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Authors: Betty Dodson

Tags: #Autoayuda, Ensayo, Erótico

Sexo para uno (2 page)

BOOK: Sexo para uno
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Ahora mi objetivo es conseguir que la masturbación se considere como una forma primaria de expresión sexual. Ha llegado el momento del sexo para uno. El siguiente paso en la evolución sexual de la civilización es la aceptación total del sexo en solitario.

Mi fantasía de la liberación sexual en el futuro es la siguiente: es la Nochevieja de 1999. Todos los canales de televisión se han puesto de acuerdo y me han dejado dirigir un programa llamado «Orgasmos en América». En todas las pantallas se verá porno fino creado por el genio más destacado de este país, y con la más alta tecnología. Al dar las doce, la nación entera se estará masturbando en pro de la paz mundial.

Las imágenes románticas del sexo

En los años cuarenta, cuando era joven, las películas estaban llenas de besos largos y húmedos, de ojos tristes y de frases como «Amor mío, te quiero», acompañadas de abrazos apasionados después de una dolorosa separación. Estas eran las imágenes del amor. En Hollywood no se incluían escenas de sexo. Cuando llegaba el momento del sexo, la imagen se fundía en una ola gigantesca rompiendo contra las rocas. Yo sabia que era el momento del orgasmo, y me imaginaba escenas de amor apasionado con mi futuro amante. Algún día nos casaríamos y viviríamos felices para siempre. Todas las chicas de mi edad soñaban con lo mismo, de modo que yo no era distinta, excepto en una cosa: mientras esperaba, disfrutaba en secreto con mis orgasmos solitarios. Mi fantasía de masturbación favorita en esa época era «la noche de bodas». Me veía a mi misma como una estrella de cine fascinante: delgada, sin acné, sin aparato en la boca, y con un busto estupendo (no plano, como el mío). Mientras mi marido esperaba en la cama, yo iba al cuarto de baño a ponerme un camisón de última moda. Lo que más me excitaba era imaginar cada uno de los detalles de mi belleza. Llegaba al orgasmo cuando me quitaba la bata de encaje y ofrecía mi cuerpo desnudo a mi marido. Nunca conseguía verle claramente en mi fantasía, ni tampoco lo que hacíamos en la cama. Todo el sueño era una combinación de
True, Romance
y
Vague
—mi pornografía romántica.

La masturbación fue la única vida sexual que tuve hasta que a los veinte años
me acosté
con alguien por primera vez. Mi familia, mis amigos, el mundo entero y yo hacíamos como si la masturbación no existiera y, por eso, el placer que sentía no era real. Para mí no existió el sexo hasta que encontré amor de verdad en la cama.

A pesar de todo, la masturbación ha continuado siendo parte de mi vida sexual. En ese sentido, no he seguido la pauta común. No es muy corriente masturbarse regularmente después de la infancia. Algunas personas ni siquiera recuerdan haberlo hecho alguna vez. Muchas mujeres y hombres que sí recurren a la masturbación, se sienten solos y culpables por lo que están haciendo. Sin embargo, en otros aspectos soy normal. Fui víctima de una educación muy tradicional y conservadora. Me enseñaron que el placer sexual me lo proporcionaría el pene de mi amante no su mano, ni su boca, y mucho menos mi mano. Pero, a pesar de todo, no obedecía las normas. Aunque masturbarse estuviera mal, yo seguía haciéndolo. Ahora me doy cuenta de que aprendí a tener orgasmos masturbándome y, gracias a eso, he podido disfrutar del sexo en pareja.

