Sin tetas no hay paraíso (13 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Cuando Catalina se apareció, sonriente, en el antejardín de la casa, llena de paquetes y con una sonrisa ingenua, doña Hilda y Bayron ya salían para la morgue a buscar sus restos en una de las bandejas de los congeladores de ese terrible lugar. Como las explicaciones de Catalina fueron tan vagas y se limitó sólo a decir que estaba más bien que nunca, Albeiro le pegó una cachetada y le terminó, doña Hilda la encendió a correa y la echó de la casa y su hermano Bayron la puteó hasta el amanecer.

Capítulo 8

La fábrica de muñecas

Dos días después, aún con los morados que le quedaron regados por todo el cuerpo después de la paliza que le propinó doña Hilda y sumida en una gran tristeza por la pérdida de Albeiro, Catalina se apareció con Yésica en la clínica donde, meses atrás, la habían operado a ella de los senos. Preguntaron por el doctor Alberto Bermejo y lo esperaron toda la mañana hasta que el cirujano esteticista salió de practicar una blefaroplastia. Ninguna entendió lo que significaba esa palabra tan «descrestadora» y rara por lo que decidieron ir al grano luego de asentir con la cabeza, como para no pasar de ignorantes, cuando él les preguntó si sabían que era una blefaroplastia y antes de preguntarles en qué les podía servir.

—Doctor Bermejo, mi amiga necesita que le agranden las tetas.

—Una mamoplastia de aumento. —Dijo en voz baja sin quitarle la mirada de encima y asombrado con la corta edad de la paciente.

Con algo de compasión, empezó la difícil tarea de convencimiento para que Catalina aplazara la decisión. Le preguntó que cuántos años tenía y casi se muere cuando la niña de los ojos de Albeiro le contó que rondaba los catorce.

Moviendo la cabeza hacia los lados el cirujano se fajó a fondo para evitar el cercenamiento de la inocencia de la niña que tenía enfrente, pero no valieron sus palabras ni sus advertencias ni su intento de desubicarla con un discurso digno de congreso científico, con expresiones tan complicadas y palabras tan técnicas que Catalina y Yésica quedaron en las mismas.

Empezó diciéndoles que tenía que observar a través de una ecografía, que el tejido mamario tuviera una distribución y una ecogenidad normal y que el patrón fíbroglandular no produjera refuerzo acústico, señal de ausencia de fibroquistes, fibroadenomas o lesiones dominantes en el cuadrante superior externo hacia la cola axilar, que era por donde, presumiblemente, se iba a implantar el gel de silicona cohesivo con paredes rugosas, sin afectar el tejido celular subcutáneo ni la región retroaureolar con posición subfacial subglandular.

Ante la premeditada verborrea del doctor Bermejo, las caras de Catalina y de Yésica se tornaron tan extrañas como cuando alguien está despertando de un ataque de epilepsia. Sin duda alguna el cirujano rebuscó toda la terminología a su alcance para confundirlas y lo logró. Cuando ellas le pidieron que repitiera en Español lo que él les acababa de decir, este trató de bajar un poco el nivel de su exposición:

—Mejor dicho, cómo les explicara —les dijo al ver sus caras de despiste, —puedo implantar las prótesis de silicona bien sea por la cavidad axilar o la circunferencia aureolar, es decir, el pezón. El problema es que por la edad de la niña, ninguna de estas áreas, ni siquiera las glándulas mamarias, se han desarrollado lo suficiente por lo que corremos el riesgo de deformaciones no congénitas al final del desarrollo. De manera que si insistes en la cirugía, me veré obligado a dejar una pequeña cicatriz en forma de T invertida muy antiestética o, en su defecto, una cicatriz de corte vertical en el surco submamario.

Catalina seguía sin entender media palabra de las que el médico pronunciaba, pero le manifestó, con suma astucia, que él era el cirujano y que ella confiaba en lo que él sabía hacer. Que le metiera las siliconas por donde él quisiera o por donde pudiera, pero que se las metiera, porque sino ella moriría de tristeza. Y que por las cicatrices no se preocupara porque a su novio lo único que le importaba era que las tuviera grandes, así estuvieran rayadas.

Sin más remedio, Alberto Bermejo accedió a practicarle el examen y la cotización, le estableció una dieta rigurosa y le exigió una serie de exámenes, requisitos sin los cuáles no se comprometía a operarla. Catalina le dijo que no se preocupara que ella cumpliría con mucho juicio todas las indicaciones y el médico le recordó que la principal era la de traer cinco millones y medio de pesos en efectivo a lo que Catalina respondió que no se preocupara, pero que se la dejara en los cinco millones cerrados porque no podía conseguir más.

Quedaron en eso y Yésica aprovechó la oportunidad para averiguar por la operación de mentón. Alberto Bermejo le dijo que se llamaba mentoplastia y que se lo podía aumentar, usando implantes de silicona, o se lo podía achicar, limando el hueso de la mandíbula inferior. Que cuál de las dos cosas requería, que si aumento o reducción del mentón, porque a decir verdad él no sabía cuál operación le hacía falta, en una clara manifestación de que ella no necesitaba de ninguna de las dos. Ella se miró al espejo, primero de frente y luego de perfil, pero no supo responder.

