Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
El extraño personaje soltó la carcajada y la empujó con cariño para luego decirle que no se preocupara, que no había problema alguno en que vivieran juntos puesto que él también tenía sida. Un frío intenso recorrió el cuerpo de Vanessa mientras el demente, vestido de negro, le explicaba el nuevo funcionamiento de su corta vida. Le dijo que a él lo contagió un novio que tuvo, sin negar su bisexualidad, y que cuando su compañero murió, él tomó la determinación de vengarse del mundo entero contagiándole la enfermedad a todo el que pudiera, mujeres y hombres por igual. Que ya una docena de prostitutas y otra docena de jovencitos de la ciudad estaban contagiados por él y que su meta era llegar a las cincuenta víctimas antes de morir.
Vanessa, quien estuvo a punto de convertirse en la víctima número veinticinco del desequilibrado, entró en pánico y trató deshacerse lo más pronto posible de él. Le dijo que todo eso era una maravilla. Que le parecía bien que los demás sintieran en carne propia lo que ellos estaban sintiendo y que de ahora en adelante iba a sugerirles a sus clientes que lo hicieran sin condón. El desquiciado mental le sugirió, incluso, que si los clientes insistían con el condón que ella lo pellizcara en la punta con disimulo para hacerles la «perrada». Quedaron de verse al día siguiente para ir de compras y el asesino desapareció con cara de felicidad.
Cuando calculó que el depravado ya estaba lejos de la habitación, Vanessa se puso a temblar de miedo, con la certeza de haber estado al borde la muerte y salió corriendo, con asco, a bañarse con un estropajo para luego salir a preguntarle a todo el mundo si el sida se podía contagiar por vía oral.
A las madres de Vanessa, Paola y Ximena les fue mejor. A ellas tres sí les volvió el alma al cuerpo, y también el mercado a la nevera. Felices con el retorno del dinero a la casa, ninguna hizo preguntas y todas tres empezaron a regañar a sus hermanitos por no dejarlas dormir en el día.
Lo cierto es que con la llegada de las vacas flacas, gracias a la desbandada de los narcos, todas las mujeres que derivaban su sustento y su ostentación de sus ilimitadas chequeras tuvieron que recurrir a diferentes estrategias para no desmejorar su nivel de vida y de ingresos. Paola, Ximena y Vanessa se metieron de trabajadoras sexuales, Catalina y Yésica se fueron a probar suerte en Bogotá, muchas otras que no conocían, se metieron a reinados de una y otra cosa y, las más bonitas e inteligentes, ingresaron a la televisión. Algunas de ellas, las que menos talento poseían, se acostaron con directores, libretistas y productores para ganar un papel, lo que produjo una oleada de indignación entre las actrices que se quemaron varios años estudiando artes escénicas para merecer un papel de segunda categoría en una novela.
Benditos sean los huéspedes, por la alegría que nos dan el día que se van
El primer amigo que visitaron Catalina y Yésica en Bogotá con el fin de pasar una noche, que se convirtió en nueve, fue Oswaldo Ternera. El obeso amigo de las pereiranas era un ex funcionario de la Fiscalía que había sido despedido de la Institución por mal comportamiento, al comprobársele que dejó vencer los términos legales para que un mafioso fuera condenado.
Oswaldo Ternera aprovechó su cercanía y amistad con algunos ex colegas del sector de la justicia y se puso a trabajar como espía para los narcos a quienes les rebelaba con antelación las decisiones judiciales que los afectaban para que tuvieran tiempo de actuar, ya sea huyendo, asesinando a los jueces en cuyos despachos reposaban sus expedientes o sobornando a los que se dejaran sobornar, que no eran pocos.
