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Authors: Marcela Paz

Tags: #infantil

Papelucho en la clínica (3 page)

BOOK: Papelucho en la clínica
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—¿Está seguro que puede andar? —le pregunté.

—Totalmente seguro —dijo— y para probártelo, ahora mismo me verás caminar.

Al decir esto, el señor Rubilar puso las manos en los brazos de su carro de plata, bajó los pies al suelo y se puso de pie. Era más alto y huesudo que un mástil de velero y su cabeza de calavera casi topaba al techo. Quiso empujar el carro, pero se enredó en la manta y el pobre se vino al suelo como un florero y creo que se quebró también. Yo salté de la cama para recogerlo, pero ¡no había caso! Era una cosa inmóvil. Lo tapé con su manta y me metí a la cama otra vez. La herida me dolía rabiosa y yo con esos dos sustos -el del profeta quebrado o muerto y mi peritonitis otra vez- me puse a rezar con furia.

Y rezando y rezando, se me pasó el dolor, pero el señor Rubilar ni se movía. ¿Qué clase de milagro había hecho yo si el pobre viejo iba a morir por mi culpa? Entonces me acordé del timbre que nunca tocaba de miedo a que llegara la Berenice con sus cantos, y le enterré el dedo. Nadie vino, y yo seguía tocando. Por fin me di cuenta que su famoso alambre colgaba de mi catre sin meterse en ninguna parte. Había que hacer otra cosa para tocar Alarma. Cualquier cosa que no fuera levantarme de nuevo por mi famosa herida. No podía gritar, por eso mismo. Si hubiera pedido el rifle alemán con mira, habría disparado. Eso me dio la idea de reventar la ampolleta estrepitosamente. La desatornillé de mi lámpara y la tiré contra la puerta. Sonó como el ruido seco de un disparo. Y al momento se oyeron voces y carreras en los pasillos. Decían:

—¡Fue un balazo! Por aquí... —y pasaban de largo.

—Hay que llamar a la policía —decía una voz—. Debe ser el 9, el que se suicidó antes.

—¡Yo no entro a verlo! —decía otra— No quiero meterme en líos.

—¿Descubrieron dónde fue el disparo? —dijo la voz de un médico. Y nadie contestó.

—¡A revisar todos los cuartos, uno por uno! —ordenó él y empezaron a zumbar los portazos. Yo contaba cada puerta que cerraban, y cuando sentía acercarse los pasos a la mía me latía el corazón de la esperanza que abrieran... pero... nada. Se pasaban de largo. Se oyó una voz de trueno. Debe haber sido el Dr. Soto, el jefe:

—¿Han revisado todos los cuartos? —preguntó.

—¡Sí, profesor! —dijeron las muy mentirosas en coro.

—¿Está todo en orden? ¿Los enfermos sin novedad?

—¡Sí, profesor! —otra vez las muy farsantes.

—En ese caso habrá sido en otro piso... —y los pasos se alejaron.

Entonces oí en mi puerta dos voces de mujer. Una decía:

—¡Oye! Fíjate que el 13 no estaba en su cama.

—¿Y cómo no le dijiste al jefe?

—¿Estás loca? Si sabe que el viejo avaro ha desaparecido se va a armar la grande en el hospital. Hay que encontrarlo primero.

—Pero ese viejo es tullido. ¿Cómo pudo escaparse?

—Ahí está el misterio. ¿Quién se lo ha podido robar? ¿Dónde lo han escondido?

—Yo daría cuenta al jefe. Después de todo es enfermo tuyo y eres responsable.

—¿Yo responsable? Yo fui la única que acepté de cuidarlo con la condición de que no era responsable. Es un viejo brujo.

—A lo mejor él ha dado el disparo. ¿Buscaste bien en su pieza?

—Hasta debajo del catre, hasta por la ventana. ¡Ni luces!

—Yo voy a dar cuenta al jefe. No quiero meterme en un lío. —Si le dices algo, te vas a arrepentir toda tu vida.

Yo llamaba con pocas fuerzas diciendo:

—¡Aquí! ¡Vengan aquí! ¡Socorro que hay un muertooo! —pero nadie me oía. La voz habló de nuevo.

—Si no me dejas hablar a mí, lo tienes que hacer tú.

—¿Para que me llamen la atención? ¡Jamás! A mí me hace mal cuando me reconvienen.

—Pero, ¿entonces?

—¿Entonces qué? Tendrá que aparecer más tarde.

Otra voz se oyó entonces.

—¿Han revisado todos los enfermos del piso?

—Sí, señorita ángela. Menos el 15, el niñito ése que ni se mueve. Menos mal que alguien decía la verdad. Pero a la señorita Ángela tampoco le interesó mi cuarto y se fue.

V

Me puse a rezar con furia y cada vez con menos y menos hasta que me dormí, y cuando desperté ya había oscurecido, no tenía luz ni me acordaba de Elías y su carro de plata. Era tremendo estar operado y no tener ni luz siquiera. Me daba congoja pensar que todo lo que me estaba pasando era pura equivocación y la pena me iba subiendo por el cogote a la garganta cuando... oí a mi lado un extraño ronquido. Era una voz de hipopótamo tartamudo que se quejaba y se quejaba. Me puse bien despierto y mientras más despierto estaba más me daba miedo de saberme solo, a oscuras y con un monstruo. Y ni me acordaba del profeta, del milagro ni de la ampolleta que reventé. El miedo es así; todo se olvida, y sólo queda un alboroto en el pecho.

