Sin tetas no hay paraíso (19 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Entramos luego a la discoteca donde, con excepción de la música, el humo que inundaba el lugar, lo atenuaba todo. No sabíamos a quienes pertenecían esas mesas, pero sospechamos algo porque cuatro de las cinco mujeres que nos acompañaban hacían esfuerzos sublimes para abrir el diafragma de sus ojos y así poder colar una mirada por entre la oscuridad que les servía de cómplice a quienes estaban en esos rincones. El suspenso crecía y nuestras sospechas de estar metidos en el lugar equivocado también.

En cada mesa había, por lo menos, dos mujeres dignas de portada de revista internacional y dos hombres dignos de noticia con fotografía en la sección judicial de un periódico nacional. Según una descripción que hiciera mi amigo días después para una revista, ellas lucían muy hermosas, muy protuberantes, muy elegantes, muy ignorantes, muy perdidas, muy subidas, muy plásticas, muy esclavas, muy dependientes, muy objetos, muy estúpidas, muy locas, muy pendejas, muy equivocadas, muy lobas, muy ingenuas, muy desubicadas, muy sucias, muy indignas, muy denigradas, muy pusilánimes, muy degradadas, muy básicas, muy arruinadas, muy angustiadas, muy ambiciosas, muy inescrupulosas, muy resumidas, muy infladas, muy costosas, muy desperdiciadas, muy desenamoradas de sí mismas.

Ellos muy ramplones, muy malacarosos, muy perfumados, muy bien vestidos, no para mi gusto, muy oscuros, muy fríos, muy temibles, muy matones, muy calculadores, muy desconfiados, muy asustados con la palabra Estados Unidos, muy presumidos de intelectuales, muy insuficientes, muy básicos, muy convencidos, muy densos, muy manipuladores, muy dormidos, muy podridos, muy dominantes, muy equivocados, muy equivocados, muy equivocados, muy equivocados, muy densos, muy evasivos, muy desleales, muy ambiciosos, muy incultos, muy inhumanos, muy mal asesorados, muy desperdiciados, muy degenerados, muy anónimos, muy incógnitos, muy nerviosos, muy inseguros, muy desafortunados, muy lacras, muy perdidos, muy anhelados por los agentes de la DEA, muy poca cosa ante Dios y ante los seres humanos inteligentes. Genocidas.

Nosotros nos sentamos en la mesa más cercana a la salida. Desde allí, nuestras nuevas amigas comenzaron a decir cualquier cantidad de escalofriantes cosas que le podían congelar las pelotas al más valiente de los hombres y, mucho más, a los corruptos como yo que por antonomasia somos cobardes: Ahí están los «Tales», qué peligro con esos manes, si llega fulano se va a armar el mierdero, si llega la policía hace moñona, ojalá a esos manes no les dé por emborracharse porque pasa lo mismo que la otra vez y qué cagada, no nos dejemos ver porque con lo rabones que son, son capaces de montárnosla.

—¿No van a bailar? Preguntó «Marañón» interrumpiendo a Yésica que amenazaba con producirnos un infarto si no cerraba la boca. Ni mi compañero de Bogotá ni yo contestamos algo. A mí me dieron ganas de bailar conmigo mismo, o con mi amigo de Bogotá o con el mismo «Marañón», y a mi compañero de Bogotá le dieron ganas de salir corriendo. Sabíamos que bailar con cualquiera de ellas podría significarnos la muerte. No sabíamos qué ex novio de alguna de ellas, con pistola al cinto y guardaespaldas urgidos de cariño, se aparecerían por ahí a hacernos pagar la osadía de estar saliendo con una de sus mujeres. Como ninguno de los dos quiso salir a bailar, las nenas empezaron a hacer comentarios hartos entre sí, por lo que «Marañón», que sí sabía quiénes estaban en las mesas oscuras, tomó la iniciativa, invitó a la pista a una de las niñas y puso mi mano sobre la de Catalina para que yo saliera con ella. Son de esas ocasiones en que la muerte inevitable y artera es preferible al desplante y el miedo. Me tocó salir a bailar. Pero no me quería morir solo porque sabía que si mi amigo de Bogotá quedaba vivo, iba a contar en la Capital que habíamos estado compartiendo con narcotraficantes y eso me producía una pena y una vergüenza posmorten tan inmensa, que me imaginaba sonrojado dentro del ataúd cuando quienes mantenían de mí una buena imagen me miraran con sorpresa y desprecio por haber caído tan bajo.

