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Authors: Marcela Paz

Tags: #infantil

Papelucho en la clínica (10 page)

BOOK: Papelucho en la clínica
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A ratos me dan ganas como de aprovechar, antes de morirme; a ratos, me gustaría ser como un ángel y, a ratos, trato de no pensar más en la cuestión.

Por fin me decidí a hablar las cosas claras y fui a hablarle al papá. Yo sé que a un padre le cuesta decirle al hijo esas cosas, así que le pregunté:

—Todos nos tenemos que morir, ¿no?

—Todos —dijo.

—Unos primero y los otros después, ¿no?

—Así es, hijo mío —(dale con el hijo mío)

—Y los que se mueren primero, total, salen ganando porque no tienen que ver morirse a los demás, ¿ñor?

—Es una gran verdad —dijo.

Yo me quedé esperando que dijera algo más, pero ¡nada!

Por fin le hablé con voz áspera:

—Cuando uno sabe que se va morir luego, y los demás lo saben también pero creen que uno no sabe y uno no quiere que ellos sepan que uno sabe sino que quiere simplemente saber si saben que uno sabe, entonces... —me enredé un poco y por fin dije sin querer:

—¿Qué harías tú si te fueras a morir?

—¿Yo?

Su cara de sorpresa me sirvió de contestación. ¿ÉLl? ¡NO! Entonces ¿quién sino yo? La cosa no tenía vuelta. Traté de ser hombre y me tragué el cototo. Pensé un rato, y por fin le dije:

—Papá, yo sé que soy heredero.

Trató de sonreír pero no le resultó.

—¿Y bien, cómo te sientes de heredero?

—Más o menos igual —dije—. Eso me resultó de la peritonitis, ¿no?

—De la peritonitis —repitió—. Dios tiene medios extraños...

—¿Dios me hizo heredero? —pregunté pensando por qué Dios me haría así.

—¿Quién otro? Sólo Dios podía hacerlo...

—¿Así que no fueron los médicos?

—No lo creo. Ni tienes por qué pensarlo, en realidad, hijo mío...

—¿Estás seguro que no era heredero antes?

—Segurísimo, y no lo ibas a ser jamás —se rió, seguramente para despistar.

Yo me quedé bien serio.

—Ahora que lo sabes, Papelucho, tendrás conciencia de tu responsabilidad.

—Oiga, papá (no sé por qué me puse tartamudo) yo quiero que usted me ayude. No sé qué hacer...

—Hay tiempo para eso, hijo...

—¿Hay tiempo? —lo interrumpí—. ¿Cuánto tiempo?

—Toda una vida...

—¿Uno puede vivir toda una vida y ser siempre heredero?

—Naturalmente, eso depende de ti... y un poco de mí.

—¿Tú piensas eso porque eres mi apoderado? ¿Siempre estarás apoderado de mí?

—Mientras seas menor de edad. Pero, ¿a qué vienen estas preguntas? ¿Tienes algún proyecto? ¿Quieres algo desesperadamente?

—Una sola cosa, pero no puedo decirla. —Yo sabía que es inútil hablarle a un papá de uno de que uno quiere ir a Marte. Igual habría sido inútil si el papá cuando era chico le hubiera dicho al abuelo que quería volar en avión.

—¿No tienes confianza en tu padre, en tu apoderado? Ten presente que no podrás hacer nada sin mi consentimiento...

Por fin comprendí lo del apoderado, y lo del heredero: yo nunca jamás podré hacer nada, absolutamente nada solo. Viviré toda una vida, como dice mi papá, pero con él apoderado de mí.

Esto me trajo malos pensamientos. Ganas de hacer cosas que él no supiera, que él nunca pudiera descubrir... Cosas ni buenas ni malas, pero secretas.

—¿Nunca? —le pregunté.

—Ya te lo dije, mientras seas menor de edad, o sea, hasta los 18 años...

No dije nada y me fui a ver a la Jimena del Carmen. ¿Tendrá apoderado ella? Porque si a mí me faltan diez años y treinta días para ser libre, a la pobre le faltan diecisiete años once meses.

Por suerte, cuando estaba pensando cosas tristes, llegó el Juaniquillo con un canasto de jaivas que me mandaba de regalo el diarero. Y cuando yo las vi tan tristes en el saco mojado, me fui a las rocas con ellas y las solté en el mar. Me dio gusto saber que ellas estaban libres y no tenían ningún apoderado.

XX

Fue una suerte que el Teniente encontrara mi diario, porque si no, ¿dónde iba a anotar todas las cosas que me sucedieron hoy? Es un día completamente Memorable y no se me debe olvidar jamás: Martes de Abril.

