Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
Ellas se asustaron mucho porque sabían de dónde provenía la oferta y también porque sabían de lo que eran capaces Morón, sus socios y lugartenientes. Por eso le pidieron al capitán que les ofreciera un plan para salir del país, aunque fuera por un tiempo, pero éste les dijo que hacer esa gestión significaba ponerlas al descubierto y que, en ese caso, era mejor que esperaran a que amainara la amenaza, teniendo en cuenta que él era el único hombre de todas las fuerzas del Estado que las conocía y que por él no deberían temer. Ellas le creyeron y se marcharon tranquilas y arrepentidas de haber delatado a «El Titi», pero no de haber dejado tantas evidencias de su infidelidad en su casa del Peñón en Girardot, porque Marcela Ahumada ya las había recogido y estaba tan sentida que no quería ir a los Estados Unidos a visitarlo.
Además, no tenía visa ni quería «boletearse» solicitándola si durante la entrevista con el cónsul tenía que decir que la necesitaba para visitar a su novio que estaba preso y condenado a más de dos cadenas perpetuas en una cárcel de La Florida por el envío de 80 toneladas de cocaína entre los años 1995 y 2005.
En efecto, en un juicio acelerado, con algunas pruebas verdaderas y otras fabricadas, «El Titi» fue condenado a dos cadenas perpetuas más 80 años de prisión. Pero un Fiscal de la Florida, muy consciente él, le ofreció rebajarle una cadena perpetua si entregaba a Morón. «El Titi», que no es tan pendejo como los gringos a la hora de hacer estas cuentas, supo que, de todas formas, moriría en su celda de dos por un metro de ancho y prefirió mandar a comer mierda al Fiscal que le hizo la oferta. El fiscal no entendió sus groserías y le ofreció entonces rebajarle la segunda cadena perpetua dejando en firme, la condena de 80 años nada más. «El Titi» lo mandó a comer mierda de nuevo y le dijo que dejara de «huevoniarlo» porque él no era un niño, que le rebajara la pena a cinco años y ahí sí delataba a sus amigos y que si no, que «se abriera» porque no quería volverlo a ver jamás en su puta vida. El gringo, sin entender nada sonrío y miró a su intérprete quien asustado prefirió pedirle que salieran del lugar.
La mañana en que Catalina arribaba a la clínica en compañía de Yésica para someterse a su segunda intervención quirúrgica, el capitán Salgado fue asesinado. Su cadáver apareció desnudo y con señales de tortura en un caño de la avenida treinta, cerca al Estadio El Campín de Bogotá. Sus asesinos lo secuestraron dos cuadras antes de llegar a su casa donde lo esperaban a esa hora su esposa y sus dos hijitas de 2 y 4 años de edad.
Pero Martín Salgado nunca llegó. Ocho hombres fuertemente armados y a bordo de dos camionetas 4X4, le cerraron el paso, lo bajaron de su carro a la fuerza y se lo llevaron hasta una casa abandonada a las afueras de la ciudad. Allí lo tuvieron toda la noche a punta de corrientazos, gritos, amenazas de muerte contra sus dos hijas y su esposa, golpes en la cara, oportunidades de morir en el juego de la ruleta rusa y hasta machucones con pesados martillos en las uñas de sus pies y de sus manos y todo por no decir el nombre de la persona que delató a «El Titi». Y no lo dijo. Prefirió morir como todo un mártir, como todo un oficial de honor, antes que delatar a las mujeres que confiaron en él y que le habían hecho merecer las felicitaciones del Comandante de la Policía, del Ministro defensa, del Comandante de las Fuerzas Armadas y hasta del mismo Presidente, quien le envió una carta que, entre otras cosas, decía que hombres como él, con su integridad, su entrega, su honorabilidad y su efectividad eran los hombres que estaba necesitando la patria para superar su atraso moral y su violencia endémica. La carta no era un modelo estándar sacado de la computadora. Estaba redactada y firmada por el propio Presidente de la República después de enterarse que Aurelio Jaramillo, alias «El Titi», le ofreció al capitán Salgado, cinco millones de dólares en efectivo por dejarlo escapar. El capitán no aceptó la oferta y empezó a cavar su tumba, en un país donde las alternativas para los miembros de las fuerzas armadas, los jueces y los periodistas eran sólo dos: enriquecerse o morir.
Salgado prefirió morir y su cuerpo estaba siendo bañado, como carne en canal, con el chorro que emanaba una manguera, para que los Fiscales que estaban recogiendo su cadáver pudieran contar los orificios de bala que tenía distribuidos en toda su humanidad en medio del agua rosada que rodaba hacia la alcantarilla y que no eran menos de 28.
Cuando Catalina despertó de la operación, porque pidió que la durmieran totalmente, descubrió que el doctor Molina tenía cara de acontecimiento. Supo que algo malo estaba pasando y se preocupó. De acuerdo con su forma de ser, tomó el toro por los cachos y casi sin alientos preguntó lo que sucedía. El doctor Molina le contestó con otra pregunta:
—¿Quién te operó la primera vez?
