tiempo, revela ya el instinto de sus padres; y devuelve el favor de su crianza celebrando un festín, al que nadie invitara con matanzas terribles de corderos dolor inevitable de quienes las habitan, y de sangre se empapan las estancias, carnicería enorme de ganado; y ya no cabe duda: creció en aquel hogar para trocarse al fin en sacerdote de Ceguera.

ESTROFA 3.ª
Se diría, igualmente, que lo que arribó a Troya era un halo de bonanza no agitada por vientos; una muy dulce prenda de riqueza, suave saeta que hiere la mirada, flor amorosa que cautiva el alma. Pero luego se truncan sus efectos, y a estas bodas impone un fin amargo; infausta donde habita, infausta, incluso, para quien la trata, cayó sobre el hogar de los Priámidas enviada por Zeus hospitalario, una Erinia, en la forma de lamentable esposa.

ANTÍSTROFA 3.ª
Existe, entre los hombres,
un refrán muy antiguo:

«La mortal opulencia al llegar a un exceso engendra nuevos hijos, no permanece estéril. Y de esta buena suerte luego brota dura miseria para su familia». Pero, frente a los otros, yo pienso a mi manera: un acto impío engendra, después, nuevas maldades de rostro semejante al de los padres. Mas la casa do reina la justicia un destino conoce que tiene hermosa prole.

ESTROFA 4.ª
En cambio, entre malvados, una insolencia antigua suele parir nueva insolencia, un día u otro, cuando llega la hora fijada para el parto: espíritu sediento de venganza, invencible, impío, incombatible: la audacia, la ceguera fatal para las casas, espectro vivo de su propia madre.

ANTÍSTROFA 4.ª
Brilla, empero, Justicia incluso en las cabanas negras de humo, y enaltece al mortal que es piadoso. Abandona la estancia adornada con oro por unas sucias manos dirigiendo sus ojos a otra parte, mirando lo que es puro. Y no practica el culto al poder de los bienes con sus anhelos de una falsa gloria. Y todo lo conduce al fin primero.

(Entra
AGAMENÓN,
montado en un carro, con su séquito, y acompañado de
CASANDRA,
que se halla a su lado, de pie, en el carro).

Mi Rey, vencedor de Troya, vástago de Atreo, ¿cómo he de saludarte? ¿Cómo expresarte mi homenaje, sin pecar por un exceso o un defecto, en lo que exige un acto de cortesía? Que muchos hombres prefieren lo que es mera apariencia y ultrajan a la justicia. Todos dispuestos están a compadecer al que es infeliz, mas el dolor de la desgracia no llega a morder su corazón. Y así, fingen compartir la alegría, violentando a veces un rostro que se resiste a sonreír. Pero el que es un buen pastor de sus rebaños, no deja engañarse por el rostro que solo parece fiel, y que el afecto le muestra con una amistad fingida. Cuando otrora disponías tus escuadras al rescate de Helena —mis sentimientos no quiero ahora ocultarte— de ti me formé una imagen harto tosca, como si no supieras manejar el timón de la prudencia. ¡Rescatar a una mujer —pensaba— que se ha entregado, con el precio de la vida de tantísimos guerreros! Pero ahora —y te lo digo desde el fondo de mi entraña y con mi afecto— ¡cuán dulce la fatiga, para quien con su deber ha cumplido! Con el tiempo, si te informas, ya sabrás qué ciudadanos a la ciudad defendían cumpliendo con su deber, y quiénes no lo cumplían.

AGAMENÓN. A Argos primero es justo que salude, y a los dioses, coautores, de mi vuelta y del justo castigo que yo he impuesto a la ciudad de Príamo. Pues los dioses sin escuchar las partes en litigio, y sin vacilación, depositaron en la urna sangrienta, para Troya, voto de destrucción, voto de muerte para sus campeones; en la otra, sin voto, por llenarla solamente estaba la esperanza. Una humareda señala todavía el punto donde se erguía la ciudad hoy conquistada. Solo los torbellinos de Ceguera dan signos aún de vida, y, compartiendo con la ciudad la muerte, todavía despide la ceniza el vapor denso de su riqueza. Y por ello debemos a los dioses eterna gratitud: hemos vengado el rapto con castigo que ha superado todas las medidas. Por solo una mujer, una ciudad entera por el argivo monstruo fue arrasada —la cría del caballo, hueste armada con escudos que diera enorme brinco al caer de las Pléyades, saltando por encima del muro, y cual león, hasta hartarse lamió sangre de reyes.

(Pausa).

He prolongado un tanto mi discurso con un preludio dedicado al cielo. Cuanto a tus sentimientos —ya he oído y recuerdo muy bien cuanto me has dicho— yo te digo lo mismo, estoy contigo. Son pocos los mortales que, de forma natural y espontánea, su homenaje, sin asomo de envidia a sus amigos rinden en la bonanza. De la envidia cuando el veneno se asentó en el pecho duplica la dolencia contraída, y gime viendo la ventura ajena. Porque lo sé muy bien puedo afirmarlo; de la amistad conozco yo el espejo: y que son solo espectro de una sombra seres que imaginaba muy adictos. Tan solo Ulises, que a la mar se hiciera por la fuerza, una vez ya se vio uncido a igual yugo que yo, estuvo dispuesto a tirar de la cuerda que yo mismo tiraba; y te lo digo tanto si ya muerto está como si sigue en vida. Por lo que toca a la ciudad y los dioses, lo habremos de tratar en la asamblea, en público debate, procurando que lo que es bueno se prolongue, y si algo exige aplicar duros remedios, hemos de procurar, con gran cuidado expulsarlo, quemando o bien cortando. Y ahora voy a entrar en mi palacio, en mi casa, y ante todo, a los dioses saludaré, que lejos me enviaron y aquí me han retornado. ¡Y que Victoria que hasta aquí me siguió, siga a mi lado!

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