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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (24 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Conoció de cerca, y en medio del más absoluto asombro, varias estrellas de la televisión que idolatraba desde niña, varios políticos que muchas veces escuchó hablando de honestidad y justicia social y muchas modelos y actrices de cuyos afiches estaban tapizadas las paredes de su habitación y que antes había visto en portadas de revistas, en desfiles importantes y en la televisión. Conoció coroneles y generales del Ejército y la Policía que vivían en contubernio con la mafia y hasta funcionarios públicos sonrientes y ávidos de dinero para financiar sus futuras campañas electorales. Bailó con las mejores orquestas nacionales y extranjeras, en espacios donde los músicos que veía en las carátulas de discos y videos, se podían ver a menos de un metro de distancia. Vio amenizar muchos cumpleaños de narcos, sus novias, sus esposas o sus hijos, con cantantes famosos, incluso de talla internacional y escuchó serenatas con mariachis innumerables que parecían más una manifestación en la plaza Garibaldi.

Vio correr ríos de alcohol y droga, toneladas de alimentos exquisitos que muchas veces conocían primero el fondo de una caneca de la basura que la boca de un comensal. Presenció apuestas de millones de pesos a los resultados más inverosímiles del fútbol, el béisbol, los reinados, el automovilismo y cuanta discrepancia se les ocurriera resolver por la vía del azar. Conoció brujos, esotéricos, tarotistas, santeros, magos blancos y negros, hechiceras, gitanas, indígenas con poderes y hasta síquicos famosos de la televisión. A todos estos personajes consultaban los inseguros traquetos, incluso, para saber dónde y con quién se la jugaban sus mujeres. Conoció armas de todos los calibres, marcas, colores y texturas. Conoció a los narcotraficantes más buscados por la DEA y hasta se dio el lujo de hacerlos ir hasta el antejardín de su casa en busca de ella misma o de alguna amiga suya. Vivió una época decadente y efímera de esplendor al debe, aunque para ella fuera la más maravillosa de su vida, el cumplimiento pleno de sus sueños.

Catalina apenas podía creerlo y noche tras noche llenaba de justificaciones su antigua obsesión de ver aumentado el tamaño de sus tetas al notar cómo, de súbito, la vida le estaba cambiando y de qué manera. Tenía ropas por montones, anillos, pulseras, relojes finísimos, vestidos de diseñadores destacados, celulares a diario con el número bloqueado para otros usuarios, agendas digitales, gafas italianas, zapatos y bolsos en pieles exóticas y perfumes de las mejores casas, entre muchos otros lujos.

Se podía decir que lo tenía todo menos dos cosas: sensatez y la visa norteamericana que ahora anhelaba tanto como en tiempos recientes sus tetas de silicona. Y es que ante estas dos cosas el dinero de los traquetos fue insuficiente. Catalina intentó conseguirla por todos los medios a sabiendas de que a cada nueve de sus diez amigas, novias o esposas de traquetos se la habían negado. Por eso, armó una completa estrategia dotada de mentiras, con una gran cantidad de documentos y extractos bancarios inflados para demostrarle al entrevistador de la embajada que ella tenía con qué ir a los Estados Unidos. Sin embargo, no pudo demostrarle al funcionario consular que ella no se quedaría en su país. Catalina estaba dentro del prototipo de mujer que para los gringos se va a quedar en los Estados Unidos. Joven, bonita, soltera, sin hijos, sin título profesional, sin universidad, sin colegio, sin padres con visa, sin recomendaciones políticas, sin un motivo especial para viajar distinto del de no sentir más envidia por las modelitos que sí tenían la visa.

Esa fue una de sus grandes frustraciones. Daba la vida por irse a bailar a las grandes discotecas de Miami, asistir a los «after» más renombrados, hacer compras en los grandes moles de Fort Lauderdale y patinar por los bulevares que bordean las playas de Miami Beach y Boca Ratón, al lado de grandes actores y modelos de la farándula mundial. Eso le habían contado algunas amigas que sí tenían la visa y eso le hacía creer, a cada instante, que le faltaba algo para ser feliz e importante aunque ignorara que, en realidad, para ser feliz e importante le faltaba casi todo.

A pesar de que le negaron la visa por no poder demostrar que regresaría a Colombia, Catalina no mintió cuando le dijo al funcionario de la Embajada que ella tenía dinero suficiente para irse. En realidad tenía mucho dinero. En los restaurantes pedía hasta tres platos con nombres desconocidos, que rechazaba en la medida que descubría que sus singulares sabores no le deleitaban. Se convirtió en una consumidora compulsiva. Cuando estaba de afán, adquiría ropa que al medirse en la casa no le quedaba buena, pero jamás se devolvía a cambiarla; prefería regalarla o botarla. Compraba cosas tan inútiles como una batidora, a sabiendas de que nunca la iba a usar porque jamás aprendió a cocinar, o un juego de pinceles, óleos y lienzos que desechó a la media hora de haber sentido ganas de convertirse en una pintora famosa. En sus cajones no cabía un reloj más, una agenda electrónica más, ni un perfume ni un cosmético, un zapato o una tanga más. Lo tenía, todo, por montones. Una crema y un tonificante para cada lugar del cuerpo, varios instrumentos inventados para arreglarse el pelo, las uñas de las manos y de los pies y todos los aparatos que promocionaba la televisión mediante infocomerciales y que, según sus fabricantes, ayudaban a adelgazar, a tonificar los músculos, a esculpir la figura y hasta a crecer, sin necesidad de hacer ejercicios fastidiosos y torturadores. La habitación de Catalina parecía un almacén de cachivaches.