Entretanto los quejidos se volvían como un rezongo, como una voz enojada, y también había un crujir de huesos. Se me pararon los pelos que hacía tanto tiempo me caían en los ojos y se me puso áspero el pellejo. En ese momento se oyó una voz:

—¡Qué horrible pesadilla! —decía— Soñé que me iba al cielo en un carro de fuego y desde mucha altura caía a tierra ardiendo. ¡Qué tonterías se sueñan!

Ahí me acordé de todo. Era el señor Rubilar que resucitaba (otro milagro mío, a lo mejor) y lo más estupendo era que se levantaba como si nada fuera, sin quejarse de estar quebrado ni nada.

—¿Usted está bien seguro que fue una pesadilla? —le pregunté— ¿Nada le duele?

—Nada. ¿Por qué no enciendes luz, bienvenido? Está oscureciendo.

—Quebré la ampolleta de mi velador y no puedo levantarme a encender la otra.

Apenas dije esto, se iluminó la pieza, y mi amigo el profeta me miró desde su altura con cara muy sonriente.

—También tú has dormido —dijo— y no te vendría mal un paseo en mi silla de ruedas. A ver si me dejas regalonearte un poco. Allá en mi cuarto hay algunas sorpresas para ti, de este amigo agradecido.

Dejé que me tomara en sus brazos y me sentara en el carro de plata. Pisaba firme en el suelo y me instalaba suavemente entre chales. Como si fuera una niñera gorda, empujaba despacio el carro hacia afuera.

Era la hora del silencio, y no encontramos a nadie en el pasillo. Las lucecitas rojas de las puertas hacían ver todo rosado como de amanecer y yo ni sabía si era noche o mañana. Entramos al 13 y cerramos la puerta sin hacer ruido. El señor Rubilar con su bata peluda como un oso abrió el ropero blanco de su cuarto y sacó de él un paquete cuadrado. Yo me había alcanzado a imaginar que me tenía un rifle, alguna Hecha, unos patines, en fin... Esa cajita cuadrada a lo peor eran galletas (no quería comer) o alguna tontería, gusto de grandes. Me sentí mal y débil.

—Desenvuélvelo tú —me dijo entregándome el paquete, y yo lo desaté sin ninguna esperanza.

Pero es lo bueno cuando uno no espera nada: resulta siempre algo regio y al abrir el papel, me encontré con una radio a pila, de esas de onda corta y larga. Casi me morí de gusto.

—¿Es para mí?—le pregunté.

—Para ti. Te servirá de entretenimiento mientras estés en cama.

—¿Usted es contrabandista?

—Ahora no... —dijo riendo— No soy más que un viejo reumático.

La hicimos funcionar y oímos de todo el mundo: China, Polo Sur, Mendoza, Quillota y Rusia. Era maravilloso. En su estuchito de cuero, como una máquina fotográfica cualquiera, uno viajaba por todo el mundo con ella.

Del puro gusto le di un beso al profeta.

—¿Podremos comunicarnos con algún satélite? —le pregunté. Y entonces se puso amarillo y se sentó en su cama.

—No me hables de esas cosas —dijo—. Me hace daño. Yo trabajé muchos años en un laboratorio y no quiero acordarme de todo eso.

—Creí que era contrabandista.

—Y sabio también. He sido muchas cosas. Pero ahora no recuerdo quién soy. —Es el señor Rubilar —le expliqué—. Antes creía yo que usted era el profeta Elías. Pero, al fin, da lo mismo. —No da lo mismo, ¿quién te ha dicho que soy Rubilar? —Creo que la enfermera...

—Miente. Esa mujer miente. ¿O es que tú eres también Rubilar?

Le dije «No« con la cabeza. Se me había secado un poco la lengua al verlo tan enojado con la Berenice. ¿Por qué no querría ser el que era? ¿Por qué me preguntaba si yo era Rubilar?

—Soy tu abuelo —dijo con voz de águila—. Ahora lo recuerdo todo. Lo estoy viendo suceder, como en una película. Espera un poco; voy a contarte un cuento; mi cuento. Yo no sabía quién soy, me creía un personaje sin historia. Cada persona tiene su cuento, yo tengo el mío. Uno es el que es en el cuento ¿me entiendes? Mi historia me hizo a mí y yo hice mi historia. ¿Verás ahora cómo y por qué soy tu abuelo? ... el señor Rubilar, como me llaman. Escucha... Hace muchos años, yo era tan chico como tú y dormía en una bodega entre un montón de botellas vacías que rodaban por el suelo cada vez que yo en sueños cambiaba de postura. No tenía hogar, ni padres ni parientes. Me las arreglaba sólito y no me faltaba ni dónde dormir ni qué comer. En mi bodega había frutas, en algún huerto verduras, y cuando quería trabajar me pagaban con panes o comida caliente. Cuando me crecieron las piernas, me dio por caminar y me empleé en una mina. Los mineros me llamaban su «mascota« porque decían que yo traía suerte. Se peleaban porque trabajara con ellos. Poco a poco me di cuenta que yo mismo era esa mina: los dejaba disputarme como en un remate y trabajaba para el mejor postor.