Nací en Kansas, una de las zonas más religiosas de los Estados Unidos, y conozco muy bien la opinión de la Iglesia y de los conservadores moralistas. Pero cuando me fui a vivir a Nueva York a los veinte años, incluso a mis amigos más tolerantes les parecía que la masturbación era un sustituto de
lo auténtico.
Esto era en los años cincuenta. Mis únicas fuentes de información sobre el sexo eran manuales sobre el matrimonio y algunos párrafos sueltos de Freud. Cuando me tumbé en un diván por primera vez, el psicoanalista y yo teníamos la misma imagen romántica —el sexo adulto y maduro era tener orgasmos vaginales en una relación sincera. La masturbación estaba bien si no lo hacia demasiado, porque podía terminar convirtiéndose en algo compulsivo e infantil. Estaba convencida de que varias veces a la semana era excesivo, de modo que decidí buscar a mi príncipe azul para ser felices, tener orgasmos, y comer perdices.

De joven tuve muchos amoríos monógamos, superromanticos y con orgasmos apasionados en la cama. Siempre planeábamos casarnos y así justificábamos nuestras relaciones sexuales. No me masturbaba mientras estaba saliendo con un hombre, porque hubiera querido decir que mi vida sexual no funcionaba. Cada una de estas historias duró alrededor de dos años, y, en todas, la ruptura fue deprimente. Estar enamorado era como inyectarse una dosis de emociones. Estaba
enganchada
y no podía vivir sin
chutarme.
Pero no era una adicta muy lista, porque nunca logré aprender a pasar de un amante a otro sin sufrir. Al final de cada romance, la tristeza, el arrepentimiento, la desesperación o la furia acababan conmigo.

Después de pasar muchos años buscando el amor, mi príncipe me encontró por fin. Fue como un sueño hecho realidad, y me casé a los veintinueve años, justo a tiempo para no convertirme en la típica solterona. Durante el primer año, me parecía que nuestras relaciones sexuales eran escasas, pero el psicoanalista me dijo que seríamos más apasionados en la cama después de amoldarnos a nuestra nueva vida. Dejé mi trabajo y me concentré por entero en el matrimonio. Ahora tenía seguridad económica, pero cada vez me preocupaba más nuestra vida sexual.

En el segundo año de matrimonio hacíamos el amor una vez al mes. Y cuando lo hacíamos, mi marido era demasiado rápido y yo no lograba sentir nada. Después nos quedábamos callados. Cuando él se dormía, yo me masturbaba rápidamente debajo de las sábanas. Lo hacia sin moverme, ni respirar siquiera, y luego me sentía culpable y frustrada. No entendía por qué no funcionábamos en la cama si estábamos enamorados.

Era como una yonqui romántica sentenciada a la ruina. Estaba atrapada en un matrimonio que no se ajustaba a mi sueño romántico. A veces me parecía que todo era culpa mía. Creía que no estaba cumpliendo mí parte del contrato. No tenía ningún encanto sexual y él, en realidad, no me quería. No sabía a quién echarle la culpa: a él, a mí o al matrimonio como institución. No se me ocurrió pensar que había otras alternativas en el sexo. Masturbándome sin complejos podía tener un orgasmo todos los días y follar a gusto una vez al mes. ¡Pero no! Cada vez que me apetecía algo de sexo dependía de mi otra mitad, y a veces era verdad que tenía jaqueca.

Al cabo de pocos años, había tanta tensión y tan poca comunicación entre nosotros que ni siquiera tenía ganas de acostarme con mi marido. Empecé a hacer unas obras de arte monumentales. Pero en el sexto año, por más esfuerzos que hice, mis ardientes necesidades sexuales se volvieron a apoderar de mí. Una vez, cuando mi marido se fue a un viaje de negocios, estaba tan salida que me pase una semana de orgía pintando todas mis fantasías sexuales, poniéndome cachonda y masturbándome hasta la saciedad. Dibujé todas las perversiones sexuales que se me ocurrían, que en realidad eran pocas: sexo oral, follar como los perros y rollos entre tres personas. Pero los remordimientos por mi corrupción eran más fuertes que yo, y destruí los dibujos. Los rompí en trocitos y los tiré por el retrete, por si acaso alguien encontraba los restos y los recomponía.