Y las cosas sucedieron así:

Resulta que hoy le tocaba salida a mi mamá y aprovechó de irse al Puerto con mi papá para hacer todas sus compras. Así que nos dejó con la guagua a mí y a la Domi. Para variar, la Jimena estaba «odio-sita», o sea, que en realidad es odiosasa y no tiene mucho remedio, según dice la Domi. La cuestión fue que salimos un rato al correo a ver si había cartas y al Trocadero a ver si había baile, y la dejamos solita. No había nada de nada así que nos volvimos.

De repente, me dijo la Domi:

—Yo le contaría una cosa si usted me guardara el secreto —y le brillaron los ojos.

—Cuéntala —le dije.

—¿Y si su mamá sabe después que yo se la he contado? ¡Me mata!

—Entonces no la cuentes...

—Pero a usted le gustaría mucho saberla.

Ella trataba de tentarme, pero la tentada era ella, porque al fin largó su secreto.

Dice la Domi que ella sabe que el pobre profeta me dejó de recuerdo todos sus millones y yo ahora soy millonario. Es decir, uno de esos ricos que me cargan, porque son de «los que no pasan por el ojo de la aguja«. Soy lo más tremendamente rico, y dice la Domi que no tiene remedio. Así que no voy a tener amigos, ni siquiera con quien hablar igual que el profeta.

Me desvelé todo el día pensando y pensando cómo podría dejar de ser tan rico y de repente me acordé que hay un caballero conocido que se arruinó y perdió toda su plata y tal vez mi papá sabe quién es y puede averiguar como lo hizo. Porque ese señor quedó en la ruina y es igual que todo el mundo.

Y estaba pensando en esto, cuando sentí algo raro y era que la guagua había parado de llorar y fui a verla y se había dormido. Me acuerdo que la desperté en premio para que ella entendiera que cuando no llora uno la va a acompañar y justo que ella se iba a reír, cuando ¡zas! vino el temblor.

Al principio se balanceaba la cuna sola y un poco el suelo como en los botes, pero la cosa fue agarrando vuelo y la lámpara parecía incensario y las cosas se caían y los vidrios tiritaban haciendo un ruido supersónico.

La casa iba crujiendo y como agachándose, hasta que me entró la idea de salir fuera con mi hermana y todo. La saqué de la cuna, pero las guaguas son cuestiones complicadas, y sus chales que cuelgan se enredan en las piernas de uno hasta que se viene al suelo con guagua y todo. Pero ¡qué importa la caída de una guagua al lado de la caída de una casa! Porque la casa de nosotros en ese momento se arrodilló y después se acható en el suelo con bastante polvareda y crujido de tablas.

Por fin estábamos arruinados. No teníamos ni casa donde vivir y todo lo que había dentro se había hecho carbonada. ¡Dios me había oído! Ahora sí que estábamos en la ruina...

Me daba un poco no sé qué estar tan feliz cuando mi mamá y mi papá se iban a apenar tanto por nuestra ruina, pero por fin, yo no tenía la culpa, sino el famoso temblor. Y ni siquiera fue terremoto, porque la única casa en el suelo era la nuestra. Era cuestión de suerte y también que no hubiera nadie dentro, porque yo alcancé a salir con la Jimena y la Domi andaba comprando sus famosas aspirinas.

Cuando nos levantamos con la Jimena, empezó a llegar gente, igual que en el incendio del hospital, pero esta era gente conocida y llena de compasión. Todas las mujeres lloraban y le hacían cariños a la guagua y los caballeros decían que esa casa tenía un defecto. Y el defecto era que un constructor había hecho los cimientos y otro la había armado. Pero el que la armó, nunca supo dónde habían hecho los cimientos y parece que era muy lejos de ahí.

Por fin, llegó la Domi con cara de loca y le dio la misma esteria de la Grace, así que yo le pegué en los cachetes. Y ella lloraba por su velador que se había aplastado, pero un ingeniero de la refinería la consoló.

Llegó la policía y todos los cabros de la Escuela y el Presidente del Sindicato de pescadores y mucha gente nueva. Pero, total, que un tractor nos fue a dejar a la casa del cura porque se iba oscureciendo.

La Jimena del Carmen estaba completamente feliz con tanta gente y se reía todo el tiempo y el señor cura me dio un refresco y un pedazo de torta. Las señoras habían ido a comprar chupetes y se peleaban por tomar en brazos a la guagua. Hablaban todas a un tiempo y contaban lo que estaban haciendo cuando vino el temblor y dale con la mala suerte de nosotros. La casa del cura parecía choque de autos con tanta gente.

De repente se abrió la puerta y entró mi mamá corriendo invicta, pero acezando mucho y mi papá detrás, un poco verde.

—¡Dios mío! ¡Están sanos y salvos! —dijo y se echó a llorar ni sé por qué. Mi papá decía: ¡Gracias a Dios! y hablaba con el señor cura y el ingeniero y la Domi que otra vez se quería poner estérica.

—¡Fue muy tremendo el terremoto, señora! Ni sé cómo libramos, pero debe haber sido San Vito el que nos salvó, porque yo le recé en ese momento...