En la pista las cosas no fueron distintas. Mi compañero de Bogotá bailaba con una niña de nombre Paola tratando de adivinar quién lo observaba desde las mesas del rincón. «Marañón» bailaba un poco más tranquilo con otra mujercita llamada Vanessa y yo, que bailaba con Catalina, no tenía ni idea de la canción que estaba sonando. Nunca supe por qué «Marañón» no me hizo saber que su jefe estaba ahí. Con seguridad me hubiera tranquilizado.

Por mi lado, muy cerca de mi cabeza, pasaban y pasaban senos y senos de silicona y al parecer Catalina se percató de la curiosidad que me hacía mover la cabeza, como si estuviera viendo un juego de tenis, porque me dijo, sin yo preguntarle nada, que tenía ganas de viajar a Bogotá en busca de un médico para que la operara el busto. Al vérselos apetitosos le pregunté que si se los iba a mandar a achicar y me dijo que no, que se los iba a mandar a agrandar porque ahí donde yo se las veía estaban rellena de espumas. No pude evitar la risa y entramos en confianza. Luego pasamos a la mesa donde los nervios cedían un poco y me puse a hablar con ella casi toda la noche. Me dijo que su mamá se llamaba Hilda, que tenía un hermano que se llamaba Bayron y que no tenía novio. Que iba a cumplir los 14 años y me preguntó que si mi amigo era siempre tan aburrido como lo estaba siendo esa noche. Le dije que no, que él era de muy buen humor, pero que al igual que yo, estaba un poco asustado por la presencia de esos señores en la discoteca.

Me respondió que los extraños éramos nosotros, porque ellos siempre estaban ahí y que no nos preocupáramos porque esos señores eran muy buenas personas. Yo me aterré por la cínica apreciación y ella, creyendo que no había entendido la frase, me dijo en su jerga, que esos «manes» eran «todo bien» «unos caballeros completos». Enseguida noté que estaba hablando con una estúpida. Decir que los causantes de la debacle moral del país, el asesinato de cientos de compatriotas y el envenenamiento de millones de personas en todo el mundo eran buenas personas, me pareció todo un monumento al servilismo y a la idiotez. Yo los conocía y sabía que no era así. En muchas ocasiones hice campañas con sus dineros aunque jamás lo mencioné con nadie. Sin embargo, seguimos hablando hasta descender a su nivel de competencia y terminamos peleando porque yo decía que el mejor carro era el Mercedes Benz y ella que el BMW. Que a mí me gustaban más los automóviles y que a ella las camionetas 4X4. Le dije que a mí me gustaba la música clásica y ella se burló de mí porque, para ella, la mejor música era la electrónica. A medida que la charla se tornaba más superficial, ella se entusiasmaba más por lo que decidí hacerle la pregunta más tonta que le he hecho en mi vida a persona alguna:

—¿Por qué, si no hay sol, la mayoría de las personas que están aquí llevan gafas oscuras? Me respondió con ínfulas de sabia, que las gafas estaban de moda y después me pidió el teléfono de mi apartamento en Bogotá. Yo no tenía ni idea del propósito pero se lo di, sin cambiarle los números como solía hacerlo con las personas que no consideraba útiles para mi vida.

Al poco rato llegó mi amigo de Bogotá pálido y afanado y me dijo al oído que teníamos que marcharnos ya mismo de ese lugar porque le acababan de contar de un tipo que nos estaba mirando mal porque fue novio de Paola, la niña con la que él bailaba, y a quien había pagado las operaciones que tenía encima, que no eran pocas.