Yésica lo conoció en el cumpleaños de Morón aprovechando que era la única de las sesenta mujeres que no estaba comprometida con ninguno de los invitados. Ese día y amparado en el bullicio de los asistentes durante la interpretación de la ranchera El rey, Oswaldo le dejó su teléfono para que lo llamara cuando fuera a Bogotá. Por eso cuando ella lo llamó para pedirle el favor de dejarlas quedar con una amiga por una sola noche, Oswaldo Ternera le dijo que sí, antes de que ella terminara de hablar. Y se le despertó tanto la lascivia con la posibilidad del «menage a trois», que corrió hasta el supermercado a aprovisionarse de licor, preservativos y alimentos.
Las niñas llegaron a eso de las siete de la noche asegurando que viajaban al día siguiente y hasta le exhibieron a Oswaldo los tiquetes de avión, para generar más confianza en él. Se instalaron en una habitación que él les asignó, deshicieron las maletas repletas de ropas, zapatos, perfumes y cosméticos y se pusieron a mirar televisión mientras Oswaldo, el entusiasmado e iluso Oswaldo Ternera, les preparaba comida ideando la posibilidad de retenerlas, aunque fuera una noche más, por si esa no le era suficiente para hacerse a los encantos de las dos mujercitas o, cuando menos, a los de una de ellas.
La noche le fue insuficiente a Oswaldo Ternera para conquistar a las mujeres, que inventaron todo tipo de disculpas para evitarlo, por lo que él mismo, sin saber que estaba cometiendo el peor error de su vida, les pidió, no, mejor les suplicó, que se quedaran un día más.
—No se vayan, quédense que mañana recuperan el día, si no se marchan vamos a cine o a bailar, no sé, donde quieran, miren que del afán no queda sino el cansancio y no sean tan rogadas.
—¿Qué van a hacer a Pereira un martes? —Les preguntó antes de convencerlas, ignorando que para hacerlo no habría tenido la necesidad de abrir la boca.
Ellas que desde la misma noche en que llegaron sabían que no iban a salir de ese apartamento antes de que Catalina tuviera los senos grandes o antes de que Oswaldo las echara por las malas, pusieron un poco de resistencia, esgrimieron un par de razones válidas y, con algo de dificultad, aceptaron quedarse, logrando sacarle al pobre Oswaldo una sonrisa igual a la que ponen los vendedores de libros cuando, por fin, alguien les está firmando una orden de compra.
Todo el día siguiente lo dedicaron a visitar, con obsesión de penitentes, los distintos consultorios de médicos esteticistas de Bogotá. Como contaban con la ropa de marca que les había quedado de la bonanza traqueta, siempre eran bienvenidas a todas las clínicas que visitaban. En la primera les dijeron que la cirugía costaba 4 millones de pesos, que requería de anestesia general, que duraba 30 minutos y que la incapacidad era de dos semanas. El problema era que los exámenes preliminares tenían un costo de 300 mil pesos similar al que les exigieron en otras clínicas. Como ellas no llevaban consigo esa suma desaparecían de escena como por encanto y jamás volvían.
Alguna vez se equivocaron y regresaron al mismo sitio, sólo que por calles distintas y se encontraron de frente con el doctor Mauricio Contento, quien al verlas exclamó con risas:
—Yo sabía que iban a volver porque en ningún lado les van a dar los precios y la facilidad que les estamos dando acá. Se refería a la disposición que tenían ellos de recibir un cheque al día por 50% de la cuenta y dos cheques post fechados a 30 y 60 días, por el 50% restante de la deuda. Ellas, que no tenían ni cheques, ni tarjetas de crédito, ni amigos, ni nada disimularon, pero lo hicieron mal porque Mauricio Contento descubrió que ninguna de las dos tenía ni donde caerse muerta. Les pidió 20 mil pesos para un formulario y Yésica respondió con nervios que iban a un cajero automático a retirar dinero y que si él sabía dónde quedaba uno. Pero Mauricio Contento no quería dejar escapar la oportunidad de sumar a su lista de mujeres a una niña muy joven y linda como Catalina por lo que las detuvo con un argumento más mentiroso que el de ir al cajero expuesto por ellas:
—Me los pagan después y sigan para echarle una revisadita a Catalina a ver si podemos hacer algo.