Mientras la Domi se carrileaba contando mentiras de héroe, llegó Javier que venía de las ruinas y traía una ampolleta que no se había quebrado.

—¿Dónde voy a hacer la comida? —preguntaba la Domi—. Iré a ver si se salvaron las lechugas porque yo las tenía preparaditas...

—Papá, se quebró el frasco de la lagartija... —decía Javier.

Todas las señoras ofrecían invitarnos a comer y arreglarnos cama para la noche.

Y en ese momento llegó el Teniente de Policía con mi diario y unos calcetines de papá que encontró en el lavaplatos.

Mamá paró de llorar y abrió los paquetes de cosas compradas y traía jamón que estaba rico.

XXI

Hace mucho tiempo que yo ni escribía mi diario porque estaba muy ocupado, y también cuando se vive en un hotel, no hay tiempo, y la cuestión de que cada vez que uno sale de su cuarto, alguien lo ordena y esconde todo y ni se sabe dónde deja el diario.

Por fin estamos en la casa nueva que es PROPIA y tiene un cuarto para cada uno y un aparato para cada cosa, y un gallinero con gallinas, y una antena para radio.

Una tarde, estábamos tremendamente aburridos de buscar casa, cuando de repente, mi papá vio un letrero que decía: «SE VENDE» y la casa era justo esta y se vendía. Y a mi papá se le ocurrió la idea de que me la podía comprar con los millones del profeta y era puramente cuestión de que yo le dijera que sí. Entró a verla con mi mamá y después nos convidó a mí con Javier y la Domi.

—¿Qué tal? ¿Les gusta?

Y cómo no nos iba a gustar si tenía hasta un baño de asiento, que servía para lavarse los pies en caso de apuro. Así que le dijimos que sí.

—Ahora, todo es cuestión de que Papelucho resuelva... —dijo muy amable.

A mí no me gusta resolver las cosas ajenas porque después si algo sale mal me echan la culpa a mí. Por eso me quedé callado.

—Parece que no te gusta —me dijo mamá.

—Es claro que me gusta —dije.

—¿Quieres comprarla? ¿Quieres que tu papá te la compre?

Me estaban tentando para que dijera que sí, pero yo no me dejo tentar.

—Escucha, hijo mío. Si tú quieres que yo compre esa casa para nosotros, yo la compro. Si me pides mi opinión, te digo que es buen negocio, porque la casa es buena y es barata... ¿Qué dices, Papelucho?

—Si es buen negocio, no la compre. No quiero hacer buenos negocios— dije.

—¿Por qué, hijo mío?

—Porque no quiero ser rico, porque me revientan los ricos...

—¿Y qué piensas hacer con tu dinero?

—Quiero arruinarme. Quiero que estemos en la ruina como antes...

—¡Papelucho! —clamó mamá como en la TV.—. ¿Te parece poca ruina no tener casa en qué vivir y haber perdido todo lo que teníamos?

—¿Estamos en la ruina entonces?

—Y peor que eso... ¡Tú solo puedes salvarnos!

Me sentí como Dios, porque eso lo dicen mucho en las Novenas, y traté de contestar como Él, pero no pude. Así que contesté como contesta mi papá cuando mi mamá le pide algo:

—Yo le digo que me compre la casa si usted me promete hacer otra cosa que yo quiero...

—¡Por supuesto! No tienes más que decirlo...

—Quiero un cheque bien grande para el hospital, porque quiero que le pongan una llave de agua a todas las camas.

—¿Una llave de agua? —preguntó como si no entendiera.

—¿Ve usted que no cumple? —dije yo, aburrido.

—Naturalmente que cumplo... ¿Cuánto quieres? ¿Mil pesos? ¿Dos mil pesos? ¿Cuánto, di?

—Millones. Muchos millones, porque eso vale caro.

—No tienes idea de lo que estás diciendo, niño.

—¿Ve usted como no me va a cumplir?

—Escucha, hijo mío. No puedo hacer con tu fortuna un disparate. Tú serás mañana el primero en reprochármelo, porque yo soy responsable por ella, como tu apoderado.

—En ese caso es mejor no comprar la casa, porque después me van a echar la culpa a mí cada vez que se descomponga un excusado.

Papá se paseaba y se paseaba y de repente frenó:

—En realidad, Papelucho, está muy bien que quieras hacer algo por los enfermos del hospital y en recuerdo del señor Rubilar. ¿Qué te parecería si le diéramos un cheque al Dr. Soto? Pero a mí me había dado por acordarme de los enfermos y la huelga y la falta de comida, así que quería millones y no miles. Lo mejor era que el propio Dr. Soto dijera cuántos quería.

—Yo quiero un cheque como los del profeta —le dije—. Quiero la casa para nosotros y ese cheque para el hospital.

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