El dinero le alcanzaba, incluso, para comprarle regalos costosos a su mamá, a su hermano, a su novio y a sus amigas. Cuando llegaba a la cuadra de su casa, las mamas de las demás niñas se asomaban para verla bajar de camionetas lujosas y empezaban a tejer todo tipo de comentarios dañinos a sabiendas de que, en su íntimo, ellas querían el mismo futuro para sus hijas.

Doña Hilda salía a recibirla con alborozo mientras Bayron se limitaba a recibirle el bolso que luego se llevaba para el baño sin otra intención que la de saquearlo con cuidado hasta dejarlo sin nada de valor distinto a una cédula falsa que le habían conseguido los novios a su hermana para poderla ingresar a eventos de mayores. La cédula decía que Catalina se llamaba Marcela Ahumada porque ella quiso llevar el apellido de una de las mujeres que por su belleza más envidiaba en su vida, con la intención de que alguien las relacionara con ella aunque fuera por su parentesco.

Albeiro observaba a su ahora elegante y distinguida novia con la mirada miedosa y perdida que lanza un niño pobre sobre una estrella de cine. Imaginaba que ya estaba muy lejos de su alcance y sentía miedo hasta de saludarla. Pero la verdad es que Catalina aún lo amaba y no obstante haberse acostumbrado a vivir sin sus besos estaba dispuesta a lubricar su relación con una nueva jornada nocturna de sexo y amor cada quince o cada veinte días y a la que Albeiro se rendía sin remedio ni condiciones. Siempre caía, aunque pasara a ser el hombre número cuarenta o sesenta de su lista de relaciones sexuales… Y doña Hilda, cada vez sentía más celos de esas visitas quincenales de su hija, por lo regular de martes en la tarde, luego de las cuales se perdía con Albeiro hasta el miércoles en la mañana, cuando Catalina aparecía con afán a despedirse porque se iba para Islas del Rosario o para una finca del Valle del Cauca a pasar un fin de semana que casi siempre se prolongaba hasta el lunes.

Una de esas tardes melancólicas de los miércoles, doña Hilda no resistió más la escena de verla despedir de Albeiro con ráfagas de besos apasionados, abrazos eternos y caricias de bobo y se interpuso en medio de los dos:

—¿Mamita, no se le hace tarde? —le dijo echando candela por todos sus poros. Catalina se puso seria sospechando que eran celos los que estaba sintiendo su mamá y le dijo que no tenía afán.

Doña Hilda se puso a llorar y cruzó la casa a paso largo hasta caer tendida sobre su cama y con la nariz sobre la parte media del colchón. A Catalina la conmovió mucho la escena y aunque trató de irse tras de ella, Albeiro la detuvo con un inteligente argumento. Le dijo que su madre estaba así de sensible porque sentía mucha tristeza al verla partir. Catalina no creyó el cuento, pero se llenó de pesar por su mamá y le hizo caso a Albeiro, marchándose sin verla. En el antejardín le dio un último beso en su boca y se marchó. Beso que vio doña Hilda desde su alcoba, agazapada tras una cortina y que la hizo morderse de rabia, sentir odio por su hija y romper una foto donde Catalina sonreía de niña al lado de Bayron.

Cuando Albeiro llegó a la habitación donde doña Hilda seguía llorando a cántaros, las cosas no fueron mejores. La otoñal amante del novio de su hija se levantó con su rostro enjuagado en lágrimas y le gritó que se fuera para siempre porque no lo quería volver a ver más nunca. Albeiro le explicó de mil maneras que todo lo que había pasado no era culpa suya y ni así doña Hilda entró en razón. Le lanzó por la cabeza cuadros, floreros, ceniceros y cuanto objeto pesado encontró por el camino en el trayecto entre su alcoba y la sala. Cuando Albeiro ganó la calle, después de sentir sobre sus espaldas la puerta de la casa, doña Hilda le gritó por la ventana que no volviera más, si no lo hacía con toda su ropa, todas sus pertenencias y todas las intenciones de hacerla su mujer de manera total, sin temer a Catalina ni a los prejuicios, sin temer a la reacción de Bayron y con las intenciones, incluso, de hacerle un nuevo hijo.

Capítulo 16

De yerno a esposo, de cuñado a hijastro, de novio a padrastro… de reina a virreina

Tres días después, cuando el vicio crónico de poseer a doña Hilda lo venció, Albeiro se apareció en la puerta de su casa con un pequeño trasteo que incluía, además de su ropa, las planchas del taller de screen, una grabadora untada de pintura de todos los colores y una camioneta de juguete que conservaba con especial cariño por ser el único juguete que había recibido cuando niño en una Navidad. Hilda lo recibió sonriente y con los brazos abiertos, aunque con el susto de no haberle contado aún a su hijo Bayron que su nuevo padrastro era su antiguo cuñado.

