Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
Queriendo compensar la inmensa dicha que sentía, Albeiro se dedicó a acariciarla, a consentirla y a besarla hasta el alba.
Horas más tarde, cuando la mayoría de invitados aún dormía, Albeiro se apareció en la alcoba de su amada con un plato humeante de caldo de gallina, preparado por él mismo y cuya bandeja compartía con un par de flores recogidas en los antejardines del vecindario. Catalina sintió pesar por él una vez más y no tuvo otro remedio que continuar su actuación inventando gestos de dolor y haciendo dificultosa su sentada en la cama invadida en todas partes por distintas personas. Viéndola sufrir por su culpa, Albeiro lloró en silencio mientras ponía en su boca una y más veces la cuchara repleta de caldo de gallina. Con picardía y timidez le agradeció el haberle entregado su virginidad y le reiteró con orgullo sus intenciones de llevársela a vivir en una pieza que ya tenía vista en el barrio El Dorado donde una señora les dejaría poner en el pasillo una estufita para cocinar. Le dijo que aunque el baño tenía que compartirse con otras cuatro familias, tenían a su favor que la alcoba que él pensaba tomar era la más próxima a éste, por lo que el trayecto a recorrer con una toalla alrededor del cuerpo sería relativamente corto y se podía cruzar con una pequeña carrera de cuatro pasos.
Ella tenía muy claro que ese no era el estilo de vida que quería llevar, y le dijo que todavía no estaba preparada para vivir con un hombre, pero que la esperara porque lo amaba y no era capaz de pensar en alguien distinto. En esas se detuvo un taxi frente a su casa y de él vieron bajar a Paola, Vanessa y Ximena en perfecto estado de degradación, esto es, ebrias, dando tumbos, riendo a carcajadas, y diciendo groserías, con el maquillaje corrido, la ropa amigada y una botella medio consumida de vodka en sus manos. Albeiro le dijo que él creía que esas «viejas» andaban en malos pasos y Catalina le preguntó el por qué de su duda, sospechando, quizá, que su novio hubiera frecuentando su casa durante el tiempo que ella permaneció en Bogotá. Albeiro le dijo que no era normal verlas salir todas las noches, verlas regresar siempre de madrugada y saberlas dormidas durante el día. En relación con la otra sospecha, le dijo que sí, que de vez en cuando frecuentaba su casa con el ánimo de saber si su madre sabía algo de ella, pero que nada más porque doña Hilda no se prestaba ni para entablar una conversación. Le dijo también que su mamá le había informado sobre su paradero en ese hotel de Bogotá y que «la señora Hilda» se comportaba muy bien con él. Omitió decir que portarse bien con él, no significaba, literalmente, saludarlo con amabilidad, hacerlo seguir, preguntarle por su familia, por sus cosas y prepararle tinto e incluso comida.
No le contó, por ejemplo, que una noche cuando él llegó a preguntarla, doña Hilda estaba vestida con una pijama de velo transparente que le dejaba traslucir su panty blanco de licra que le demarcaba las partes íntimas con terrible precisión y que él, no habiendo aguantado más la angustia que sentía por poseerla desde hacía varios meses, le había pedido el favor de dejarlo quedar en la casa porque estaba peleando con su familia y no tenía en donde pasar esa noche. Que doña Hilda, no objetando su petición, lo acogió con cariño y lo acomodó en la habitación de Catalina sin sospechar siquiera que tres horas más tarde él se aparecería en su alcoba, como poseído por el demonio, a hacerle pagar todas y cada una de las angustias que ella le hacía sentir cada vez que le daba la espalda en la cocina. Que aterrada, doña Hilda intentó expulsarlo de la alcoba, pero que Albeiro la tomó con fuerza por los brazos tumbándola con furia sobre la cama para luego embestirla con la cabeza y besarla entre las piernas, cosa que ella no resistió como no lo podía hacer en aquella, ni en épocas pretéritas ni pospretéritas, mujer alguna. Fue una noche de candor entre una mujer que no sentía el peso de un hombre sobre su humanidad hacía un par de años y un hombre que permanecía fiel a su novia y en completo celibato desde hacía el mismo tiempo.
Una vez pasó lo que tenía que pasar, un sentimiento de culpa se apoderó de la madre de Catalina quien se sentía usurpando el lugar de su hija. Por eso le pidió a Albeiro que no volviera, por temor a que se repitiera lo mismo y también porque su hija no merecía un hombre que era capaz de acostarse hasta con su propia madre. Albeiro trató de convencerla con todo tipo de argumentos y disculpas sicológicas, fisiológicas, y lógicas pero doña Hilda no las aceptó y le reiteró su solicitud de desaparecer de una buena vez por todas de la geografía mundial. Albeiro no sólo no le hizo caso sino que la violó, bajo su propia complacencia, otro par de veces, argumentando que la culpa era de ella por conservarse tan linda y deseable, y también por abrirle la puerta de la casa a sabiendas de sus intenciones y mentiras.