Una noche me desperté ahogado. Alguien me había envuelto en una manta y me llevaba maniatado y amordazado entre sacos. Traté de librarme hasta que, por fin, los brazos fuertes que me apretaban, cedieron, y caí al suelo. Sentí entonces sobre mí el peso de aquel cuerpo. Sentado sobre mi pecho y aplastando mis brazos con su enorme volumen, el Chuzo me desató la vista y la mordaza.

—Vas a trabajar conmigo, Alcornoque —me dijo—. Ya sabes que soy más fuerte que tú... Nos haremos ricos y apenas seas capaz de aturdirme, te dejaré ir.

El Chuzo era un hombrazo de dos metros y espaldas gigantescas. Sus brazos de acero lo hacían temer de todos los mineros. Había llegado a la mina pocos días antes y se marchaba conmigo. ¿Qué dirían los otros cuando supieran que el Chuzo se había robado a la mascota, a Alcornoque?

Caminamos toda la noche, yo a su lado, escuchando sus novelas de una «pertenencia» que era suya por ley, de un rincón allá, quebrada adentro, en el cual nos esperaba una gran fortuna. Había una cueva natural donde nos alojábamos, había una cocinilla de piedra y un buen rifle para cazar animales. El Chuzo era un hombre duro y trabajábamos desde el aclarar. Contaba historias y a ratos cantaba. Tenía un ojo de lince para la caza. Yo resulté un buen discípulo y él sabía preparar muy sabrosas las carnes «al palo»

Cuando su «pertenencia» dio oro, yo me alegré por él, pero me dio pena dejarlo. ¿Dónde podría estar mejor que con el Chuzo? Durante ese tiempo, con la picota al hombro, mis piernas se habían alargado tanto que éramos los dos del mismo alto y mis brazos se habían hecho tan fuertes como los suyos. Un día me dijo:

—Alcornoque, ha llegado la hora de separarnos. Ya he reunido todo el oro que necesito para ser rico y vender mi pertenencia. A no ser que te atrevas a aturdirme —se rió— y en ese caso serás tú el rico.

Parecía muy seguro de su fuerza superior, parecía no haberse dado cuenta que yo había crecido y que ya era un hombre.

—A ver si te atreves —me dijo al ver que yo no le respondía, y junto con decirlo me dio una bofetada. Yo estaba desprevenido y caí al suelo. Pero me puse de pie de un salto y también sin aviso, le mandé un golpe en plena cara. Tambaleó, rodó en las piedras y se quedó aturdido. Cuando volvió en sí, sobándose la mandíbula, me dijo:

—Te había dicho que trabajarías conmigo hasta que fueras capaz de aturdirme. Ahora estás en libertad y puedes marcharte.

—No quiero irme —le contesté.

—Sobras —me dijo— ¿entiendes? Quiero que te largues y no verte jamás. Me dio un puñado de pepitas de oro: —Ahora vete —dijo— y si algún día me encuentras en la vida, haz como si nunca me conociste.

Partí triste y desorientado. En el pueblo, había que pagar la comida y saqué una pepita de oro en el cafetín. Me vi rodeado de extraños. En la noche me asaltaron y quedé inconsciente y sin un peso.

Cuando me repuse, tenía que decidir si continuaba el camino hacia la ciudad machucado y pobre o si volvía donde el Chuzo y su tesoro. Me decidí por lo último y cuando salió la luna me encaminé hacia los cerros.

Encontré al Chuzo en la cueva de siempre.

—Es bueno que hayas vuelto —me dijo—. No me he atrevido a salir y dejar esto solo. Ahora me iré llevando los papeles y las muestras y tú quedarás cuidando hasta mi regreso.

Cuando lo vi partir, corrí tras él y le conté que había sido asaltado. Que acaso los que me robaron el oro, andarían a la búsqueda de la mina.

—¿Tienes miedo a quedar solo? —me preguntó.

—¿Miedo? —sonreí empuñando el rifle que él me había entregado— Eres tú el que no lleva armas para defenderse —era la primera vez que lo tuteaba. La única.

—Soy el Chuzo —me respondió con orgullo—. Nadie se ha atrevido hasta ahora a tocarme... salvo tú. Volveré, y seremos socios tú y yo.

Esa fue su despedida.

No volvió nunca más.

Bajé al pueblo después de mucho tiempo. Había arreglado el terreno disimulando las excavaciones, los rastros de nuestra vida allí. Averigüé en muchas partes y supe por fin que unos cuatreros habían asaltado al Chuzo. Nada de seguro si fuera él u otro la víctima. Por fin fui a la ciudad. Durante muchos meses averigüé hasta encontrar la inscripción de la «pertenencia».Estaba inscrita a nombre de Adalberto Rubilar. Y nadie conocía ese nombre.

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