En medio de su auge sexocomercial, Catalina no se enteró de lo que estaba pasando en su casa. Todas sus energías estaban concentradas en la propuesta que le hiciera Marcial Barrera, uno de sus amantes traquetos, para que participara, por cualquier departamento, en un concurso de modelos literalmente esculturales, que por aquel entonces se celebraba en el país, con la seguridad absoluta de ganar. Con el ánimo de conquistarla porque se había enamorado de ella, Barrera le ofreció un patrocinio sin límite de gastos.

Aunque el concurso de marras gozaba de muy mala fama, porque la reina casi nunca era la más bonita, ni la de mejor cuerpo, ni la mejor preparada, ni la de mejor pasarela, sino la que consiguiera un mayor patrocinio económico, Catalina resolvió participar por el departamento de Risaralda, pero Bonifacio Pertuz, el organizador del evento le dijo que ya tenía inscrita una reina por ese departamento pero que lo podía hacer por el Putumayo, Amazonas o Guainía, departamentos que aún no tenían representación. Catalina le dijo, sin conocer las trampas de los concursos, que ella no era oriunda de ninguno de esos lugares a lo que Bonifacio respondió con una sonrisa malvada: ¿Acaso a alguien le interesa de qué lugar vienen las reinas? Catalina aceptó inscribirse por el departamento del Putumayo, al que ni siquiera visitó una vez en su vida, dando rienda suelta, de esta manera, a su precaria e instintiva manera de analizar las cosas y tomar decisiones de manera inmediata.

Por eso cuando Marcial Barrera le prometió apoyarla con la seguridad de que iba a ganar, Catalina empezó a prepararse con mucha dedicación, aunque no lo necesitara. Quería que el escándalo de su elección, si se presentaba, no la golpeara sin piedad ante los medios, manteniendo, al menos, una cara y una figura digna de una reina, aunque la corona le hubiese sido comprada en un yate, un mes antes del reinado por Barrera, un narco viejo y multimillonario que ya estaba de salida en el negocio y en la vida misma y que estaba enamorado de ella.

Para hacer méritos que pudieran disipar cualquier duda sobre su elección, asistió al gimnasio de manera religiosa, abandonó por completo las harinas y el azúcar de sus alimentos y se dedicó a comer con riguroso sacrificio atún con piña al desayuno, el almuerzo y la comida. Con los dineros que le proporcionaba en grandes cantidades Marcial, se hizo la lipoescultura, la liposucción, la carboxiterapia y la yesoterapia. Se mandó a depilar las cejas. Se mandó a tatuar el triángulo que forman los glúteos con el cóccix. Se metió a una cámara bronceadora durante 20 días consecutivos, cuatro horas cada día. Se mandó a teñir el pelo doce veces durante ese tiempo, obedeciendo a consejos de igual número de amigas. Lo cierto es que al concurso llegó con el mismo color de pelo que tenía el día que ordenó su primera tintura de castaño claro a negro.

No valieron de nada todos los esfuerzos en tiempo y dinero que Catalina invirtió en su transformación. Al llegar al concurso donde competiría ante otras doce niñas de similares características físicas y culturales, se encontró con que dos de ellas, las candidatas del Valle y de Antioquia, lucían más espectaculares y se ganaron, de entrada, la simpatía del público. Esto llenó de rabia a Catalina a la que su amante y auspiciador calmaba con sonrisas cínicas y frases como ésta:

—Fresca, mamita, que eso ya está ganado, ¿de qué te preocupas?

Pero lo que ignoraba Marcial Barrera era que el novio de la candidata del Valle, cuya imagen se podía ver en vallas gigantes, camisetas, cachuchas, esferos, afiches y todo tipo de «souvenirs» publicitarios, también tenía intenciones de comprarle la corona a su espectacular mujer sin importarle entrar en una guerra de chequeras sin límite, ante lo cual el organizador del concurso sucumbió. Por supuesto ni Catalina ni Barrera se enteraron del grave hecho considerado imperdonable por la mafia.

Lo cierto es que en el momento de la coronación, cuando Catalina ya daba por hecho que la corona era suya, el maestro de ceremonias leyó el veredicto entregado por el pusilánime jurado y nombró como la chica del año a Valentina Roldán del departamento del Valle. Catalina sintió un vacío en su estómago y no supo cómo reaccionar. Se puso seria disimulando con sonrisas falsas su disgusto. El que sí supo cómo reaccionar fue Marcial Barrera quien desenfundó su pistola y empezó a disparar hacia todas partes creando pánico y confusión entre las reinas, los jurados, los organizadores, los periodistas y el público en general. El escándalo fue tan grande, que los dueños del reinado tuvieron que pagarles a unos comunicadores y amenazar a otros para que no difundieran la noticia del bochornoso desenlace del reinado.

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