De todas maneras, Catalina ni lo supuso ni Albeiro se lo contó, además, porque doña Hilda le dejó muy en claro, la cuarta vez que se apareció por su ventana golpeando con una piedra muy pequeña, que tenían que ponerle fin a esa situación argumentando que ella se sentía muy mal haciéndole el «cajón» a su hija y porque ella, Catalina, acababa de llamar desde Bogotá. Albeiro aprovechó la oportunidad para preguntarle en qué lugar se estaba hospedando y doña Hilda se arrepintió después de haberle dicho que se estaba quedando en el hotel La Concordia. Albeiro le agradeció por la sensatez, por la información, por las tres veces que estuvo con él y el amor por su hija al sacrificar jornadas de lujuria tan extremas como las que estaban viviendo ambos y se marchó a Bogotá con la misión apocalíptica de dañar por quinta vez el sueño de Catalina. Allá llegó justo antes de que Mauricio Contento viniera a anunciarle que la operaba al día siguiente porque tenía que hacer un viaje que lo alejaría por una semana.
Pero ni Catalina ni Yésica supieron que Mauricio Contento había hecho de esa situación una excusa perfecta para evadirse de ellas, que a esas alturas y en esas condiciones, comiendo, viviendo y lavando ropa en el hotel, le estaban saliendo más costosas que la misma operación.
Lo hizo aprovechando la sospechosa actitud de Yésica cuando bajó a decirle que la mamá de Catalina estaba en la habitación. Mauricio Contento sabía que eso era mentira, pero no dijo nada porque necesitaba esa «papaya» desde el día en que le hizo el amor por última vez a Catalina, quien seguía en Pereira ignorando las intenciones de su médico y amante.
Albeiro, por su parte, no dejaba de paladearla y consentirla por entregársele a él, aunque estuviera inquieto y a punto de disparar una duda que lo traía intranquilo desde las 5 y 44 de la mañana. Con la última cucharada de caldo se decidió a preguntarle mientras limpiaba la boca de Catalina con una servilleta partida por la mitad:
—Mi amor —le dijo mirándola, pero ella lo encaró de una manera tan defensiva que Albeiro lo pensó para aventurarse de nuevo a preguntarle:
—¿Por qué no sangraste?
Catalina se sonrojó, pero echó mano de su ya basta experiencia para superar el difícil momento. Le dijo que ella no sabía. Que quien tenía que saber era él y que ella no tenía ni idea del porqué. Como Albeiro seguía inconforme con la respuesta, Catalina se aventuró a herir su orgullo de macho para obtener la respuesta que él tenía en la punta de la lengua, pero que no se atrevía a decir aún, en espera de que ella terminara confesándole que no era virgen al momento de entregarse a él.
Le dijo, con toda la premeditación del caso que, a lo mejor, el tamaño de su miembro no era lo suficientemente grande ni fuerte como para romperle el himen y su estrategia de desbaratar el ego de su novio le arrojó, de inmediato, los mejores resultados. Herido como un toro rejoneado, Albeiro saltó de la cama a justificar la ausencia de sangre durante la relación en la simple teoría de los hímenes elásticos y complacientes que no se rompían durante las primeras relaciones. Catalina le dijo que a lo mejor era así y él le respondió con énfasis, total seguridad y energía que no era que a lo mejor fuera así, sino que, con seguridad, era así. Dejando en firme su calidad de macho no logró sino que Catalina se saliera de nuevo con la suya al ocultarle que él se acababa de convertir en el sexto hombre en su vida. Pero Albeiro tampoco perdió del todo, pues no le dejó saber a ella que no había sido la primera sino la segunda en su familia.
Doña Hilda, que escuchaba desde su habitación los susurros, las risas espontáneas y los alegatos momentáneos de su hija y de su yerno amante, se mordía los labios de la ira, invadida por unos celos superlativos y extraños que no sentía desde hacía mucho tiempo, mientras se hacía la dormida maldiciendo el momento en que le abrió las puertas de su corazón al hombre que amaba su hija. Estaba convencida de su error, pero tenía el mismo convencimiento de no poderlo ni quererlo remediar. Estaba enamorada de su yerno. En sus noches lo soñaba, se retorcía de las ganas por tenerlo y en no pocas ocasiones, tuvo que irse al baño a ducharse con agua fría para evitar volver a sus andanzas solitarias de la pubertad cuando se masturbaba por un profesor de educación física que la traía loca.
Cuando Albeiro viajó a Bogotá en busca de Catalina, ella le escribió una carta que al final se arrepintió de entregarle y en la que le pedía que no se fuera. Que dejara a Catalina vivir en paz su aventura y que se quedara a vivir con ella. Que lo necesitaba, que le hacía falta, que lo amaba más que a su propia hija y que, por favor, hiciera lo posible por olvidarla porque su alma ya empezaba a sentirse marchita y triste al saber que él solo se fijaba en ella por sus encantos eróticos y no por la comida que con tanto amor le preparaba las noches cuando él iba a visitarla con el pretexto de saber si Catalina había llamado.