—¡El doctor Mauricio Contento! —Respondió Catalina extrañada por la pregunta y preguntó de nuevo el por qué. El doctor Molina se sentó a su lado para darle más confianza y con tono paternal empezó a explicarle que estaba en problemas. Mientras Catalina abría los ojos más de lo acostumbrado le fue diciendo que ese doctor Contento era un cirujano sin título, con reputación de aprovechado, inescrupuloso, deshonesto y mujeriego. Que cómo se había ido a meter en esa clínica habiendo tantos otros lugares serios para hacer ese tipo de cirugías. Que ahí estaba pintado Mauricio Contento y que ella debería demandarlo. Cuando Catalina le preguntó absorta sobre el por qué de tanta cantaleta contra el doctor Contento, el médico no le respondió y sólo se limitó a mostrarle el par de implantes que ella tenía puestos en sus senos. Catalina se asombró y se asustó. Se trató de incorporar sobre su cama para comprobar que lo visto era cierto y maldijo al doctor Contento en medio del más grande estupor:
—¡Ese es mucho hijueputa! —Replicó con mucha rabia y miró al doctor Molina para que le explicara por qué uno de los implantes era azul, corrugado y de un tamaño distinto al otro que era amarillo, liso y pesaba menos.
El doctor Molina volvió a responder con una pregunta. Le dijo que él no era amigo de meterse en la vida privada de las personas, pero que, en este caso, sí le tocaba saber si ella se había acostado con él a cambio de la operación. Catalina respondió con un silencio tímido y el doctor Molina comprendió, de inmediato, el por qué de tan repugnante cirugía con implantes de segunda. Catalina se aterró de nuevo. El médico le dijo que los iba a enviar a patología, pero que estaba seguro que esas prótesis eran usadas y que ese sería el origen de la infección. Es más, le dijo mirando a los ojos con total profesionalismo, yo a usted jamás la hubiera operado con la edad que tiene.
A la mañana siguiente Catalina se enteró con absoluto asombro de la muerte del capitán Salgado y Yésica, con el mismo y absoluto asombro del mal que le había causado Mauricio Contento a su amiga. Las dos se lamentaron por el par de hechos negativos y se dedicaron a comentarlos durante toda la mañana. La una le dijo a la otra qué embarrada por el capitán, que se veía buena gente y que nada de raro tenía que la gente de Morón estuviera detrás del crimen. La otra le dijo a la una que Mauricio Contento era lo peor, que tenía que hacerle pagar su cochinada y que las tetas estaban en investigación para conocer su origen.
El resultado de Patología llegó al día siguiente cuando Catalina estaba a punto de abandonar la clínica. De nuevo el doctor Molina las reunió y les entregó el resultado:
—Cada implante tiene rastros distintos de ADN y uno de ellos estaba infectado, estamos averiguando el tipo de infección.
Significaba que dos mujeres distintas habían tenido en su pecho, con anterioridad, las prótesis que el doctor Contento le metió a Catalina en su busto.
Catalina llegó a su casa destrozada por la noticia y se deprimió aún más cuando se observó el cuerpo en el espejo y detalló que el par de montañas que tanta dicha y riqueza le depararon en su reciente pasado acababan de desaparecer como por encanto. Para Marcial Barrera verla llorando fue como si le chuzaran el alma con un picahielos y se dedicó toda el día a averiguar la causa por la que su pequeña y amada esposa lloraba con tanto sentimiento sin comer ni beber y mirando siempre a la nada con desdicha. Catalina le ocultó la verdad para no tener que revelarle su transacción sexual con Mauricio Contento, pero ante la presión de Marcial y ante la posibilidad de que él le ayudara a vengar la burla de la que había sido objeto, le contó la verdad.
A la mañana siguiente Marcial llamó a su hombre de confianza, un hombre de color al que apodaban «Pelambre» y le entregó instrucciones y plazos precisos para eliminar a Mauricio Contento. Le dijo dónde trabajaba, cómo era, cuanto medía, en qué carro andaba, cómo vestía, cómo se llamaba y cuánto pagaba por matarlo. «Pelambre» se fue a buscar en los barrios pobres de la ciudad a dos muchachos que estuvieran dispuestos a eliminar a Contento por 10 millones de pesos y los contrató por 15 ya que todos los sicarios que él conocía coincidieron en afirmar que la tarifa por muerto había sufrido un alza considerable gracias a lo efectiva que se estaba volviendo la Policía contra ellos. Que si eran dos o tres clientes al mismo tiempo le podían hacer una rebaja y que si se trataba de una docena en adelante, le podía dar precio de mayorista por muerto. Luego de recibir autorización telefónica y en clave de Marcial, «Pelambre» cuadró la «vuelta» por «15 palos» y se fue a esperar la noticia de la muerte de Mauricio Contento frente a su televisor.
