Sin tetas no hay paraíso (14 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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—Parcera, ¡nos jodimos! —Le dijo Yésica muy asustada y se empezó a pasear de un lado a otro, muerta del susto porque esta nueva situación la iba a matar a ella de hambre y a Catalina de tristeza.

—¿Y ahora? —Sólo atinó a decir la petrificada Catalina mientras, por dentro, se desvanecía de a pocos. Yésica no dijo nada y se fue con ella a buscar una lista donde estaban sus clientes de la mafia, pero el único que contestó y con la voz cambiada fue Mariño. Yésica le preguntó por Cardona, pero éste se asustó, le dijo muy nervioso que él no conocía a ningún Cardona y que, seguramente, ella estaba equivocada. Luego le colgó. Volvieron a marcarle pero su teléfono ya se encontraba apagado. Sin atenuantes y pintando las cosas del color que estaban, Yésica solo atinó a manifestarle con pesar a su pálida amiga:

—Hermana nos jodimos. Esos manes se fueron y nos dejaron mamando.

Para capitalizar la ira que sentía por esta nueva decepción, Catalina buscó el teléfono de Orlando Correa y le puso cita en el parque central, bajo la estatua del «Bolívar Desnudo» donde «Caballo» la había dejado plantada con la ilusión a cuestas la tarde lluviosa en que nunca llegó. Lo felicitó en clave por haber hecho «la vuelta» como era, es decir, por haber matado a «Caballo» sin que nadie lo «pillara» y lo citó a las cuatro de la tarde, porque necesitaba verlo para decirle cuánto lo quería y para pedirle el favor de que le hiciera el amor.

Inmerso en un cuento de hadas, sabiéndose deseado por una mujer tan linda como Catalina, Orlando Correa llegó a las cuatro en punto al lugar de la cita y la saludó con efusividad e ilusión. Estaba perfumado y estrenando un pantalón de dril color beige y unos zapatos de gamuza color marrón. La camisa blanca de rayas verdes y carmelitas, que ya era usada, lucía muy limpia y pulcra. Catalina también lucía hermosa y hacía esfuerzos ingentes para que no se le notara el odio que sentía hacia él ni la tristeza que tenía por la desbandada de los narcos, y especialmente la de Cardona.

Con angustia, Orlando quiso concretar la propuesta principal de Catalina durante su llamada y la invitó a un motel. La niña le dijo que aceptaba gustosa, pero, tejiendo la red de su venganza, explotó su debilidad de macho cabrío y le preguntó si a él le gustaría estar con dos mujeres, al mismo tiempo, porque ella tenía una amiga que también estaba necesitada de un hombre y que a ella le daba pesar dejarla sola, en ese estado, siendo, como era, su parcera del alma. Orlando respondió con un nudo en la garganta que sí, que por supuesto, que claro, que cómo no, que no había problema. No podía creerlo. Estaba a punto de concretar su fantasía sexual y más aún junto a la mujer que estaba empezando a amar. Se fueron entonces a recoger a Yésica, quien ya estaba al tanto del plan y los tres se metieron a un motel de los cuatro que encontraron en una misma cuadra a la salida hacia Armenia.

Por generosa solicitud de Orlando, se instalaron en la habitación más lujosa que encontraron en aquel lugar decorado con mal gusto y una serie de expresiones arquitectónicas extrañas que combinaba columnas llenas de canales y pedestales monumentales copiados de la antigua Babilonia, grandes ventanales posmodernistas hasta jardines con materas colgadas de las ventanas propias de las fincas cafeteras. En la habitación encontraron una cama triple cuya baranda servía de soporte a dos mesas de noche sin ninguna gracia, dos lámparas ancladas a la pared y un radio de carro incrustado en el cajón principal de uno de los nocheros. Cerca de la puerta había un confortable sofá de tela rayada y una mesa con tres sillas y un florero de vidrio grueso y pesado. Las cortinas eran rojas, al igual que el tapete de la habitación y un televisor pegado a la pared proyectaba las imágenes pornográficas de siempre: una mujer succionando el pene de un hombre. Ante la mirada incrédula y ansiosa del homenajeado, las dos mujeres empezaron a quitarse la ropa con una alta dosis de premeditada sensualidad, mientras el ingenuo guardaespaldas sólo atinaba a desvestirse con torpeza y angustia, sin quitarles los ojos de encima.

De acuerdo con el plan, de un momento a otro las mujeres detuvieron el show y le pidieron a Orlando que se dejara amarrar para hacer más excitante el momento. Correa, como le llamaban sus compañeros y sus jefes, aceptó sin objetar la irresistible propuesta. Las mujeres procedieron a atarlo de pies y manos a la cama con unas cuerdas que traían en su bolso. La emoción no lo hizo sospechar de nada. Lo cierto fue que apenas el candoroso hombre estuvo reducido a la impotencia, las mujeres se empezaron a vestir ante su asombro total y se le treparon con el deseo de hacerle pagar todo lo que él y sus dos amigos habían hecho y también todo lo que no habían hecho. Lo golpearon de una manera despiadada, en una especie de juicio sumario, mientras le recordaban sus delitos.