Con las piernas temblorosas y disimulando el miedo, salimos afanados hacia mi auto. Cuando llegué al lugar del parqueadero donde estaba el carro, observé a un hombre con aspecto de escolta que estaba orinando sobre mi llanta trasera derecha y no me importó. También se me olvidó la caballerosidad y no le abrí la puerta a ninguna de las mujeres que miraban de reojo al hombre que, apenado, trataba de orinar con más afán. Me subí al carro, levanté el seguro de las puertas, suspendí el freno de mano y prendí el motor para que todos se afanaran. Cuando empecé a mover el carro, en la puerta de la discoteca aparecieron cuatro hombres, de gran talla, malacarosos y afanados también, que nos miraban mientras salíamos. Pensé que iban a desenfundar sus pistolas para dispararnos, pero no. Corrieron hasta nuestro carro sin quitar la mirada de nuestras humanidades ni las manos de sus cinturas mientras nosotros ganábamos la portería. Ya en la carretera no sé lo que pasó, pero anduve tan rápido que los perdimos para siempre en medio de una rara mezcla de paranoia revuelta con euforia.

Haberlo sabido. Al día siguiente nos enteramos que los cuatro hombres venían a buscarnos para que compartiéramos con «El Titi» que, desde la oscuridad de su refugio, ya se había resuelto a revelarme su paradero.

Repartimos a las mujeres en sus casas y no volvimos a verlas más durante nuestra estadía en Pereira. Las últimas en bajarse fueron Yésica y Catalina. Se quedaron en una casa ni tan modesta ni tan bonita del barrio Galán, cerca a un parquecito. Catalina se quedó en esa casa y Yésica cruzó la calle para entrar luego en una casa mucho más arreglada y con segundo piso. En la esquina, una horda de pandilleros nos observaba ansiosa, con ganas de hacernos algo, pero ninguno de nosotros sintió nada. La verdad es que después de haber escapado de la cueva de los hombres más peligrosos del mundo, estos hombrecitos semirapados con aretes en las cejas y en la lengua, pañoletas pepeadas en la cabeza y haciendo visajes de vaqueros del oeste nos parecieron lindos y mansos gatitos. Volvimos a Bogotá comentando la odisea durante todo el vuelo y no volví a saber más de ellas hasta la mañana aquella cuando sonó mi teléfono celular. La llamada se hizo desde un número celular extraño. Como casi nunca lo hago, cuando no reconozco a quien me está llamando, contesté el teléfono. Era Catalina. No me lo esperaba, pero tampoco me disgustó su llamada pues, a pesar de las cosas que vi en Pereira y que critiqué con mi compañero de Bogotá durante todo el viaje de regreso a Bogotá, Catalina era hermosa y algo me motivó a no disgustarme.

No supe, hasta entonces, que estaba acompañada por Yésica y, menos, que ellas me necesitaban para pedirme el favor de dejarlas quedar por una noche en mi casa porque el amigo donde vivían las acababa de echar a la calle con el pretexto de la llegada de unos familiares. Meses más tarde concluí, con facilidad, que al amigo de las mujeres no le iban a llegar unos familiares sino que, sencillamente, estaba mamado de tenerlas en su casa una noche de muchos días y les había sacado las maletas a la portería con la orden de no dejarlas acercar al ascensor so pena de denunciar al celador por intento de homicidio y concierto para delinquir.

Contesté el teléfono, nos saludamos con algo de alegría, ella pensando en el techo de mi apartamento y tal vez en una cama sencilla, yo pensando en su cuerpo, tal vez en su boca y en una cama doble. Nos pusimos una cita.

—¡Veámonos! —dijo en un tono seductor con su voz de mujer deliciosamente agripada, entre rasgada y dulce, entre cariñosa y acariciante. Yo tenía que aceptar. Al fin y al cabo, un apartamento de 350 metros cuadrados como el mío para un hombre sólo y recién separado como yo no era el nido más calido del mundo. A la cita llegaron con cara de andar angustiadas y rodando desde hacía muchas horas. Se les notaba la preocupación, la impotencia, la necesidad de dinero y la alegría de estar de nuevo bajo un techo seguro. Sin embargo, trataron de disimular la situación haciéndome creer que la crisis era temporal y que terminaría, al día siguiente, cuando aterrizaran en Pereira donde las madres de ellas dos las estaban esperando. Yo les creí.