Ni la radio ni la prensa ni la televisión dieron cuenta de un médico cirujano estético de apellido Contento que hubiera sido asesinado por sicarios desde una moto en momentos en los que se disponía a subir a su auto. Al menos no ese día. Cuando los hombres de Pelambre se fueron a buscarlo para hacerle el atentado, Mauricio Contento ya estaba muerto hacía una semana y su cuerpo se descomponía lentamente en una zanja, al lado de una carretera. Para su familia y para los empleados de la clínica, Mauricio Contento estaba viajando. Y aunque empezaban a extrañarse por su falta de comunicación, todos ignoraban que, de camino al aeropuerto había sido secuestrado por un grupo que cumplía órdenes de Fermín, un narco de la costa Atlántica, a cuya novia le dañó la vida con una cirugía mal practicada.
La operó con afán, debido a que tenía una cita con una de sus tantas mujeres y le dejó dentro de su seno izquierdo una gasa y un hilo que se pudrieron con el tiempo dentro de la masa fibromuscular del pecho de la mujer, lo que le produjo gangrena a su paciente, la novia de Fermín. Ella, que sí pagó y de contado los cinco millones y medio de pesos de la operación, pensó en demandarlo por los perjuicios morales que le estaba ocasionando la amputación o mastectomía de su seno, pero Fermín, que estaba asumiendo los perjuicios morales de su novia y los perjuicios propios de su lujuria, la convenció de que dejaran las cosas así. Nunca le dijo que lo mataría, pero lo hizo. En silencio y sin pensarlo. Y fueron sus hombres quienes lo interceptaron camino al aeropuerto y lo trasladaron hasta una carretera de la vía que de Bogotá conduce a Villavicencio donde le pegaron tres tiros y donde permanecía hasta ese momento sin que nadie supiera, salvo un perro y una docena de gallinazos que todas las mañanas iban por su ración diaria de carne putrefacta. Por eso, los sicarios pagados por Marcial y contratados por «Pelambre» nunca lo encontraron.
Muy afectada por su nueva falta de senos, a los que ya estaba acostumbrada, por bienestar, por estética, por autoestima y por negocio, Catalina empezó a visitar clínicas para ver dónde le volvían a poner las tetas de silicona, pero en ninguna se comprometieron a hacerlo antes de que pasaran seis meses. Por su edad y por el antecedente que acababa de registrar. Era una operación complicada y arriesgada. Nadie se quería comprometer, pero hubo una clínica donde, por el doble del dinero, aceptaron operarla. Era la clínica de Alejandro Espitia, un médico cirujano que estaba arrancando hasta ahora en el lucrativo negocio. El Dr. Espitia ya le había dicho a Catalina en un par de ocasiones que no la operaba, porque la anterior operación estaba muy reciente, pero una mañana, en medio de su desespero, Catalina se apareció decidida en su consultorio y le puso sobre su escritorio un cheque por diez millones de pesos.
El doctor Espitia que estaba pasando por un mal momento económico debido a las altas sumas de dinero que adeudaba gracias al montaje de la clínica, se sintió tentado a aceptar la oferta, pero disipó sus dudas cuando escuchó, de labios de su terco cliente, un segundo y más poderoso argumento:
—Usted me opera, yo le pago el doble por la operación y como estamos entre gente adulta, si se quiere acostar conmigo, me comprometo a estrenarlas con usted.
Dos motivos irrecusables para un hombre ambicioso y lujurioso como Alejandro Espitia. Una semana más tarde, y después de pedirle que le subiera una talla más, Catalina fue operada de nuevo. De talla 38 quiso pasar a la cuarenta y perdió. El post-operatorio fue toda una tortura y no duró dos semanas, como comúnmente tarda, sino cuatro. Como siempre, Yésica se mantuvo firme durante ese tiempo a su lado pero, en ese tiempo el lado oscuro de su humanidad empezó a aflorar.
El colapso de la silicona, el colapso de la amistad
Yésica nunca resistió el surgimiento de Catalina. No soportó que, siendo la que menores posibilidades tenía de salir adelante, fuera la que mejor estuviera viviendo. Sintió envidia de que fuera la única que se hubiera casado. Nunca aguantó que su esposo le regalara dinero a manos llenas. Nunca le perdonó que se hubiera dado el lujo de delatar a «El Titi». Nunca ponderó su buen gusto, porque de todas las cinco amigas de la cuadra, Catalina era la que mejor escogía su vestuario, su calzado, sus accesorios y sus peinados. Para ellas, Catalina era el ejemplo a mirar al momento de comprar algo.
Yésica nunca soportó que ella tuviera mejor cuerpo y que las cosas le lucieran más, que fuera más hembra y que los hombres se derritieran más por ella que por ninguna otra. Yésica tenía que comprar los mismos pantalones que compraba Catalina y muchas veces lo hizo sin que su amiga se diera cuenta. La acompañaba a hacer compras y se fijaba bien en los modelos, las marcas y los locales donde ella compraba. Luego la dejaba en su casa y se devolvía afanada al mismo lugar a repetir la compra que había hecho ella. Su envidia era del mismo tamaño de sus dotes actorales. Por eso, Catalina jamás notó que Yésica la envidiara tanto y la odiara a muerte.