Optó entonces por cotizar una operación para aumentar el tamaño de sus nalgas y otra para disminuir el tamaño de sus cachetes. El doctor le dijo que el posoperatorio de la primera cirugía era inmundo y desesperante, pero al igual que Catalina, Yésica no escuchó razones y se hizo programar la operación que consistía, según Alberto Bermejo, en implantar un par de prótesis bajo el músculo glúteo o en inyectar en las nalgas líquido graso extraído del abdomen u otro lugar por medio de una liposucción. La otra cirugía se conocía con el nombre de bichectomía y consistía en extraer un par de glándulas de la cara para disminuir el tamaño de las mejillas. Yésica se comprometió a conseguir el dinero para hacerse las dos transformaciones.

Con la fe puesta en su futuro y visualizando su figura totalmente transformada, a partir de lo rentable que iba a resultar su nueva vida con los senos operados, Catalina preguntó que cuánto podían costar todas esas operaciones que el doctor había nombrado, es decir la de los senos, la de la cola, la de los labios, la liposucción, la del mentón, la de la nariz, la de los cachetes y la de la boca, y el médico respondió, con algo de burla, pésimo humor y mucho conocimiento del comercio de mujeres entre traquetos, que mucho dinero:

—Más de lo que pueden ganarse ustedes durante los fines de semana de todo el año, pero desde que tengan quien las respalde, no se preocupen que aquí hasta les fiamos. Un poco molesta por el chiste, pero al mismo tiempo muy animada, Catalina salió del lugar ensayando la manera de decirle a Cardona que la operación ya no costaba cinco sino seis millones de pesos para poderse quedar con un millón con qué ayudar a su mamá en los gastos de la casa.

—Fresca parcera que ese billete para esos manes no es nada. Es como quitarle un pelo a un gato —le dijo Yésica riendo como para tranquilizarla y hasta se ofreció a acompañarla al día siguiente al apartamento de Cardona que quedaba en el último piso de una torre de 15 donde, entre otras personalidades vivían narcotraficantes, políticos, contratistas del Estado, ex guerrilleros reinsertados, militares retirados, ex funcionarios de un ex presidente que financió su campaña con dineros del narcotráfico, paramilitares y una que otra persona honrada.

Al llegar a casa, Catalina se encontró con un Albeiro muy arrepentido de haberle pegado y se aprovechó de su sentimiento de culpa para imponer condiciones: le dijo que se fuera porque no lo quería volver a ver jamás en su vida. Que la bofetada no se le iba a olvidar nunca, que jamás obtendría un perdón de parte suya, que ella no se casaría y mucho menos viviría en concubinato con un guache que le pega a las mujeres y que, desde ese día, ella iba a hacer lo que le viniera en gana porque, total, todos la consideraban una dañada luego, hacer o dejar de hacer algo, le daba lo mismo.

Albeiro, por su parte, se fajó un discurso sentido y sincero en busca del perdón. Le dijo que él jamás le había pegado a una mujer y que en su vida volvería a hacerlo. Que se dejó arrastrar por la ira pero que era la segunda vez en su vida que se le manifestaba. Que él la amaba más que a su propia existencia y que si ella no lo perdonaba y volvía a su lado, moriría. Le repitió, como muchas veces anteriores, que ella era la niña de sus ojos, que le escribía canciones, que le escribía poemas, que bailaba con su recuerdo, que su carita angelical estaba esculpida en su memoria y que la recordaba al mismo ritmo con el que respiraba, que sin ella no era nada, que jamás desconfiaría de su inocencia y que sin su amor todo perdía sentido.

—¿Me está amenazando? —preguntó Catalina con cara de no ceder a los chantajes de su novio a lo que él respondió con la misma sinceridad:

—No, mi amor, pero le juro que sin usted prefiero no vivir.

A Catalina le impresionó bastante la cara decisión con la que Albeiro prometió matarse en caso de que ella no lo aceptara de nuevo. Aún así, no se doblegó. Pensó que si cedía al chantaje, toda la vida lo iba a tener amenazándola con lanzarse desde las barandas del viaducto ante cualquier pataleta suya. Albeiro lloró a cántaros y hasta se arrodilló para que ella lo absolviera, pero la niña de sus ojos sabía que, aunque quisiera y aunque se muriera de las ganas por volver con él y besarlo y abrazarlo y dejarse consentir, no lo podía indultar sin sacarle, por lo menos, el permiso para que la dejara operarse los senos.

Por eso lo dejó en ascuas y se encerró en su habitación sin que valieran ni las lágrimas de Albeiro, ni los golpes de doña Hilda en su ventana que daba a la calle, ni los nuevos madrazos de Bayron.

Al día siguiente, cuando salió de su alcoba y encontró al pobre Albeiro durmiendo de rodillas y con su cabeza recostada contra la puerta, Catalina lo levantó con lástima, lo acostó en su cama, le dio de beber agua del acueducto y lo perdonó, luego de un largo discurso de reivindicaciones, la mayoría injustas, y luego de hacerle jurar que no se iba a poner bravo por que ella se mandara a agrandar las tetas.