Lo apalearon hasta el cansancio, sobre todo en los genitales, para que jamás se le volviera a ocurrir aprovecharse de una niña. Catalina le pegaba con furia en el pene y los testículos con el florero que adornaba la habitación. Los gritos de Orlando competían con la radio a la que Yésica subió el volumen hasta su máximo nivel. El rehén gritaba pidiendo perdón, pero de nada sirvieron sus súplicas. Las mujeres estaban dispuestas a quitarle para siempre el arma con que violaba a las niñas y lo hicieron. Orlando perdió un testículo, la sensibilidad del glande y la posibilidad de volver a procrear.

Antes de huir del lugar, Catalina lo obligó a decirle el nombre del tercer hombre que abusó de ella esa noche y el pobre Orlando, apaleado como estaba y bajo la amenaza de perder para siempre su pene y el testículo que le quedaba, no tuvo más remedio que contarle que se llamaba Jorge Molina, al tiempo que le daba su número telefónico.

A Jorge Molina lo citaron en el mismo lugar. Catalina le dijo que lo recordaba con deseo, que de los tres era el que más le gustaba, que si él tenía algún problema en hacerle el amor y que si se molestaba si a su encuentro amoroso, llevaba una amiga que estaba necesitada de un hombre pues a ella le daba pena dejarla con las ganas y más aún después de contarle que él era el mejor polvo del mundo. Jorge Molina, el más lujurioso de los tres, no se molestó. Su ego de macho omnipotente voló por las nubes.

Sintió que el cielo no era ese conjunto de nubes blancas y grises con fondos azules que veía todas las mañanas desde su ventana sino el hecho de hacer el amor con dos hermosas nenas como Catalina y Yésica. La tomó tan a pecho que antes de llevarlas al Motel se metió a una tienda de objetos sexuales y se gastó una fortuna comprando estimuladores chinos, tangas pervertidas, retardadores de la eyaculación y hasta un delantal de camarera que las hiciera ver más provocativas de lo que ya lucían.

De camino al motel, se hizo todas las ilusiones del mundo. La más importante era la de proponerles que se casaran ambas con él. Pensaba decirles que las amaba profundamente y que se fueran a vivir los tres porque ahí donde lo veían, en carro prestado y todo, cuidándoles las espaldas a los patrones, a toda hora, él se iba a convertir en poco tiempo en un duro. Que ya conocía el negocio, que ya sabía cómo fabricar la coca, que ya se sabía las rutas de memoria, que ya sabía dónde encontrar los contactos en México, Los Ángeles, Nueva York, Chicago y Madrid y que, dentro de muy poco, cuando delatara a sus jefes con la DEA, iba a tener mucha plata para ponerlas a vivir a las dos como lo merecían, como el par de reinas que eran.

Pensó también que no era mala idea gastarse lo último que le quedaba de la quincena llevándolas a un centro comercial después de salir del motel y comprarles una pinta bien linda, con zapatos incluidos, para que ellas se fueran familiarizando con su amplia y desinteresada forma de ser. Entrando a la habitación les alcanzó a contar que se iban de compras al salir del motel. Ellas le agradecieron con un beso simultáneo sobre sus mejillas y le aconsejaron, por calcular cuánto dinero tenía, que no se molestara porque ellas eran muy exigentes razón por la cual el detalle podría resultarle muy costoso. Jorge Molina, que toda la vida tuvo ínfulas de traqueto, les dijo que no se preocuparan porque si él prometía algo era porque podía. Que el dinero era lo de menos porque él ya estaba empezando a traquetear con dos kilitos semanales y que más bien se empezaran a quitar la ropa porque él estaba que ardía.

Así lo hicieron antes de amarrarlo con el pretexto de querer más emociones y una hora después, el pobre Jorge Molina yacía sobre la cama, ensangrentado, a punto de perder el conocimiento, con los genitales en estado lamentable, la cara amoratada a punta de golpes y diciendo la clave de la tarjeta débito que, junto con 300 mil pesos, era lo único que respaldaba su habladuría. En un cajero del centro de Pereira sacaron 860 mil pesos que era todo lo que tenía, el pobre Molina y se fueron a emborrachar dos veces. Una para celebrar la venganza contra los tres hombres que le impidieron venderle el virgo a Mariño y otra por la desbandada de sus amigos traquetos a quienes extrañaban con dolor.

Orlando Correa y Jorge Molina se encontraron por esos días en situaciones muy similares con los rostros y la hombría rotas, pero sintieron vergüenza de admitir que estaban en ese estado lamentable gracias a la ira de dos mujeres, por lo que uno de ellos inventó que un taxi lo había atropellado cuando se bajaba de la camioneta del patrón; y el otro, Jorge Molina, el más chicanero de todos, que un hombre intentó matarlo, seguramente porque no quiso pagar una extorsión al grupo guerrillero que lo chantajeaba. Dijo que por su pinta, los carros en los que andaba y lo bien vestido que mantenía, un frente de las Farc lo confundía, a menudo, con un rico. Ninguno de los dos se creyó, pero para los demás, los cuentos inventados sirvieron para justificar el cambio físico de sus caras y a Jorge Molina le sirvió para subir de estatus ante su familia y sus amigos.