Como es de suponer, mi matrimonio duró poco. Yo quería orgasmos en mi relación sexual. Nos divorciamos como personas civilizadas. Llegamos a un acuerdo sin necesidad de abogados. Yo tendría suficiente dinero para la etapa de transición a la soltería. Pero después de haber sido tan dependiente me preocupaba entrar en el mercado de trabajo otra vez, y tenía enormes inhibiciones para volver a empezar una vida sexual. Aunque daba la imagen de una neoyorquina sofisticada, me sentía como una virgen de treinta y cinco años. Y así empecé mi aventura erótica, con una mezcla de temor y emoción.

Era 1965, justo el momento en que las mujeres americanas estaban viviendo la segunda ola de feminismo. Después de leer
The Feminine Mystique (La
mística femenina)
de Betty Friedan, me convertí en una feminista. Se había roto para siempre el mito de que las mujeres podían encontrar todo lo que deseaban en el matrimonio. Ya no me sentía como un bicho raro por querer ser una artista en vez de una buena madre y esposa.

Empecé a entender por qué la política del matrimonio había afectado a mi vida sexual. Aunque siempre decía que me había casado por amor, en realidad había ofrecido mi atractivo sexual a cambio de una seguridad económica. La sociedad no pagaba a las mujeres igual que a los hombres, y yo estaba regateando con el sexo para obtener el matrimonio —que todavía era el mejor negocio que podía hacer una mujer. Tanto si reservaba el sexo para mi príncipe como si se lo regalaba a mi amante o lo cedía como derecho exclusivo en el matrimonio, estaba haciendo negocio con el sexo. Cuando el cuerpo deja de tener un valor sexual para las mujeres y empieza a tener valor económico, el matrimonio se convierte en una forma legal de prostitución. Por eso muchas esposas se sienten como putas baratas y algunos maridos como chulos que trabajan demasiado.

Durante la época en que me empeñé en perseguir mi ideal romántico, estuve reprimida sexualmente y no tenía independencia económica. Quería que un hombre se ocupara de mí y para eso tenía que complacerle. Yo quería tener el orgasmo más alucinante del mundo follando. A lo mejor dejaba de quererme si llegaba al orgasmo masturbándome o con sexo oral. Como no podía disfrutar del sexo del mismo modo que los hombres, acabé utilizándolo para dominar a mi pareja. Lo único que conseguí fueron escenas violentas de celos que justificaba argumentando que eran por amor. Cuando teníamos peleas terribles, decía que eran discusiones de enamorados. Pero pronto dejé de conformarme con las ideas tradicionales sobre el tema, y empecé a dudar de todo. Me preguntaba si de verdad existía
el amante perfecto
. Dejé de dar importancia al hecho de llegar al orgasmo haciendo el amor. Llegué a la conclusión de que el matrimonio no era la única forma de conseguir una estabilidad económica y sentimental.

Casarse es una de las decisiones más importantes que se toman en la vida. El matrimonio es un negocio en el que se comparten el sexo, el dinero, la propiedad y la posibilidad de tener hijos, de modo que se le debía dar la misma consideración que a una transacción de un millón de dólares. Cualquiera que sepa un poco de negocios, sabe lo importante que es un contrato para aclarar los términos y llegar a acuerdos previos, antes de crear una asociación. Cuando me casé, lo único que dije fue: «Sí, quiero».

Las imágenes románticas que se suelen tener sobre el matrimonio y lo que ocurre en la vida real es una mezcla explosiva. Inconscientemente, las parejas juegan a ver quién es el más fuerte, sin reglas ni acuerdos. En uno de los juegos, el hombre es el responsable de que todo funcione cuando follan. El también es una víctima de la represión sexual, pero se supone que debe tener una erección al ver la belleza de su esposa desnuda, tiene que mantener la erección, excitar a su mujer, y aguantar para no tener un orgasmo antes que ella. Tiene que hacer todo esto sin saber nada de lo que a ella le gusta. La mujer es pasiva: está guapa y encantadora mientras espera tener una experiencia increíble que se llama orgasmo, y cuando ve que no pasa nada, intenta concentrarse en el amor.