La revisó, la morboseó, se encaprichó con sus caderas y su cola turgente como espuma ortopédica y se fijo, como meta inmediata, llevarla a su cama a cambio de la operación y la promesa de pagarla cuando sus amigos de la mafia sobornaran a todo el mundo para poder salir de la clandestinidad. Pero él sabía que si quería sacar el máximo provecho de su situación y posición, debía entregar a cuenta gotas la solución. Primero les dijo que sin dinero no tenían posibilidades. Que él les podía fiar lo de la mano de obra, es decir, la cirugía y el alquiler del quirófano, pero que ellas tenían que conseguir el dinero para la materia prima, o sea, los implantes de silicona que no tenían un precio inferior a los dos millones de pesos. Sin embargo, y pensando en un canje de las prótesis por placer, dejó una puerta abierta para que las niñas no se evadieran del todo y les dijo que volvieran al día siguiente a ver qué otra cosa se les ocurría a ellas o a él.
Al día siguiente y con los ojos hinchados de tanto llorar, Catalina se apareció en el consultorio del doctor Mauricio Contento, acompañada como siempre por Yésica, a decirle que por ahora no iba a ser posible la cirugía porque, a decir verdad, ella no tenía de donde sacar dos millones de pesos. Al ver el pesimismo y la desesperanza que proyectaban los ojos de la niña, el médico indagó por lo sucedido hasta descubrir lo que ya sabía. Mauricio Contento sólo se limitó a decirles que tuvieran paciencia porque él también había sido perjudicado con la estampida de muchos capos quienes le adeudaban cerca de 80 millones de pesos por concepto de operaciones a novias, amigas y familiares.
Acto seguido y observando con más detenimiento las piernas y las caderas de la niña de los ojos de Albeiro, el médico se dedicó a demostrar sus virtudes sociales, su trabajo por los desamparados y su hambre por la ilíquida clientecita de las nalgas de acero. Les dijo que no se preocuparan porque él iba a ver cómo se inventaba la manera de operarla con otra rebaja grande y excepcional. Que tuvieran cuidado porque el gremio estaba lleno de médicos inescrupulosos y a veces, falsos, que sólo pretendían llevarse las niñas a la cama a cambio de una cirugía y que, en ocasiones, les sacaban el anticipo sexual para luego incumplirles. Catalina se puso a llorar de nuevo. El médico le pidió a Yésica que los dejara solos. Le dijo que no llorara más porque se iba a poner fea. La abrazó y la tomó de las caderas, tanteando qué otro tipo de rebaja podía hacerle, y su impresión fue tanta que claudicó ante el deseo y mandó al carajo toda la cotización:
—Mira mi amor, hagamos una cosa. ¡Deja de llorar y ponte feliz porque te voy a operar! ¡Después me pagas!
Catalina apenas lo podía creer y él le repitió la promesa abrazándola y estrechándola contra su pecho.
—Te voy a operar gratis y te voy a fiar los implantes porque me duele mucho verte así. Además, me da miedo que caigas en las manos de algún bandido que sólo quiera aprovecharse de ti. Con esas ganas tan grandes que tienes de operarte, eres capaz de cometer una locura y yo no quiero que te pase nada, ¿entendiste?
Catalina respondió moviendo la cabeza, hacia arriba y hacia abajo mientras limpiaba sus lágrimas contra la solapa de la blusa blanca del doctor Contento. El médico le echó un par de chistes, ni tan malos ni tan buenos, pero el caso es que le logró arrancar una sonrisa a su futura víctima. Luego le dio un beso en la frente halando con fuerza sus caderas contra su pelvis, buscando quizá una confirmación del negocio que de palabra acababan de pactar. Catalina se meneó un poco y lo besó aceptando el pagaré.