Me pidieron que las dejara quedar esa noche y yo acepté sin sospechar siquiera que ellas tenían la envidiable capacidad de alargar las noches de manera increíble. No sabía, por ejemplo, que Oswaldo Ternera las aceptó por una noche y ellas se hubieran quedado 9. Tampoco sabía que Benjamín Niño las vio amanecer 75 veces ni que Mauricio Contento pagó 3 millones de pesos en un hotel por alojarlas una noche de catorce días. Por eso caí. Llegaron con sus dos inofensivas maletas a mi apartamento casi media hora después de cortar la llamada. Catalina me gustó y por eso sentí deseos de pedirle que se quedaran dos o tres días más, pero no tuve necesidad de hacerlo. A las 10 de la mañana del día siguiente me notificaron de su supuesta mala suerte:

—¡Hijueputa nos dejó el avión! —Dijo Yésica mirando un reloj que marcaba las 9 y 30 de la mañana.

—Sí, marica ya son las nueve y media y de aquí a que lleguemos… —Dijo la otra…

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —Preguntó la misma que miraba el reloj a lo que yo contesté con total inocencia y una sonrisita maliciosa a flor de piel:

—No pues quédense ¡Qué más podemos hacer! El mundo no se va a acabar por eso.

Me dijeron que les daba pena, que se les caía la cara de la vergüenza y que se sentían muy mal pero que al día siguiente partirían, por lo que en ese mismo instante se iban a poner a reconfirmar el regreso. Se pegaron al teléfono un buen tiempo y empezamos a vivir… a vivir por mucho tiempo. Ochenta y dos días durante los cuales casi acaban con mi vida. Los detalles son lo de menos, el caso es que un día tuve que llamar a mi mamá, para que viniera con mis hermanas y mis sobrinos y se instalaran en mi apartamento con el pretexto de hacerse un chequeo médico. Como este plan A no funcionó, tuve que implementar un plan B, que consistía en viajar y decirle a mi hermana que esperara a que salieran a buscar al doctor Contento para sacarles sus maletas hasta la portería y prohibirles la entrada al edificio. Si, ni Oswaldo Ternera ni Benjamín Niño ni yo nos conocíamos y todos implementamos las mismas estrategias para deshacernos de Catalina y de Yésica, era porque algo en ellas estaba fallando. Eso fue lo que descubrí durante las 82 lunas que estuvieron en mi apartamento.

Durante los primeros días aprendí a quererlas. Me parecían un par de mocosas equivocadas, luchando por un sueño equivocado, de la manera más equivocada. Me parecía un chiste que las dos estuvieran en Bogotá luchando por conseguir algo tan superfluo, cursi e innecesario para Catalina, como un par de tetas de silicona. Llegué a pensar que se trataba de un chiste pero una de las primeras noches cuando Catalina llegó llorando y se dejó morir en el sofá de la sala, sin alientos, desesperanzada y llena de rabia, luego de recibir la noticia de que el doctor Mauricio Contento no iba a volver a la clínica, comprendí que la obsesión por abrocharse en la espalda un sostén talla 38 no era un chascarrillo sino una absurda realidad.

Sin embargo, ellas creían que el médico les estaba tratando de sacar el cuerpo y se plantaban desde por la mañana en una cafetería que quedaba enfrente de la clínica a esperar que el BMW 520 color azul oscuro, donde solía movilizarse, se parqueara a la entrada del Centro Estético para caerle de inmediato y cobrarle las doce jornadas de lujuria al lado de Catalina. Todas las noches llegaban maldiciendo por no haber podido encontrar al doctor Mauricio Contento. Hacían un mundo de llamadas que mi pena no les impedía realizar y luego salíamos a cenar, porque yo no cocino ni soporto a alguien invadiendo mi espacio con el pretexto de cocinar.

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