Dentro del extenso pliego negociado por Catalina, que incluía libertad para andar con sus amigas, más comprensión hacia su inmadurez dada su corta edad, menos desconfianza, menos preguntas cuando ella llegara tarde a casa y más ayuda económica, entre otras no menos absurdas, quedó explícita una cláusula que le impedía, al pusilánime Albeiro, averiguar por el origen del dinero que ella iba a gastar en la operación. Él aceptó todas y cada una de las exigencias de su pequeña y maquiavélica novia. En todo caso y para no sentirse derrotado, se convenció de que esa era la única manera que él tenía para seguir viviendo. Feliz por el ventajoso acuerdo logrado, Catalina se fue a descansar esperando con anhelo de Navidad, que la noche transcurriera velozmente para ir a casa de Cardona a sacarle los seis millones de pesos que él prometió regalarle para la operación.

Pero las cosas no iban bien. Algo inesperado estaba por suceder. En las calles se notaba un movimiento extraño y el ambiente estaba enrarecido. El tráfico se notaba inquieto, los conductores denotaban mucha inseguridad al conducir. Las bocinas de los autos contaminaban el ambiente. El viento no movía una sola hoja de los árboles y el sol no apareció en todo el día. Las caras de toda la gente que se paseaba por la circunvalar parecían sospechosas y los carros de la policía se movilizaban silenciosos, pero a toda velocidad.

Capítulo 9

Las tetas extraditables

Catalina no lo supo, porque en su casa la televisión estaba destinada para las novelas y jamás veían los noticieros de la noche, pero en uno de ellos y con calidad de primicia, apareció el Embajador de los Estados Unidos en Colombia anunciando que la DEA, en coordinación con los organismos de seguridad del Estado colombiano, acababa de terminar una rigurosa investigación que arrojaba como resultado los nombres de los nuevos capos de la droga responsables del envío a los Estados Unidos y Europa de más de 200 toneladas de cocaína al año.

Entre ellos estaban Morón, Cardona y «El Titi», en ese orden de importancia.

Al siguiente día los periódicos encabezaron sus primeras páginas con los nombres de los sucesores de Pablo Escobar, los Rodríguez Orejuela, Carlos Ledher, Santacruz Londoño, los Ochoa y Gonzalo Rodríguez Gacha, haciendo énfasis en que estos nuevos capos pertenecían a una generación más inteligente, en el sentido de no ostentar demasiado, más escurridizos, con mayor capacidad de soborno, más educados porque, incluso, algunos de ellos estudiaron en grandes universidades, cosa que no habían hecho sus parientes de quienes heredaron el negocio. En resumen, eran menos visibles.

Desde luego, la noticia que se regó como pólvora y llegó a los oídos de todo el mundo, menos a los de Catalina y a los de Yésica, puso en desbandada a los miembros del nuevo Cartel.

Algunos dijeron que estaban refugiados en campamentos guerrilleros para evadir la acción de la justicia. Otros dijeron que se encontraban negociando con los paramilitares que pactaban en ese momento la paz con el Gobierno, para que estos los hicieran pasar como comandantes y conseguir, de esta manera, un estatus político que los pudiera librar de una solicitud de extradición que Estados Unidos no le negaba a ningún narcotraficante. Otras fuentes aseguraron haberlos visto volar de afán hacia Venezuela, Panamá y Cuba en sus avionetas particulares. Lo cierto es que cuando Catalina y Yésica llegaron al edificio donde vivía Cardona con el fin de pedirle el dinero, sólo encontraron uniformados de la Policía, la Fiscalía, la DEA, el Ejército, la Interpol, la Sijin, la Dijin y del DAS y, por lo menos una docena de periodistas armados hasta los lentes.

No se preocuparon, porque en el edificio vivían muchos personajes de la vida nacional y pensaron que se trataba de sus escoltas, pero supieron que algo grave sucedía en ese momento cuando fueron detenidas en la puerta, por un oficial, con cara de inquisidor, que les preguntó hacia donde se dirigían. Ninguna de las dos supo responder y fueron expulsadas del lugar sin explicación alguna.

Catalina empezó a sospechar que su suerte le estaba jugando una nueva mala pasada cuando Yésica le preguntó a uno de los policías, que era amigo de ella, sobre lo que estaba sucediendo. El policía que pertenecía a la nómina del Cartel, le dijo en clave que a los patrones se los había llevado el putas y casi la policía, por lo que tuvieron que irse afanados antes de que un avión de la DEA se los llevara para el otro lado. Se refería a que iban a ser extraditados a los Estados Unidos. Catalina volvió a sentir que el mundo se derrumbaba a sus pies y entró en pánico cuando supo que Cardona y sus compinches desaparecieron en desbandada. Yésica les marcó varias veces a sus celulares y los encontró apagados. Catalina se convenció de lo que le acababa de contar el Policía y experimentó, de nuevo, las mismas ganas de morirse que sintió el día que «El Titi» la rechazó o la noche en que Albeiro le dijo que de tener las tetas más grandes sería la reina de Pereira.

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