Felices con la noticia, volvieron donde Oswaldo Ternera por décima vez consecutiva, pero éste no les quiso abrir más la puerta. Les dejó las maletas en la portería del edificio y le dijo al celador que no les diera explicaciones. Argumentó su acción, sin que el celador se lo pidiera, contándole que esas viejas lo tenían mamado. Que no tendían las camas, que dejaban la ropa interior sucia y regada por todas partes, que no se acomedían a lavar un plato, que le dejaron una cuenta de teléfono ni la hijueputa y que, fuera de eso, lo peor, lo imperdonable, ninguna de las dos se lo quiso dar.
La verdad de todo era que las mujercitas habían refinado un poco sus gustos y Oswaldo Ternera ni tenía pinta ni tenía dinero, que para el caso de casi todas las mujeres emergía como el mejor de todos los afrodisíacos. Por eso se dedicaron a consentirlo, a decirle que tan lindo, que tan berraco, que tan inteligente y muchas otras cosas que no lo llenaban pues el sexo, con alguna de las dos o con las dos al tiempo, era lo que él anhelaba, pero a su vez se sospechaba cada vez más remoto.
Por eso, la mañana siguiente a la noche en que Yésica lo dejó excitado, en plena madrugada, cuando él se trasladó hasta su cama en medio de las sombras y quiso acostarse a su lado con el pretexto de que estaba haciendo mucho frío, Oswaldo Ternera desempolvó su coraje, les empacó la ropa, les sacó de uno de los bolsos un reloj suyo que alguna de las dos pensaba robarse y llevó las maletas hasta la portería. Apagó el teléfono y se dedicó a mirarlas desde la ventana del tercer piso de su apartamento, reflexionando sobre su fallido intento de poseer a Yésica y pensando, quizá, que si ella no lo hubiera aceptado en su cama y luego acariciado, su ira no hubiese sido tan exagerada.
Cuando ellas salieron a la calle, desconcertadas, aburridas y echándole madrazos a Oswaldo, éste las estaba mirando con la cortina cerrada, destrozado y frustrado. Sintió nostalgia y pesar, sintió ganas de arrepentirse y llamarlas, pero pesaron más los recuerdos desagradables como el de la noche aquella cuando observó de incógnito a Yésica mientras tocaba con sutileza y morbo a Catalina sin que él supiera si ella dormía o fingía dormir. Le pareció una afrenta que ella hubiera preferido estar sola o con otra mujer a estar con él y aceptó ese acto como una señal definitiva, inequívoca e imperdonable de que él no le gustaba. Por eso se arrepintió de arrepentirse y las dejó ir.
A la medianoche y, luego de deambular por media Bogotá en un taxi que, sin ellas saberlo, les estaba consumiendo casi la totalidad de sus ahorros, pudieron conseguir el teléfono de un amigo que Yésica conoció meses antes en una discoteca de Pereira por las épocas en las que sus amigos de la mafia sobornaban a los porteros del lugar para que la dejaran ingresar a pesar de no tener los dieciocho años.
Llamaron y le pidieron a Benjamín que las dejara quedar en su apartamento, por una noche, porque habían perdido el vuelo, pero que no se preocupara porque ya tenían confirmado el regreso a Pereira para las 10 de la mañana, de modo pues que a las ocho de la mañana, a más tardar, ya le estarían desocupando la habitación. Benjamín les dijo que sí, que se podían quedar, pero que le preocupaban un par de problemas. El primero, que él vivía solo en un pequeño aparta estudio y que, por tanto, se vería en la deliciosa obligación de compartir su cama con ellas dos, claro, si a ellas no les molestaba y, segundo, que su novia venía a medio día a prepararle un almuerzo porque él estaba cumpliendo años. Catalina y Yésica le contestaron que qué pena, que el propósito de ellas no era incomodarlo, pero que aceptaban dormir con él y que por su novia no se preocupara porque cuando ella llegara al apartamento ellas ya iban a estar en Pereira.