Pero la estampida de los narcos no afectó sólo el ego y los sueños de Catalina por tercera vez ni el bolsillo de Yésica, ni la ocupación de la sala de cirugías de la clínica estética, ni los planes del doctor Bermejo de comprarse un BMW. También afectó las relaciones intrafamiliares de Ximena, Vanessa y Paola, cuyas madres, acostumbradas a recibir grandes mercados y dinero producto del trabajo de sus hijas, se dedicaron a cantaletearlas, día y noche, hasta hacerlas tomar una determinación desesperada y denigrante: trabajar en una casa de citas donde, por muchísimo menos dinero, se acostarían hasta tres veces en la noche con desconocidos de todos los pelambres.

Nada de esto le dijeron a Catalina y a Yésica que terminaron rodando en Bogotá, de clínica de estética en clínica de estética, y de casas de amigos, a los que aburrían en una semana, en casas de otros amigos que no sabían que ellas los iban a aburrir en una semana.

A la otrora cotizada Paola le correspondió como primer cliente a un funcionario público. Bien perfumado y muy bien vestido, no así buen amante. El burócrata pactó por 200 mil pesos una hora de placer con ella. Una vez finiquitado el negocio se metió al baño, sacó de su chaqueta una caja de viagra y se tomó una pastilla con agua extraída del lavamanos y retenida entre sus manos yuxtapuestas.

Paola que lo esperaba en una habitación húmeda y llena de malas energías, de las seis que tenía la casa, no hacía más que pensar y pensar en «El Titi» y en lo que él le iba a decir cuando supiera que por su culpa protectora se había tenido que meter a puta.

En esas apareció el hombre de aspecto bonachón y cara de corrupto y empezó a esbozar una sonrisa nerviosa y estúpida con la que le pidió un beso. Ella le dijo que los besos eran solo para el novio y logró disgustarlo tanto, al punto que, sin mediar palabra, se subió a la cama, se metió bajó las sábanas, se quitó los pantalones y los interiores, los dobló maniáticamente, los puso sobre la mesa de noche y la haló con sus brazos para hacerle después el amor, en completo silencio y sin despojarse ni de la camisa ni de sus medias negras, finas, delgadas y largas hasta la rodilla. Paola lloró de rabia, en silencio y sin percibir placer alguno.

En ese momento no sintió tanto su vertiginosa caída al abismo de la desgracia como cuando el hombre sonriente y con cara de corrupto, sacó de su billetera dos billetes de 50 y cinco de 20 mil y se los lanzó con cicatería, sobre la cama revolcada y húmeda, para luego salir sin despedirse.

A Ximena le fue peor porque tuvo que acostarse, la primera noche, con el dueño del establecimiento, con todo su historial de al menos 500 mujeres, la mayoría prostitutas, y sin recibir un solo peso por sus servicios.

A Vanessa tampoco le fue mejor que a sus dos amigas. Comenzando porque tuvo que pelear con un cliente que se rehusaba a poseerla usando un preservativo. Decía que no quería hacerlo con un condón, que de esa manera no sentía placer y que le pagaba el doble de la tarifa si se dejaba penetrar sin ese forro de caucho asqueroso e incómodo. Vanessa, que necesitaba ese dinero, estuvo tentada a hacerlo, pero se puso a pensar que si ese tipo hacía lo mismo con todas las prostitutas de la ciudad, seguramente ya era portador de un sida o cuando menos una venérea. Por eso se aguantó las ganas decirle que sí y, a cambio, le propuso que se dejara hacer cositas muy ricas sin necesidad de penetración.

El tipo aceptó a regañadientes y se desvistió de mala gana. Incluso estuvo tentado a salir de la habitación en busca de otra mujer, pero Vanessa le pidió que no se marchara, que la dejara intentar algo porque ella no quería que él se fuera con una mala imagen de las mujeres del lugar. El hombre que tenía cara de asesino en serie, mirada de loco, cejas pobladas, pómulos salidos, quijada pronunciada y gafas de marco negro y grueso, le dijo que tenía dos minutos para demostrarle por qué no se tenía que marchar.

Pero a Vanessa sólo le bastó un minuto para demostrarle que ella era la mejor. Al final, el anónimo personaje que vestía de luto quedó tan satisfecho con la versatilidad y la imaginación de la mujercita, que decidió, de todas maneras, pagarle el doble por sus servicios. Sencillo, por cumplir con la tarifa y doble por haberlo llevado a las estrellas. Le pidió también que se convirtiera en su concubina, pero Vanessa, imaginando que la vida al lado de un depravado como él no iba a ser fácil, lo sacó de taquito con un argumento muy inteligente. Le dijo que no podía hacer eso porque ella tenía que ser muy honesta con él y le debía confesar el motivo de su renuencia a hacerlo sin condón. El le preguntó el porqué y Vanessa no tuvo reparos en inventarle que ella estaba infectada con el virus del VIH, que no le quería hacer daño a nadie y que por eso le exigía a todos sus clientes usar el condón.

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