En otro juego la mujer es responsable de que el hombre tenga una erección. Utiliza el sexo oral para que se ponga cachondo, y se entrega por entero a darle placer. El se pone encima y hace todo lo que le gusta, mientras ella hace ruidos apasionados para excitarle aun más. El se corre, ella disimula para que parezca que disfruta y él se queda dormido en sus brazos. Ella esta contenta porque le ha hecho feliz y porque le encanta estar con él. Él está contento porque ha demostrado una vez más que es un amante fantástico y le encanta que ella le quiera.

Según Kinsey, el tiempo medio que dura la acción sexual después de la penetración es de dos minutos y medio. No es mucho para pasarlo bien. Mientras el sexo se limite al tiempo que dura la erección y la penetración el sexo se limite al tiempo que dura la erección y la penetración continuará existiendo la lucha de sexos. En la mayoría de los casos se hace en la postura tradicional, que es la que satisface al estereotipo romántico de la mujer pasiva y el hombre dominante. Él intenta aguantar mientras ella intenta con todas sus fuerzas llegar al orgasmo, y casi siempre fallan los dos.

Hay una gran selección de placeres eróticos, pero para disfrutarlos hay que tener una mentalidad abierta. Si se tiene la imagen romántica de que sólo se pueden tener orgasmos apasionados haciendo el amor de la forma tradicional se crea una fijación genital que no permite pasarlo bien, ni evolucionar. En cuanto se olvide la idea de que hay una manera
correcta
o
mejor
de tener relaciones sexuales, todo el mundo tendrá amor y orgasmos en abundancia.

Las imagenes eróticas del amor

Mi primera aventura después del matrimonio cambió mi vida sexual. Blake era un hombre apasionante. Tenía cuarenta y dos años, y dinero suficiente para retirarse. Era catedrático y editor, pero lo había dejado todo para dedicarse a los placeres de la vida. Después de divorciarse, dejó de ir al psicoanalista, abandonó las pastillas que éste le había mandado y no volvió a beber Martini antes de cenar. Cuando nos conocimos, yo llevaba tres años sin tomar una copa, así que los dos estábamos
limpios
. Empezamos a
chutamos
sexo.

Estábamos encantados con nuestra relación experimental, que era muy intensa. Enseguida cambió la imagen que yo tenía del éxtasis. Antes me consideraba afortunada si tenía un orgasmo cuando hacía el amor. No se echa de menos lo que no se conoce. Ahora tenía varios orgasmos seguidos, y de una intensidad alarmante. Después de uno muy bueno necesitaba que Blake me tranquilizara. ¿Me oirían gritar los vecinos? ¿Estaba seguro de que no era malo para la salud? ¿Le gustaba cómo reaccionaba yo? Fue mi primer contacto con la ansiedad de placer, el miedo a tener algo demasiado bueno. Él decía que yo era la mujer de sus sueños.

Era emocionante poder hablar sinceramente sobre el sexo. En nuestras primeras conversaciones acabábamos enseguida tratando el tema del matrimonio, de la monogamia y de la represión sexual. Le contaba lo de mis masturbaciones frustrantes a escondidas y él me hablaba de las suyas. Me contaba cómo sus relaciones sexuales habían ido decayendo después de estar casado diecisiete años. Hacer el amor se había convertido en una rutina. Siempre sabía todo lo que iba a pasar. No había confianza y la falta de comunicación era deprimente. Conseguía orgasmos
extra
masturbándose en el cuarto de baño. Quería un poco de variedad en su vida sexual, pero había prometido ser fiel, y era demasiado idealista para buscarse una relación fuera del matrimonio. La única alternativa era la masturbación, que hubiera estado muy bien si lo hubiera hecho sin complejos. Pero igual que yo, se sentía culpable y frustrado. Poco a poco empezó a verse a sí mismo como un viejo verde.

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