La otra parte de la carta era un manual de instrucciones actorales para sortear la posible visita de Catalina en caso de que Albeiro aceptara hacer vida marital con su suegra. Le decía que ante esa eventualidad ella iba a disimular lo máximo posible para que Catalina no sospechara que ella estaba enamorada o que entre los dos pasaba algo. Le prometió que los iba a dejar tener su noviazgo, aunque ella se tuviera que morder los labios de rabia y le propuso que compartieran su casa, su cama y el secreto de su amor hasta cuando él tuviera el coraje suficiente para enfrentar la situación. Le escribió también que si él decidía no dejar a Catalina, ella tendría la paciencia necesaria para llevar el secreto hasta la tumba, siempre y cuando él aceptara, como mínimo meterse bajo sus cobijas una vez al mes.
Albeiro nunca conoció la carta, pero doña Hilda, que lo seguía escuchando mientras consentía a Catalina en la otra habitación, estaba pensando en entregársela mientras la doblaba con delicadeza, tratando de remedar la manera en que Catalina se las envolvía en el colegio pero, desde luego, sin poder hacerlo. Al final la dobló por la mitad y luego la volvió a doblar por la mitad, se la echó dentro del sostén, se puso la pijama y salió a preparar un tinto para poder tener un pretexto que le permitiera irrumpir en la habitación donde su hija lloraba de ternura ante las dulces palabras que Albeiro lanzaba con un tono infantil y arrullador.
Lo que hay de un sueño a una pesadilla
Al mediodía cuando Albeiro salió hacia su trabajo luego de secretearse en la cocina con doña Hilda por espacio de 45 segundos, Catalina no aguantó más las ganas de saber lo que estaba pasando con sus amigas y cruzó la calle cubriendo su pijama con una levantadora de su mamá. La mamá de Paola le abrió la puerta, la saludó mal y le dijo que Paola se encontraba durmiendo porque se había metido a trabajar, en las noches, en una fábrica de camisas. La mamá de Ximena le abrió la puerta, la miró mal y le dijo que ella estaba durmiendo porque trabajaba en un negocio de comidas rápidas que abría las 24 horas y que a ella tenía esa semana, el turno de la noche. La mamá de Vanessa le abrió la puerta, la miró bien y la saludó con amabilidad, pero le dijo que su hija dormía en esos momentos porque se encontraba trabajado de modelo en unos eventos nocturnos.
Con las tres versiones recogidas Catalina se hizo a una idea clara de lo que podía estar sucediendo y caminó hasta la casa de Yésica para pedirle que fueran a hablar con ellas porque si estaba pasando lo que ella pensaba, tenían que hacer algo para ayudarlas, ya que una cosa era un sueño y otra muy distinta una pesadilla.
Sólo hasta las siete de la noche pudieron hablar con ellas. Se acababan de maquillar y sus cabellos lucían mojados y sus párpados hinchados. Todas lucían bajitas de peso y ninguna conservaba ya ese brillo juvenil y despierto de sus ojos que alguna vez les merecieron piropos callejeros a granel, cartas de admiradores por montones y suspiros de sus compañeros de clases en cantidades pasmosas. No. Ahora lucían ajadas, descompuestas, deprimidas y tristes y sin sentido del humor. En sus miradas se advertía un llanto lastimero y silencioso que no las dejaba ver marchitas del todo. Paola había perdido el don de la chicanería que la caracterizaba de las demás. Vanessa hablaba mucho menos que antes y Ximena ya no sonreía como solía hacerlo cuando Yésica las reunía en el parque para contarles sus odiseas sexuales al lado de hombres experimentados.
Cuando Yésica les preguntó por lo que estaba pasando, ninguna quiso contestar. Se miraron entre sí, Ximena empezó a tejer figuras con la punta de su cabello, Vanessa soltó una sonrisa más nerviosa que débil y Paola cambió de tema con habilidad.
—¿Cómo les fue por Bogotá? ¡Casi no vuelven!
Yésica que por experiencia, aunque la menor de las tres, oficiaba como la segunda mamá de todas, les dijo que bien, pero que no le cambiaran el tema porque ella necesita saber lo que estaban haciendo. Al final de muchos juegos de palabras Ximena estalló en llanto poniendo el alfiler en el globo. Un globo que se desinfló al ritmo con el que contaban historias tan crueles, inverosímiles y trágicas como la sucedida a Vanessa la noche aquella cuando se tuvo que acostar con un hombre ebrio que le robó el dinero que ganó durante toda la noche con tres clientes distintos, justo cuando ingresó al baño a ducharse después de haber terminado su trabajo. Contó que al salir el tipo ya no estaba en la cama y que tampoco lo encontró en la mesa del bar del establecimiento donde lo había conocido. Cuando el dueño del lugar le exigió el porcentaje que a él le correspondía, ella no encontró un solo peso en la cartera.
Ximena contó que una vez le tocó irse a la habitación con un maniático sexual que la quería colgar del techo para hacerle el amor en el aire, cual trapecista de circo, pero que ella se había negado por lo que el hombre, energúmeno, la iba a ahorcar por las malas con la misma soga con la que la iba a colgar por las buenas antes de que ella se negara a ejecutar la exótica prueba. Sus gritos la salvaron de una muerte segura y el loco tuvo que conformarse con no ser denunciado gracias a que el lugar era clandestino y ningún escándalo beneficiaba a su propietario.